sábado, 25 de junio de 2016

LA SANGRE DEL ARCO IRIS*


Al igual que muchos leyendo estas líneas, recibí con shock, indignación y tristeza la noticia de los trágicos acontecimientos acontecidos el pasado 12 de junio en Orlando. Al mismo tiempo, los detalles de la masacre llegaron a un servidor con la plena conciencia de que, en el transcurso de los últimos meses, tanto en nuestro  territorio como en el del norte, la homofobia ha encontrado caldo de cultivo en ciertos debates públicos (la segregación en baños públicos hacía la población transexual, la posible aprobación de la reforma federal para reconocer al matrimonio igualitario, etc.) Justamente el viernes antes de la masacre, abordé en esta columna la visión hetero-normativa de las variadas representaciones con que la comunidad LGBT ha contado a través del cine hollywoodense. Entre las películas citadas como referencias, destaca una en particular que, considerando las circunstancias de tan lamentable suceso, al igual que los tiempos ideológicamente sensibles en los cuales vivimos, no dejo de preguntarme si existiría hoy en carteleras. Una obra con la tendencia de figurar como una más en la trayectoria de su realizador; a la vez que militantes de la diversidad sexual, por motivos variablemente legítimos, insisten en recordar como infame.

“Cruising” (1980) es un thriller del subgénero slasher con tintes de noir (si no tienen idea de lo que hablo, den gracias al Dios en el que crean por la existencia de Google), dirigido por William Friedkin (“El Exorcista”, The Exorcist, 1973) y basado libremente en la novela homónima de Gerald Walker. Al Pacino interpreta a un policía de Nueva York llevando a cabo una misión como agente infiltrado en los antros sadomasoquistas gay mientras va tras la búsqueda de un asesino que elige sistemáticamente a sus víctimas de acuerdo a su preferencia sexual. Para obtener la mayor autenticidad posible, se ve en la necesidad de asimilar los códigos de conducta y convivencia dentro de dicho mundo. Como resultado, termina gradual y psicológicamente afectado; llegando inclusive a cuestionar su identidad. Considerando lo que acabo de describir (y otras cosas en la película propiamente dicha), no es necesario tener un I.Q. de 139 para imaginar el motivo por el cual agrupaciones anti-difamatorias de la época decidieron boicotear activamente el rodaje. Ante los irritados y resentidos ojos de sus detractores, la puesta en escena de “Cruising”, sostenida en gran parte por la mirada predominantemente heterosexual con la que era común que el cine norteamericano se dirigiese a temáticas de este mismo calibre, de ningún modo la hacía inmune a preconcepciones típicas respecto al entorno que pretendía representarse. Entre ellas, la visión de éste a la manera de un inframundo oculto entre los rincones sombríos y periféricos del resto de la sociedad humana; donde la atracción por el mismo sexo opera en función de un contagio por convivencia o como causa para ser brutalmente asesinado.

Tres décadas más adelante, con la neblina de aquella controversia disipada, así como un mayor número de alternativas en los medios para encontrar ejemplos más dignos de vida LGBT, se hace preciso echarle una segunda mirada al filme; en esta ocasión a la luz de ciertas consideraciones. Por ejemplo, que en vez de limitarse a ser una adaptación del libro de Walker, el producto final apenas conserva su premisa original y la adereza con reportes periodísticos de “homo-cidios” en la zona oeste de Manhattan; así como con la experiencia del agente Randy Jurgensen, quien, igual que el personaje de Pacino, trabajó encubierto en clubes nocturnos con el objetivo de atraer al autor de estos crímenes. Sin embargo, el más significativo de todos probablemente sea el hecho de que “Cruising” no adopta como sede a este mundo debido a su periferia homosexual, sino a pesar de ella. Lejos de pretender elaborar un elaborado comentario social al respecto, la decisión de hacer avanzar la trama en este entorno obedece al interés de Friedkin, en sus palabras, por “usar un mundo tan inusual como trasfondo de una historia de misterio y asesinato”. Si hemos de catalogar al filme como “homofóbico”, tendría que ser en la misma medida en que “La Novicia Rebelde” (The Sound of Music, 1965) merecería serlo como historia en torno al régimen Nazi, “Lo que el Viento se Llevó” (Gone With The Wind, 1939) como reportaje de la Guerra Civil Estadounidense y “La Vida de Brian” (Life of Brian, 1979) como biografía de Jesucristo. Se trata, descubrimos y entendemos entonces, de una elección más estética y accesoria que ideológica. Más cinematográfica que propiamente política.

