domingo, 17 de abril de 2016

MEJOR SOLO QUE MUY MAL ACOMPAÑADO


Confesaré algo sobre mi persona que muchos no conocen y que probablemente será una desconcertante y paradójica sorpresa: ODIO IR AL CINE. Permítanme explicarlo. Adoro ver películas. Adoro pensar en ellas, hablar sobre ellas, escribir sobre ellas…incluso debatir enérgicamente a partir de ellas. Pero la mera idea de tener que verlas rodeado de más de doscientos asientos ocupados por los traseros de desconocidos masticando y hablando en voz alta, intentando inútilmente silenciar los inenarrables berreos de los hiperactivos y pequeños seres a quienes con orgullo llaman hijos suyos, oprimiendo los infinitos botones de sus insufribles dispositivos electrónicos con la resignación de alguien ya condenado a morir con síndrome de túnel carpiano, así como llevando a cabo con desfachatez y sin un ápice de vergüenza otras actividades que no tienen la más mínima relación con lo que se supone que han pagado para venir a hacer en primer lugar; es decir, simple y llanamente ver una película…muchas gracias, pero no. Dos horas en la sala de espera de un pésimo dentista con ningún otro medio de distracción más que ediciones atrasadas de la revista “TV y Novelas” sería preferible a cualquiera de los suplicios que acabo de describir.  Soy un ermitaño fílmico. Y eso que por momentos, para el pesar de quién escribe, es imposible respetar dicho status. Sea debido a que el interés por un estreno es demasiado grande como para esperar a tener acceso al mismo por otro medio, a la petición particular de mi esposa, o a necesidades relacionadas con la redacción de este espacio, las cadenas de teatros suelen ganar algunas batallas en esta guerra personal. Sumando de igual forma los costos prohibitivos de los boletos y la actitud insultantemente permisiva de los gerentes de las salas con sus clientes, ir al cine se ha convertido en el equivalente a un examen de próstata. Un mal necesario que sólo puede apreciarse y agradecerse cuando ha concluido.

Al parecer, alguien escuchó mis gritos de auxilio. Hace unas semanas, el empresario Sean Parker, creador del controvertido Napster, hizo pública su propuesta de un nuevo sistema llamado Screening Room; mismo que permitiría al usuario acceso a cualquier estreno en la comodidad de su hogar y al mismo tiempo que su llegada a salas comerciales. Como era de esperarse, estudios y circuitos de exhibición rasgaron sus vestiduras ante la propuesta; reconociendo una amenaza más a sus intereses. Cineastas reconocidos se alinearon en su contra; comprometidos, en sus palabras, a “defender la santidad de la sala de cine”. Una “santidad” que seguramente varios lectores arriba de sesenta años no querrán esperar a reivindicar. ¿Cuántas veces no hemos oído a nuestros abuelos, suegros o tíos rememorar los viejos tiempos de las idas dominicales a los aún escasos y modestos cines locales? La época presuntamente dorada; justo en el apogeo de esta cualidad que se insiste en seguir atribuyéndole como experiencia cuasi-religiosa donde la pantalla gigante era un pulpito y los dioses desfilando en ella regalaban formas de hablar, de actuar, y en general, de vivir.  

Por lo que cuentan, pareciera que nací en la década equivocada. Pero, ¿cómo saberlo? Soy un hijo de los ochentas. No concibo en qué forma llorar la muerte social del cine cuando toda mi educación cinematográfica fue en solitario y gracias no a un proyeccionista de sala, sino a un reproductor de video. A excepción quizás de las lagartijas merodeando por las paredes de mi casa, me encontraba solo cuando lloré la muerte de Mary Corleone en “El Padrino III” (1990), lo estaba cuando quedé perturbado por “La Mosca” (1986) y lo estaba cuando vi a Francisco Rabal preparar las cartas para ponerse a jugar “al tute” con Silvia Pinal en “Viridiana” (1961). Preguntarme qué hubiese perdido o ganado con una pantalla grande sería como intentar extrañar a un padre fallecido antes de mi nacimiento.

