viernes, 28 de octubre de 2016

¿EN EL CIELO O EN LA TIERRA?


La semilla de lo que luego se convertiría en El Resplandor (The Shinning, 1980), adaptación de Stanley Kubrick a la novela de Stephen King, fue plantada con una llamada telefónica que el director de 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) hizo al autor a primeras horas de una mañana. Lo primero que King le oyó decir al otro lado de la línea era que las historias de fantasmas le parecían fundamentalmente optimistas. “Si existen los fantasmas” - argüía el realizador - significa que sobrevivimos a la muerte”. Cuando King cuestionó cómo encajaría el infierno en tal conclusión, Kubrick se limitó a responder que no creía en el infierno. Tiempo después, King profundizó en la primordial diferencia de opinión entre ambos, y en el motivo por el cual, hasta hoy, difícilmente se siente orgulloso de ver su libro inmortalizado en la pantalla. “Un escéptico visceral como Kubrick  - acusó el autor - “no podría entender la maldad inhumana en el Hotel Overlook (donde ocurre la historia); de modo que buscó la maldad adentro de los personajes e hizo de la historia una tragedia domestica (…) porque él mismo no podía creer, no pudo hacerla creíble a otros”.

Lo más probable es que a muchos de quienes leen estas líneas jamás se les haya ocurrido que un libro como el de King o una película como la de Kubrick pudiese ser una cuestión de “creencia”. Aún así, propongo que el concepto juega un papel más preponderante de lo comúnmente reconocido en la construcción de un imaginario cinematográfico colectivo en torno a una posible vida tras la muerte. No en el sentido de que todos los cineastas manejando el tema sean religiosamente creyentes, sino en el de que dicho imaginario parece predispuesto a sostenerse sobre cimientos antropocéntricos que dicen más sobre lo que se “cree” respecto a esa vida que sobre lo que se puede tener por seguro de ella.

Conjeturar qué ocurre cuando abandonamos nuestro despojo mortal no solo conforma un pretexto dramático casi tan viejo como el cine mismo, sino también el equivalente a una serpiente mordiéndose su cola. ¿Cómo imaginar “otra vida” si la única que conocemos es ésta? Es por tal motivo que toda representación merece ser vista como un salto de fe, con espacios en blanco que solo podemos concebir llenar con elementos más cercanos a esta existencia que a la siguiente. Lo anterior explicaría por qué, al estirar respectivamente la pata, Cantinflas tiene que hacer pasantía como empleado de limpieza en el cielo (católico, “para variar”) de Un Día con el Diablo (1945), Albert Brooks necesita de un abogado en el purgatorio/tribunal de Visa al Paraíso (Defending Your Life, 1991), y tanto Alec Baldwin como Geena Davis deben permanecer en una burocrática sala de espera por no haberse leído ya todo el “Manual para Recién Fallecidos” como parte de su educación fantasmal en Beetlejuice (1988). La impotencia por no poder conocer cómo es o cómo podría ser el otro mundo nos conduce a la conformidad de estar re-inventando el nuestro constantemente.

¿Cual sería el punto? ¿Por qué esforzarnos en darle un rostro a la muerte si sabemos que, cuando llegue, no nos sonreirá con los ojos de Jessica Lange en El Show Debe Seguir (All That Jazz, 1979)? O en darle forma a nuestra última morada, cuando las probabilidades de que ésta resulte ser un numero musical estilo Las Vegas, como Monty Python nos convoca a creer en El Sentido de la Vida (The Meaning of Life, 1983), son nulas? Quizás debido al mismo motivo por el cual los egipcios embalsamaban a los difuntos con sus posesiones terrenales. El mismo por el cual los niños exigen que se les cuente la misma historia una y otra vez antes de dormir. Y el mismo por el cual, en términos simplistas, llevamos una dieta cinematográfica en gran medida formada con base a clichés. Frente al abismo de lo desconocido, lo familiar es nuestra cuerda de seguridad. Exitósamente nos vende la idea de que, a dondequiera que vayamos, cielo, infierno u otra cosa, las sorpresas que hemos de encontrarnos ahí no han de ser demasiadas. ¿Quién puede, entonces, culparnos por querer ser optimistas? 

*Publicado hoy en "La Jornada Maya"

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