Si William Friedkin hubiese tenido la más mínima intención de crear un retrato formal de la contracultura gay a fines de los años setentas, justo resulta asumir que lo habría hecho. Pero en su lugar, su intención iba encaminada hacia la creación de algo más interesante, complejo y trascendente: un ensayo sobre la frágil maleabilidad de la sexualidad humana, así como las maneras en que las rígidas actitudes culturales en torno a ellos contribuyen a la generación de conflictos tanto entre los individuos como entre las sociedades. 

*Publicado hoy en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-06-24/Cruising-con-Al-Pacino

LA HETERO-PANTALLA*



En un pasaje de “El Padre de Frankenstein”, novela de 1995 escrita por Christopher Bram y llevada a la pantalla grande con el título de “Dioses y Monstruos” (Gods & Monsters, 1998), James Whale, otrora director hollywoodense recordado por sus incursiones en el género del horror, emite resonantes carcajadas mientras observa una escena de la que muchos consideran su obra maestra: “La Novia de Frankenstein” (1935). El monstruo (Boris Karloff) descansa en una cama mientras el ermitaño ciego (O.P. Heggie) que le ha brindado refugio se encuentra de rodillas; agradeciendo a Dios por mitigar su soledad. El motivo por el que Whale reacciona con irreverencia no es obvio más que para él mismo: años atrás, cuando filmó la escena, deliberadamente ignoró la sugerencia de su director de fotografía para cambiar el ángulo de la cámara; debido a que, así como estaba, parecía que la creación de Henry Frankenstein (Colin Clive) no sólo conocía el significado de la verdadera amistad, sino también el de una felación. La escena constituye apenas uno de los ejemplos a partir de los cuales muchos biógrafos de Whale advierten la presencia decodificada de contenido gay, “queer” o “camp” en su cine. Ciertamente, sería discutible hasta qué punto tal presencia obedece más a una realidad objetiva que a una caprichosa lectura moderna después del hecho. Pero no me sorprendería que Whale, famoso por ser abiertamente gay en los círculos de la industria y por su sentido del humor subversivo, hubiese aprovechado su posición para convertir a este clásico de Universal Pictures en un caballo rosa de Troya con el cual poder plasmar aquel chiste privado a expensas tanto de la inocencia como de la heterosexualidad del público. El mismo caballo dentro del cual directores, productores, escritores y actores con similar orientación se vieron obligados a permanecer durante mucho tiempo para, sino ser vistos, por lo menos vivir referenciados.

Pese a que el primer material cinematográfico al que se le atribuye contenido homosexual se remonta hasta los inicios del medio (“The Dickson Experimental Sound Film”, 1895) y que desde la época sonora el uso humorístico del “sissy” (“mariquita”) como arquetipo de afeminamiento resultó ser popular, la censura del Código de Producción establecido por Will Hayes aseguró que la condescendencia evolucionase a una negación por omisión. A menos que vieramos o escucháramos lo contrario, la pantalla era territorio heterosexual. Pero lo que los censores daban por inexistente permitió que los realizadores demostrasen ser mucho más inteligentes que ellos por medio del subtexto. ¿Cómo ignorar que, en “El Halcón Maltes” (The Maltese Falcon, 1941), lo primero que sabemos acerca de Joel Cairo (Peter Lorre) es que su tarjeta de presentación huele a perfume de gardenias? ¿O la manera eufóricamente sensual con la que los dos asesinos universitarios en “La Soga” (Rope, 1948) describen la experiencia de su primera víctima; casi equiparándola con una de carácter homo-erótico? Pocas veces algo “que no existe” ha llegado a sentirse tan vivo.

