viernes, 28 de octubre de 2016

¿EN EL CIELO O EN LA TIERRA?


La semilla de lo que luego se convertiría en El Resplandor (The Shinning, 1980), adaptación de Stanley Kubrick a la novela de Stephen King, fue plantada con una llamada telefónica que el director de 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) hizo al autor a primeras horas de una mañana. Lo primero que King le oyó decir al otro lado de la línea era que las historias de fantasmas le parecían fundamentalmente optimistas. “Si existen los fantasmas” - argüía el realizador - significa que sobrevivimos a la muerte”. Cuando King cuestionó cómo encajaría el infierno en tal conclusión, Kubrick se limitó a responder que no creía en el infierno. Tiempo después, King profundizó en la primordial diferencia de opinión entre ambos, y en el motivo por el cual, hasta hoy, difícilmente se siente orgulloso de ver su libro inmortalizado en la pantalla. “Un escéptico visceral como Kubrick  - acusó el autor - “no podría entender la maldad inhumana en el Hotel Overlook (donde ocurre la historia); de modo que buscó la maldad adentro de los personajes e hizo de la historia una tragedia domestica (…) porque él mismo no podía creer, no pudo hacerla creíble a otros”.

Lo más probable es que a muchos de quienes leen estas líneas jamás se les haya ocurrido que un libro como el de King o una película como la de Kubrick pudiese ser una cuestión de “creencia”. Aún así, propongo que el concepto juega un papel más preponderante de lo comúnmente reconocido en la construcción de un imaginario cinematográfico colectivo en torno a una posible vida tras la muerte. No en el sentido de que todos los cineastas manejando el tema sean religiosamente creyentes, sino en el de que dicho imaginario parece predispuesto a sostenerse sobre cimientos antropocéntricos que dicen más sobre lo que se “cree” respecto a esa vida que sobre lo que se puede tener por seguro de ella.

Conjeturar qué ocurre cuando abandonamos nuestro despojo mortal no solo conforma un pretexto dramático casi tan viejo como el cine mismo, sino también el equivalente a una serpiente mordiéndose su cola. ¿Cómo imaginar “otra vida” si la única que conocemos es ésta? Es por tal motivo que toda representación merece ser vista como un salto de fe, con espacios en blanco que solo podemos concebir llenar con elementos más cercanos a esta existencia que a la siguiente. Lo anterior explicaría por qué, al estirar respectivamente la pata, Cantinflas tiene que hacer pasantía como empleado de limpieza en el cielo (católico, “para variar”) de Un Día con el Diablo (1945), Albert Brooks necesita de un abogado en el purgatorio/tribunal de Visa al Paraíso (Defending Your Life, 1991), y tanto Alec Baldwin como Geena Davis deben permanecer en una burocrática sala de espera por no haberse leído ya todo el “Manual para Recién Fallecidos” como parte de su educación fantasmal en Beetlejuice (1988). La impotencia por no poder conocer cómo es o cómo podría ser el otro mundo nos conduce a la conformidad de estar re-inventando el nuestro constantemente.

¿Cual sería el punto? ¿Por qué esforzarnos en darle un rostro a la muerte si sabemos que, cuando llegue, no nos sonreirá con los ojos de Jessica Lange en El Show Debe Seguir (All That Jazz, 1979)? O en darle forma a nuestra última morada, cuando las probabilidades de que ésta resulte ser un numero musical estilo Las Vegas, como Monty Python nos convoca a creer en El Sentido de la Vida (The Meaning of Life, 1983), son nulas? Quizás debido al mismo motivo por el cual los egipcios embalsamaban a los difuntos con sus posesiones terrenales. El mismo por el cual los niños exigen que se les cuente la misma historia una y otra vez antes de dormir. Y el mismo por el cual, en términos simplistas, llevamos una dieta cinematográfica en gran medida formada con base a clichés. Frente al abismo de lo desconocido, lo familiar es nuestra cuerda de seguridad. Exitósamente nos vende la idea de que, a dondequiera que vayamos, cielo, infierno u otra cosa, las sorpresas que hemos de encontrarnos ahí no han de ser demasiadas. ¿Quién puede, entonces, culparnos por querer ser optimistas? 

