Confesaré algo sobre mi persona que muchos no conocen y que probablemente
será una desconcertante y paradójica sorpresa: ODIO IR AL CINE. Permítanme explicarlo. Adoro ver películas. Adoro
pensar en ellas, hablar sobre ellas, escribir sobre ellas…incluso debatir
enérgicamente a partir de ellas. Pero la mera idea de tener que verlas rodeado
de más de doscientos asientos ocupados por los traseros de desconocidos masticando
y hablando en voz alta, intentando inútilmente silenciar los inenarrables
berreos de los hiperactivos y pequeños seres a quienes con orgullo llaman hijos
suyos, oprimiendo los infinitos botones de sus insufribles dispositivos electrónicos
con la resignación de alguien ya condenado a morir con síndrome de túnel carpiano,
así como llevando a cabo con desfachatez y sin un ápice de vergüenza otras
actividades que no tienen la más mínima relación con lo que se supone que han
pagado para venir a hacer en primer lugar; es decir, simple y llanamente ver
una película…muchas gracias, pero no. Dos horas en la sala de espera de un
pésimo dentista con ningún otro medio de distracción más que ediciones
atrasadas de la revista “TV y Novelas”
sería preferible a cualquiera de los suplicios que acabo de describir. Soy un ermitaño fílmico. Y eso que por
momentos, para el pesar de quién escribe, es imposible respetar dicho status. Sea debido a que el interés por
un estreno es demasiado grande como para esperar a tener acceso al mismo por
otro medio, a la petición particular de mi esposa, o a necesidades relacionadas
con la redacción de este espacio, las cadenas de teatros suelen ganar algunas batallas
en esta guerra personal. Sumando de igual forma los costos prohibitivos de los
boletos y la actitud insultantemente permisiva de los gerentes de las salas con
sus clientes, ir al cine se ha convertido en el equivalente a un examen de
próstata. Un mal necesario que sólo puede apreciarse y agradecerse cuando ha
concluido.
Al parecer, alguien escuchó mis gritos de auxilio. Hace unas semanas,
el empresario Sean Parker, creador del controvertido Napster, hizo pública su propuesta de un nuevo sistema llamado Screening Room; mismo que permitiría al
usuario acceso a cualquier estreno en la comodidad de su hogar y al mismo
tiempo que su llegada a salas comerciales. Como era de esperarse, estudios y circuitos
de exhibición rasgaron sus vestiduras ante la propuesta; reconociendo una amenaza
más a sus intereses. Cineastas reconocidos se alinearon en su contra;
comprometidos, en sus palabras, a “defender la santidad de la sala de cine”.
Una “santidad” que seguramente varios lectores arriba de sesenta años no
querrán esperar a reivindicar. ¿Cuántas veces no hemos oído a nuestros abuelos,
suegros o tíos rememorar los viejos tiempos de las idas dominicales a los aún
escasos y modestos cines locales? La época presuntamente dorada; justo en el
apogeo de esta cualidad que se insiste en seguir atribuyéndole como experiencia
cuasi-religiosa donde la pantalla gigante era un pulpito y los dioses desfilando
en ella regalaban formas de hablar, de actuar, y en general, de vivir.
Por lo que cuentan, pareciera que nací en la década
equivocada. Pero, ¿cómo saberlo? Soy un hijo de los ochentas. No concibo en qué
forma llorar la muerte social del cine cuando toda mi educación cinematográfica
fue en solitario y gracias no a un proyeccionista de sala, sino a un reproductor
de video. A excepción quizás de las lagartijas merodeando por las paredes de mi
casa, me encontraba solo cuando lloré la muerte de Mary Corleone en “El Padrino III” (1990), lo estaba
cuando quedé perturbado por “La Mosca” (1986)
y lo estaba cuando vi a Francisco Rabal preparar las cartas para ponerse a jugar
“al tute” con Silvia Pinal en “Viridiana”
(1961). Preguntarme qué hubiese perdido o ganado con una pantalla grande sería
como intentar extrañar a un padre fallecido antes de mi nacimiento.
Queda por ver si Screening
Room demostrará ser sostenible a largo plazo; así como si en verdad
supondrá el principio del fin para la industria cinematográfica como la
conocemos. Mientras tanto, aplaudo cuando menos la noción de que misántropos como
un servidor puedan recurrir a opciones que les permitan continuar desarrollando
la afición que los mantiene vivos, prescindiendo a la vez de los miles de disgustos
que hoy en día implican el “compartir” tal afición con los demás. Gandhi
mencionó una vez que le agradaba Cristo, pero no sus seguidores. Me gustaría
pensar que, de haber contado con alguna forma de poder quedarse con lo primero
sin necesidad de lo segundo, la hubiese considerado. Y si Sean Parker es capaz
de hacer lo mismo por mí, bienvenido sea.