No fue sino hasta la década de los años sesentas y principios de los años setenta que los eufemismos e indirectas pudieron ser tirados a la basura para lidiar frontalmente con el elefante blanco de la homosexualidad. Por desgracia, la sombra paranoica de la Guerra Fría predispuso que tal “apertura” únicamente pudiese darse en dos posibles paquetes: el homosexual y/o lesbiana como un mártir digno de compasión (“Advise and Consent” y “The Children´s Hour”, 1962; “The Detective”, 1968; “The Boys in The Band”, 1970) y como un siniestro depredador a quien temer (“Vanishing Point”, 1971; “Cruising”, 1980). Finalmente, a partir de los noventa, contamos con el último y en muchos aspectos todavía vigente modelo de representación: el homosexual heroico cuya única razón de ser reside en luchar contra la homofobia como concepto general y abstracto, o bien en hacer que todos los que lo rodean tomen conciencia de su propia homofobia (“Filadelfia”, 1995; “La Jaula de Los Pájaros”, 1996; “Los Muchachos No Lloran”, 1999; “Milk”, 2008).

En mayor o menor medida, cada etapa mencionada ha supuesto un paso adelante en la percepción de la comunidad LGBT por parte de la cultura cinematográfica. No obstante, salvo por producciones independientes o con canales de distribución fuera del continente americano, aunque se puede presumir de cierto nivel de inclusión, hoy en 2016 lo que todavía brilla por su ausencia es un verdadero sentido de asimilación. Una asimilación traducida en historias habitadas por personajes cuya orientación sexual no constituya el eje de la trama, sino tan solo uno de los muchos rasgos casuales que forman parte de su identidad; al igual que su estatura, su peso, el color de sus ojos o la música que escuchan. En homosexuales, lesbianas, bisexuales y transexuales que no necesiten invertir tiempo en explicarse a sí mismos o auto-justificarse. En películas donde no hay para ellos ni para su prójimo algo que defender, reivindicar o aprender. Donde podamos ver y escuchar a seres humanos en vez de arquetipos. Donde los caballos de Troya sean quemados y reducidos a cenizas, permitiéndonos ser capaces de reírnos con James Whale de su propio chiste. 

*Publicado el Viernes 10 de Junio en "La Jornada Maya".

LA SOMBRA DE CIUDADANO KANE: 75 AÑOS DE TRASCENDENCIA*


A menudo me preguntan qué considero que hace a una buena película. ¿Qué debe tener? ¿Qué debe hacer para ser considerada como tal? Dar una respuesta no es fácil. Por lo general, suelo responderla primero en un sentido negativo. La recaudación de taquilla, además de que dista mucho de ser el criterio correcto, conforma un parámetro insultante. La falacia de que la popularidad equivale a la calidad no tiene mayor sustento que aquella estipulando que, porque muchas moscas comen excremento, debería estar considerando incluirlo en mi dieta. Por otro lado, no concedo credibilidad a los premios y galardones que pueda tener, por más larga que sea la lista de los mismos en el cartel o al reverso del estuche de su DVD. Descartadas ambas opciones, se me tiende a etiquetar como uno de esos insufribles snobs que no toman en serio otra opinión más que la de los sacrosantos y prestigiosos críticos. Pero sorprendentemente, el asunto tampoco va por ahí.  La crítica es una labor humana; y por definición, potencialmente falible. Entonces… ¿qué es lo que creo que hace buena a una película?  Quizás la dificultad para responderla se remonte al planteamiento de la pregunta. “Buena” constituye un término muy amplio que, por pura necesidad, habría que transformar en un equivalente que permita elaborar una opinión con mayor flexibilidad. Dicho equivalente bien pudiera ser “trascendente”. Asumamos entonces que, más que “buenas” o “malas”, hay películas trascendentes o irrelevantes. Aquellas eternas y aquellas desechables. Las que siempre dan algo de qué hablar o pensar y aquellas por las que no vale la pena invertir una gota de saliva o centímetro de materia gris. Aquellas que vivirán para siempre a medida que sigan siendo re-descubiertas, frente a otras condenadas a languidecer en los abismos del olvido.