*Publicado hoy en "La Jornada Maya"

domingo, 23 de octubre de 2016

VOCACIONES Y PRETENSIONES*


Hace dos semanas, participé como uno de los muchos ponentes en una serie de pláticas didácticas organizadas por el colectivo “CINE CON”; mismo que busca convencer al sector empresarial del estado respecto a la viabilidad económica de una industria fílmica local, a través de una capacitación intensiva de los inscritos a las platicas en las ramas productivas (dirección, guión, fotografía, vestuario, etc.) Respaldado por el Instituto Yucateco del Emprendedor (IYEM), pretende contribuir al surgimiento de condiciones en las que todos los habitantes de la región con deseos de hacer cine puedan hacerlo no a raíz de un mero “amor al arte”, sino en calidad de un sólido medio de vida. Desde hace diez o quince años, el interés por la actividad cinematográfica en Yucatán, así como el numero de espacios técnicos para nutrirlo, se ha ido incrementando. Cursos, talleres, seminarios, diplomados, convocatorias y festivales se multiplican como si fueran Oxxos. Esto ocasiona que preguntas anteriormente planteadas regresen con mayor insistencia: ¿Cómo consolidar una industria cinematográfica en Yucatán? ¿Cómo formar a más y mejores cineastas? ¿De qué manera liberar a quienes sueñan con llegar a serlo del estigma cultural asociado a la profesión? Preguntas más que legítimas. Sobre todo considerando el innegable impacto de Yucatán en la historia del cine mexicano; entre otras cosas, como responsable del primer largometraje de ficción en el país (1810 o Los Libertadores de México, 1916).

Ciertas personas, dentro de la engañosa euforia de esta abundancia, han declarado que dichos objetivos están en proceso de cumplirse; o incluso que han sido cumplidos. Sin afán de ser aguafiestas, me declaro fuera de tal grupo. No por oponerme al prospecto de una industria estatal propiamente dicha, sino por considerar incorrecto el ángulo desde el cual se han planteado las interrogantes para justificar la necesidad de que tal industria exista. El “¿cómo?” debería más bien cederle espacio a “¿por qué?” ¿Por qué queremos una industria de cine? ¿Por qué capacitar y reclutar a cada vez más jóvenes para que formen parte de ella? Y sobre todo… ¿Por qué tantos de ellos insisten en dedicarse al cine?

Al igual que en cualquier vocación, sobra la gente que elige el cine por motivos menos que congruentes. No diré cuales merecen ser vistas como lo último. Pero las más comunes de ellas suelen materializarse en respuestas del tipo “porque tengo historias que contar”, “porque necesito expresar muchas cosas”; o mi favorita personal, “porque amo al cine”. En rara ocasión me he topado con una motivación que, lejos de corresponder a idealismos abstractos o pretensiones de auto - superación, denote una meditación profunda, real y concreta alrededor de lo que esa persona espera que el cine aporte a su vida; así como también de lo que ella espera aportar al mismo. Yo, por ejemplo, amo las hamburguesas. Pero no por eso tendría el más mínimo interés en ser gerente de un McDonald´s.

En 8 ½ (Otto e Mezzo, 1963), cuando Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) se ha visto obligado a cancelar la realización del que iba a ser su próximo filme, Carini (Jean Rougeul), crítico al que invitó a colaborar en el guión, le asegura para consolarlo: Destruir es mejor que crear cuando no creamos aquellas pocas cosas verdaderamente necesarias. Teniendo lo anterior presente, albergo la diminuta esperanza de que tanto candidatos a estudiantes de cine como gestores culturales y políticos desesperados por un “Yuca-wood” no tomen ninguna decisión crucial a la ligera o con el hígado. Que lo que sea que ellos luchen por brindar a una industria del cine en Yucatán, aunque no mucho, sea por lo menos absolutamente necesario. 