Queda por ver si Screening Room demostrará ser sostenible a largo plazo; así como si en verdad supondrá el principio del fin para la industria cinematográfica como la conocemos. Mientras tanto, aplaudo cuando menos la noción de que misántropos como un servidor puedan recurrir a opciones que les permitan continuar desarrollando la afición que los mantiene vivos, prescindiendo a la vez de los miles de disgustos que hoy en día implican el “compartir” tal afición con los demás. Gandhi mencionó una vez que le agradaba Cristo, pero no sus seguidores. Me gustaría pensar que, de haber contado con alguna forma de poder quedarse con lo primero sin necesidad de lo segundo, la hubiese considerado. Y si Sean Parker es capaz de hacer lo mismo por mí, bienvenido sea.

domingo, 10 de abril de 2016

EL REGRESO DEL CABALLERO NEGRO (NO, NO ESE; EL DE LA HERIDA SUPERFICIAL)*


En México, y sobre todo en Yucatán, ser fan de Monty Python puede ser algo solitario. Extremadamente solitario. Solitario como un funeral con un único doliente. O como un equipo de soccer con nadie más que un seguidor gritando en el estadio. O una fiesta a la que todos fueron invitados y eres el único que se molestó en asistir. Puede que haya una o dos almas en el salón, pero llegaron como invitados de los otros invitados. Lo cual es una pena, porque querías conocer gente interesante y ninguno parece serlo. Uno de ellos trae lentes oscuros. Y sólo dos clases de personas usan lentes oscuros en espacios cerrados: los faroles y los ciegos. Como Stevie Wonder. No por farol, sino por ciego. Stevie Wonder es todo menos un farol. Jamás me atrevería a llamar “farol” al autor de canciones como “I Just Called To Say I Love You”. Y “Feliz Navidad”. No, momento…ese es José Feliciano. Que también es ciego. Y que SI me parece un poco farol. Digo, ¿quién le manda ir a grabar un cover de “Light My Fire” en guitarra acústica? Ahora que lo pienso, Jim Morrison también era farol. Aunque veía perfectamente. Pero no cuando andaba en sus “viajes”. En fin… ¿en qué estaba? Ah, sí. Monty Python. El más grande repertorio cómico en el mundo que Mérida no conoce re-estrenó este mes en cines de Estados Unidos la pieza más popular de su filmografía, en conmemoración del cuadragésimo aniversario de su estreno: “Monty Python & El Santo Grial” (Monty Python & The Holy Grail). Conocida en España como “Los Caballeros de la Mesa Cuadrada y sus locos seguidores” y consistente en viñetas o sketches parodiando las historias míticas del Rey Arturo, le dedico hoy estas líneas resignado a la certeza de que menos del 2% de quienes leen tendrán idea sobre a qué me refiero cuando hablo de conejos carnívoros, caballeros diciendo siempre “Ni” o el motivo por el que las mujeres acuáticas repartiendo espadas no conforman una base legitima para crear un sistema de gobierno. Cuando estoy en una sala de espera y, por algún designio de las circunstancias, alguien decide sintonizar en la televisión un reportaje sobre golondrinas en Animal Planet, es frustrante ser el único mordiéndose los labios mientras lucha inútilmente por no pensar en la velocidad a la que deberían volar cargando un coco entero con su peso. Y hasta hoy, cuando me involucró en una riña, no encuentro a una persona que reaccione con furia en vez de perplejidad al ser maldecida con el epíteto: “!Tu madre era un hámster y tu padre olía a moras silvestres!”

Más extraño aún es encontrar a alguien con quien poder intercambiar anécdotas sobre las peculiares condiciones de su rodaje. Como el hecho de que, a falta de dinero para rentar caballos, se decidió que Arturo y su sequito avanzaran a pie con escuderos detrás de ellos simulando el efecto sonoro de los galopes. Que la cámara se rompió en la primera toma del primer día. O que Graham Chapman, el actor principal, fue incapaz de realizar una de las escenas más importantes por estar sufriendo de delirium tremens. Pero quizás lo más triste que difícilmente puedo compartir con este hipotético espíritu afín es el grado de entusiasmo ingenuo, pretencioso y salvaje con el que los Python se dieron a la tarea de crear una obra de proporción épica a partir del minúsculo presupuesto en sus manos, recién salidos de la caja chica y neófitos en la producción cinematográfica. Pocas películas personifican de manera tan contundente la idea de que la mejor forma de aprender cómo hacer algo es, efectivamente, haciéndolo.  