¿Es “Ciudadano Kane” (Citizen Kane, 1941), opera prima de Orson Welles que hoy cumple 75 años de filmarse y estrenarse, una buena película? El dictamen personal de dicha cuestión, sea o no con fundamentos, se la dejo a cada espectador que se tope con ella. Sin embargo, no tengo empacho en calificarla como trascendente. Y más que trascendente, diría también que importante. Y mucho más que importante, NECESARIA. Al menos para quienes tomamos al cine lo bastante en serio, en lugar de como una mera afición o capricho. El hecho de que por varias décadas haya encabezado las listas de las supuestas mejores películas en la historia no sólo es inexacto como fundamento de lo anterior, sino también risible. Para entender en verdad lo que la hace especial, habría que comenzar agradeciéndole el haber hecho por el séptimo arte lo mismo que “Don Quijote de la Mancha” hizo cientos de años antes por la literatura: establecer un estándar. Abrir las puertas a un parámetro de innovación con el cual desarrollar una visión de lo que el arte cinematográfico solía ser, lo que es actualmente y lo que pudiera llegar a ser.  “Ciudadano Kane” es, en otras palabras, responsable de la narrativa moderna en su propio medio.

Lo curioso es que, al igual que con la obra de Cervantes, no es la película propiamente dicha sino la leyenda alrededor de la misma lo que ha logrado abrirse camino con mayor durabilidad en los rincones del de la cultura popular y del inconsciente colectivo. Gracias a incontables menciones, homenajes, burlas y parodias por cortesía de series de televisión, historietas, canciones, caricaturas o pseudo-intelectuales ávidos de atención, estamos por lo menos enterados de que la película existe. Junto con “Casablanca” (1942), parece ser la más grande película que pocos en verdad han visto. O en términos más burdos, el equivalente al sexo entre adolescentes de preparatoria: todos hablan de ello, todos dicen saber cómo se hace y a nadie le consta haberlo hecho. Por otra parte, es muy probable que muchos espectadores jóvenes animados a “perder su virginidad” con ella se lleven al principio una ligera sensación de haber sido timados. Considerando el elevado nivel de expectativas que las referencias previas les han predispuesto a tener, han de ser propensos a fallar en darse cuenta de que su importancia reside en cuanto a producto surgido entre las limitaciones de su tiempo. Fallar en darse cuenta de que su estructura no-lineal, sus planos en contrapicado, su manejo de sombras y sus composiciones de encuadre merecen ser vistos no en relación de lo que significan para el cine que conocen sino para el que aún no conocen. De que los primeros experimentos de Lumiere y Edison, Melies y la escuela de Brighton, el primer cine mudo y el primer sonoro, así como también el expresionismo alemán, constituyen las verdaderas referencias con que les conviene estar armados para verla por primera vez. De este modo adquirirán una idea más clara de cómo los logros de aquellas encontraron su apoteosis en los de ésta. 

Celebrar el aniversario de “Ciudadano Kane” supone celebrar también al cine mismo. A su imparable evolución tecnológica, sus posibilidades como herramienta de expresión y su asombrosa capacidad para poder dejar una huella indeleble más allá de sus circunstancias; llegando a sentirse incluso en aquellas generaciones apenas consientes de ella.

*Publicado el Sabado 4 de Junio en "La Jornada Maya"