*Publicado el Viernes 21 de Octubre en "La Jornada Maya"

domingo, 16 de octubre de 2016

EL "EMPAREDADO" DE LA IMPOSICIÓN*


Uno de los recuerdos más lucidos que conservo de mi infancia fue aquél día en el que me acerqué a la mesa donde mis padres almorzaban para preguntar si no habían visto mis tenis en el “armario”. No lo llamé “ropero” o “closet”, anglicismo con que los mexicanos guardamos mayor familiaridad. Dije “armario”, como lo había oído decir tantas veces en dibujos animados de Canal 5, emisora de series gringas dobladas al español por antonomasia. Durante mucho tiempo, una buena parte de mi vocabulario estuvo definido por éste castellano neutro. En la tele no se decía: “Voy a prepararme un sándwich”. Lo correcto era decir: “Voy a prepararme un emparedado”. In cuarto jamás era cuarto sino “alcoba” y el basketball era sustituido por el  genérico “baloncesto”.  

Muchos años atrás, recuerdo haberme enterado de una iniciativa de ley propuesta por Guillermo Herbert Pérez, miembro de la Comisión de Educación y Cultura en la cámara alta del Senado. Dicha propuesta estipulaba un plan para regular el doblaje en cine y televisión, así como contrarrestar la competencia de empresas colombianas, chilenas, argentinas y venezolanas. Según Herbert Pérez, la idea era respetar el trabajo de los actores de doblaje mexicanos, así como también respetar nuestro idioma, nuestra cultura, y nuestro lenguaje, para de esta forma evitar el fomento de tecnicismos, modismos y formas de lenguaje que deforman gravemente al de nuestro país.

Irónicamente, el mismo fervor patriótico había colocado al doblaje en una posición desfavorable muchas décadas atrás. En los años cuarenta, dos representantes de la Metro Goldwyn Mayer fueron enviados a México para reclutar actores con los cuales establecer en sus estudios de Nueva York una división para doblaje de películas al español. Contrataron los servicios de Luís de Llano Palmer, quien convocó actores de radio por considerarlos con  mayor capacidad para expresarse a través de la voz.  De esta manera, en la primera cinta sonorizada con español mexicano, Luz Que Agoniza (Gas Light, 1944), Blanca Estela Pavón, Guillermo Portillo Acosta, Víctor Alcocer y Carlos David Ortigosa doblaban a Ingrid Bergman, Charles Boyer, Joseph Cotten y Gregory Peck. Las reacciones no estuvieron exentas de controversia.  Considerándola como una afrenta a la industria nacional, el gobierno prohibió parcialmente la exhibición de cintas dobladas. La única excepción fue marcada para cintas y cortos animados.

No obstante, recuerdo haber pensado también en esos momentos, igual que como lo pienso eso ahora, el cuestionamiento sobre  lo benéfico o perjudicial del proceso de doblaje va más allá de la defensa por la lengua nativa. Leonardo García Tsao lo manifiesta esta preocupación: Con el doblaje se pierde cuando menos un 50% del desempeño actoral y buena parte de la identidad de una película ¿Qué pasa cuando, encima, rige un criterio censor? No pude comprobar lo perpetrado por Televisa con TAXI DRIVER al pasarla “en tus cinco (sin) sentidos” pero es de suponer que, por cortesía del doblaje, el personaje de Jodie Foster se convirtió en una girl scout regañada por su scout master Harvey Keitel por no haber vendido suficientes galletas en la calle. O algo así

Es verdad que la profesión de doblaje ofrece verdaderas oportunidades de trabajo a buena parte de la gente creativa. Igualmente cierto es que se trata de una alternativa positiva para analfabetas y quienes no han logrado familiarizarse con el idioma ingles; incluyendo a los niños. Pero, ¿dónde queda el grupo minoritario de cinéfilos sin problemas para leer subtítulos, y que, en menor pero significativa proporción, posee suficiente cultura bilingüe como para seguir la trama de una película sin tener que leerla?  Aunque fue formulada hace ya bastante tiempo, espero que en el futuro iniciativas como la de Herbert Pérez no nos priven a quienes pertenecemos a éste último rubro de nuestro sándwich.