Esto no es un editorial. Es una invitación a cualquiera que ya este cansado de sentirse sólo en sus carcajadas. Esta semana, con “Star Wars: Episodio XVII” y el aniversario de “Volver Al Futuro” acaparando el monopolio geek en las redes sociales, los seguidores del Santo Grial debemos hacernos escuchar con fuerza. Ellos tienen sus sables de luz; nosotros nuestros cocos. Tienen a un Delorean; nosotros a un conejo gigante de madera. De modo que los invito a regocijarse en nuestra celebración. Aunque traigan lentes oscuros. 

*Publicado el 23 de octubre de 2015 en "La Jornada Maya"

AFUERA EL VENENO: LOS 40 AÑOS DE "TAXI DRIVER"*



En 1973 estaba pasando por una racha particularmente mala; viviendo casi siempre dentro de mi auto en Los Ángeles. Manejando de noche, bebiendo en exceso, asistiendo a cines porno (…) Finalmente, acabé en una sala de emergencia por una ulcera. Mientras estaba en el hospital, me di cuenta de que no había hablado con nadie en dos o tres semanas. Entonces me vino a la mente la imagen del taxista moviéndose por la ciudad en su taxi; dentro de su ataúd de metal en medio de mucha gente y a la vez absolutamente solo” 

Con estas palabras de la biografía “Martin Scorsese – A Journey” por Mary Pat Kelly, el veterano escritor Paul Schrader rememora el proceso de parto para crear el guión de “Taxi Driver” (1976); pieza clave en el cine norteamericano de la década de los setenta, y a partir de la cual el mundo memorizaría los nombres tanto de Scorsese como de un joven Robert DeNiro. Cuando afirmo que para Schrader supuso un parto no es a la ligera. Travis Bickle (DeNiro) y la Nueva York degenerada que lo inspira a convertirse en su ángel vengador provienen de sus entrañas. De su fracaso y desolación; su rabia inarticulada, su amargura en cautiverio…de todo lo asqueroso que pasamos la vida transportando en el interior pero que carecemos de los suficientes testículos (u ovarios) para reconocer que es una parte de nosotros. Mucho menos cuando esa podredumbre define no sólo al individuo que lidia con ella, sino también a la sociedad con quién éste la comparte.

Al hablar sobre la película, muchos centran su atención en DeNiro, en la fotogenia de una puberta Jodie Foster fingiendo ser prostituta, en la fotografía de Michael Chapman que hace ver a la Gran Manzana más como el escenario de una película de horror que como una metrópoli; o en el angustiante último score compuesto por Bernard Herrmann (“Psicosis”, “Ciudadano Kane”) que bien podría tener una vida propia fuera del filme. Sin embargo, veo lo que hace especial  a “Taxi Driver” en el crudo sentido de urgencia con que fue concebida. Puedo imaginar a Schrader en esos días oscuros, atacando las teclas con la furia que sus circunstancias le permitían aún conservar; luchando por no olvidar cada herida psicológica que le pudiese ser útil en la búsqueda por traer a la vida algo doloroso pero  sincero. Sincero de una forma no apreciada en una actualidad donde se exhorta a neutralizar el veneno interno en lugar de aprender de él.

No me sorprendería que tres de cada cinco menores de 25 años en esta ciudad no conozcan “Taxi Driver”. Pero si alguno de ellos aprovecha la oportunidad de verla por primera vez y terminan conscientes de la introspección que sólo la miseria propia es capaz de brindarle a un ser humano, sería justo pensar que, en alguna parte de la imaginación de Schrader, Travis Bickle estará sonriendo. 

*Publicado el 19 de febrero de 2016 en "La Jornada Maya"