*Publicado el viernes 14 de octubre de 2016 en "La Jornada Maya" 

BELA LUGOSI: LA TRAGEDIA DE UN ACTOR Y LA INMORTALIDAD DE UN VAMPIRO*


Oscar Wilde dijo una vez: “Cuando los dioses quieren castigarnos, nos dan lo que les pedimos”.  No estoy seguro si Bela Lugosi había leído a Wilde cuando, en 1929, hacía una intensa campaña como candidato a ser tomado en consideración por Universal Pictures para el papel titular en su versión cinematográfica de Dracula (1931). O si tan siquiera estaba familiarizado con aquellas proféticas palabras del autor irlandés. Sin embargo, muy consciente del giro trágico que la trayectoria de su carrera terminó adoptando, así como también de que, a partir de esta semana, el Centro Cultural Olimpo en el centro de Mérida ofrece a lo largo del mes una selección de los mejores ejemplos de la misma, no puedo evitar pensar que Lugosi hubiese apreciado la cruel ironía del dicho. Nunca fue la primera opción de Universal. De no haber sido por su persistencia, el estudio le hubiese dado el papel a Lon Chaney. Y en retrospectiva, quizás debió hacerlo. Aunque no lo sabía, con cada carta enviada al estudio para postularse, Lugosi colocaba los clavos de su propio ataúd.

Nacido en 1882 con el nombre de Bela Ferenc Dezso Blasko, adoptó el apellido “Lugosi” a partir de su ciudad natal Lugoj (Rumania); población a unos pocos kilómetros de Transilvania, en donde la leyenda del vampiro concebido por Bram Stoker ha sido cultivada por varias generaciones. Cuando llegó a Hollywood, a pesar de ser nada mal parecido, se hizo evidente que tampoco era un galán a la usanza convencional de Errol Flynn o Clark Gable. Sin embargo, poseía algo por lo cual los dos hubiesen estado dispuestos a dar su brazo derecho: una presencia exótica, magnética y misteriosa que hacía prácticamente imposible quitarle la vista de encima. Y en ningún rol que había encarnado en los escenarios de su país se encuentra esta presencia respirando con mayor poder que en el conde transilvano de Todd Browning. Igual que con Oscar Wilde, ignoro si Lugosi leyó a Stoker. Pero me sorprendería que no lo hiciese, puesto que no me explico cómo articuló con tal elocuencia el erotismo del libro en un potente matrimonio entre sexo y muerte; disparando en millones de espectadoras una erupción simultanea tanto de libidos como de repulsiones. 

Tras el éxito con el que Dracula arrasó como un brutal huracán, Universal comía ansías por ver a Lugosi bajo la piel de Frankenstein (1931). Pero el ídolo europeo de sueños y pesadillas húmedas se sintió insultado. ¿Cómo iba una estrella de su calibre a rebajarse dándole vida a una burda montaña de maquillaje que, encima de todo, no tenía diálogos? Como Edipo casándose sin saberlo con su madre, Lugosi selló su destino rechazando el papel. Su castigo, lejos de arrancarse los ojos, fue compartir crédito en nada menos que seis películas - The Black Cat (1934), The Raven (1935), The Invisible Ray (1936), Son of Frankenstein (1939), Black Friday (1940) y The Body Snatcher (1945) - con Boris Karloff, quien terminó encarnando a la creatura de Mary Shelley, convirtiéndose de la noche a la mañana en la estrella que Lugosi ya estaba dejando de ser. Debió haber sido como ver a Salieri en una gira de conciertos con Mozart. La gloria de uno era el veneno de otro.

Aunque terminó abandonado por estudios, productores, esposas y amigos, la sombra del Conde permaneció a su lado. En las buenas y en las malas. Sobre todo en las últimas. Estuvo junto a él cuando inauguraba supermercados vistiendo su traje. Cuando tocó fondo al tener que compartir pantalla con un chimpancé en una de sus últimas películas. Y por supuesto que estuvo en el día de su velorio; donde, por iniciativa de su familia, su cadáver portó por última vez su capa.

 Dicen que después de morir, Heracles fue elevado hasta las estrellas y convertido en constelación. Analógicamente hablando, quiero pensar que las humillaciones que Bela Lugosi aguantó en vida para que el mito de Dracula viviese más allá de su muerte valieron la pena. El actor fue destruido, pero el vampiro permanecerá para siempre.

*Publicado el 07 de Octubre de 2016 en "La Jornada Maya".

EL TERROR INVISIBLE PERO JAMÁS AUSENTE*



Suelo decir que las películas de terror – la mayoría de ellas por lo menos – rara vez logran en verdad asustarme o impresionarme. Lo digo sin falsa modestia. Pocas han sido las representantes de tal género que han tenido el privilegio de endurecerme los pelos de la nuca, hacerme saltar para atrás en señal de espanto o arrancarme un alarido como el de quién ha descubierto que tiene los segundos de su vida bien contados. ¿La razón? Quizás el hecho de que, como puntualiza un muy conocido cliché, la realidad es más terrorífica que toda ficción. El mundo en el que vivimos, sobre todo en estos momentos, constituye en humilde opinión de quién escribe la más grande fabrica de pesadillas. Tomaré a Donald Trump por encima de Freddy Krueger cuando ustedes quieran.

En dicho sentido, Rojo Amanecer (1990) siempre ha sido para mí una película de terror. Y prácticamente la única excepción a mi indiferencia. Éste drama de corte político dirigido por Jorge Fons y escrito tanto por Xavier Robles como por Guadalupe Ortega, en relación a una familia clase-mediera mexicana en el fuego cruzado de los violentos sucesos del 2 de Octubre de 1968, comenzó a meterme miedo cuando cursaba yo la Escuela Secundaria y una maestra nos lo hizo ver de principio a fin gracias a una deshilachada copia en VHS.

Aquella noche no pude dormir. No debido a su violencia grafica, significativamente alta para lo acostumbrado por un joven de mi edad. Tampoco por tener como trasfondo un acontecimiento histórico; rasgo que, en el mejor de los casos, haría que se percibiese más terrorífico (y en el peor, daría una falsa y pretenciosa aura de legitimidad). No. Lo que me mantenía despierto fue la posibilidad de amanecer al día siguiente para recorrer el camino de sangre dejado por los cadáveres de mi familia finada la noche anterior por agentes del Gobierno y del Ejército; igual que cuando Ademar Arau desciende las escaleras del edificio en Tlatelolco, como si de niveles en un infierno dantesco se tratasen. La idea de que algo así no solo tiene que suceder en películas. La idea de que nadie está seguro ni en su propia casa. De que, aún a kilómetros o décadas de la Plaza de las Tres Culturas, el terror puede hacer acto de presencia en cualquier lugar, en cualquier momento y por cualquier motivo.

Durante el curso de una plática posterior a una proyección de la película en la Universidad Autónoma de Yucatán y que un servidor tuvo el honor de moderar, Xavier Robles reveló que la idea de abstenerse a mostrar gráficamente la matanza de estudiantes, aludiendo a ella con reacciones de los personajes confinados al departamento en donde viven, además de corresponder a las precarias condiciones del rodaje, se vio inspirada en la revelación a cámara muy esporádica y gradual que Ridley Scott hace de su propio monstruo en Alien: El Octavo Pasajero (Alien,1979). La amenaza mortal que no vemos pero que bien podemos escuchar y sentir. Alimentar la imaginación antes que la adrenalina. El teatro de la mente.

No faltan quienes insisten en señalar a esta concentración extradiegética de la masacre como un desperfecto de la película en vez de como un acierto. “¿Cuál es el propósito de denunciar la crueldad del Ejercito si jamás la vemos?”, preguntan.  “¿A quién le importa lo sufrido por una familia cuando la sangre derramada perteneció a la juventud de México?”. Preguntas como las anteriores equivalen a ver unos pocos árboles y no todo el bosque. Si Rojo Amanecer lograr ser elocuente en plasmar una de las muchas verdades significativas abordadas por ella en lo referente al movimiento estudiantil del 68 y su represión, más allá de los límites de su dramaturgia, es justamente mostrando que, aquel funesto día, a todos nos llegó el plomo de las balas. A civiles y a estudiantes. Todos nos desangrábamos; no menos de lo que seguimos haciéndolo ahora. Y eso a mí me da miedo. Mucho miedo. 

*Publicado el 30 de septiembre de 2016 en "La Jornada Maya". 

EL RITMO AL QUE POCOS QUIEREN BAILAR*



Por alguna razón, existe gente que detesta a las películas musicales. Lo anterior no es una conjetura ni una exageración. Me he topado con espectadores cuya reacción definitiva resulta ser invariablemente de absoluto rechazo. Mientras otros géneros cinematográficos se las arreglan para inspirar en el peor de los casos una muy comprensible indiferencia, los detractores de éste en particular parecen vivir en necesidad perpetua, incluso patológica, de dejar ampliamente en claro cuanto lo desaprueban, desprecian y aborrecen. Encuentro lo anterior particularmente misterioso considerando el notable éxito comercial que ciertos ejemplos han gozado en los últimos años; sobre todo con las alabanzas y los galardones que La La Land (2016), tercera incursión profesional de Damien Chazelle (Whiplash, 2014) en la silla del director, cosecha desde hace semanas en prácticamente cada festival donde hace acto de presencia. Entonces… ¿a qué se deberá tal repudio hacía los musicales? ¿Qué habrá en ellos que los hace catalizadores de semejantes niveles de emoción negativa?

Quizás valga la pena comenzar buscando el origen de la animadversión en los orígenes del género mismo. Podría decirse que comenzó cuando Jack Warner vio al estudio que llevaba su apellido acercarse a la bancarrota. Necesitando desesperadamente un éxito, almacenó sus esperanzas en un concepto que la industria tachó de absurdo: el primer largometraje con música y sonido sincronizado. La recompensa vino con El Cantante de Jazz (The Jazz Singer, 1927); misma que marcó el silbatazo de arranque tanto para el cine sonoro como para un estilo de producción tan norteamericano en su ADN como el cine de gánsters. No era para menos; ambos alcanzaron la apoteosis de su popularidad en el lamentable pero efectivo contexto de la Gran Depresión. No extraña que los prospectos aspiracionales más socorridos para soñar una vida fuera de la pobreza hayan sido convertirse en criminal o en una estrella de Broadway. Y no estoy implicando al verbo “soñar” gratuitamente. Debido a sus raíces cimentadas en el medio teatral, mismo que se regodea en abstracción, artificio y realidad magnificada, pocos tipos de cine han contribuido tanto a que Hollywood ganase el título de “fábrica de sueños”. Se trata, justamente, de introducirse en un sueño. De una versión emocionalmente conveniente de la realidad, con la solución a los problemas en unas cuantas notas y pasos de baile. ¿Será ésta la causa de tanta aversión? ¿El percibirlo como “falso” y “engañoso”? Por otro lado, el cargo de falsedad acostumbra venir también en una variación: el argumento de que “en la vida real nadie canta ni baila de manera espontanea”. Supongo entonces que en la vida real sí es bastante común convertirse en un vampiro, estudiar en una escuela para magos o adquirir súper-poderes. Quien exige al musical respetar las funciones exclusivamente naturalistas del medio cinematográfico de igual forma podría reclamarle a Charles Darwin el hecho de que su Teoría de la Evolución no logra explicar por qué no vemos a monos convirtiéndose en personas todos los días.

¿Cuáles serían otros motivos? ¿Que son poco varoniles? No recuerdo a nadie quejándose de eso en El Show del Horror de Rocky (The Rocky Horror Picture Show, 1975). ¿Que la inserción de las canciones se siente forzada? Tres palabras: All That Jazz (1979). ¿Qué son frívolos e incapaces de abordar temas socialmente pertinentes? Vean South Park: Bigger, Longer & Uncut (1999) y luego hablamos. ¿Que su frivolidad es evidencia de la decadencia anglosajona y que ningún otro país debería dejarse influir por ella? Imagino que la palabra “Bollywood” no significa nada para quien afirma esto último.

Mientras sigo balanceando estos argumentos, me pregunto si el verdadero enigma, lejos del por qué hay personas que odian al cine musical, no sería más bien el por qué no hay más gente viendo, conociendo y entendiendo lo suficiente del mismo. 

*Publicado el 23 de septiembre de 2016 en "La Jornada Maya"

¿Y DONDE ESTÁ EL QUITA - POLVOS?*


Durante las últimas semanas, he leído y escuchado bastante el siguiente termino: “familia tradicional”. Se ha vuelto de uso tan corriente que la esencia de su significado, si alguna vez la tuvo, me elude con desconcierto. Sin embargo, el “Frente Nacional por la Familia”, o como quien escribe prefiere llamarle, “El Club de los Descendientes Psicóticos de Tomás de Torquemada y Joseph McCarthy”, parece convencido de saber lo que significa. Según esto, significa el modelo de familia “correcta”. El que “debe de ser”. El que va “conforme al orden natural de las cosas”. Aquel de cuya protección a cualquier precio depende el futuro de los valores y las buenas costumbres. Pero estos inquisidores bienintencionados de ningún modo son los primeros en aferrarse tan absurdamente a este ideal de familia. Mucho menos en sentirse aún más absurdamente amenazados por la evolución de dicho concepto. En la segunda mitad de la década de los años cuarenta, la sociedad mexicana se vio inmersa en un nuevo paradigma de modernidad; mismo que estuvo marcado por la gran cercanía con el vecino del norte y un estilo de vida definido de acuerdo a los hábitos del consumo hogareño. Alejandro Galindo fue uno de los realizadores que mejor supo hallar la forma de capturar la fuerte resistencia a estos aires de cambio en el cine nacional de la “Época de Oro”. Una Familia de Tantas (1948) constituye el ejemplo en cuestión.

La trama nos sumerge en la residencia de la familia Castaño.  Galindo no escatima en dejar clara la atmósfera apabullante que se vive en ella gracias a la mano dura ejercida por el padre de familia, Rodrigo Castaño (Fernando Soler), un adinerado contador. La mañana en la que todos se levantan para alistarse a las actividades correspondientes a su rol social y género es el vehículo por medio del cual se constata que los hijos y la esposa siempre se doblegan a la voluntad del padre. Y es en medio de este régimen que viene a introducirse un elemento subversivo bajo la forma del vendedor de aspiradoras Roberto Del Hierro (David Silva), quien captura la atención y simpatía de Maru (Martha Roth), la hija menor.  Al principio, Don Rodrigo objeta indignado tanto la presencia del aparato como el hecho de que Del Hierro haya entrado a la casa siendo Maru la única mujer presente (¡Dios nos libre!). No obstante, gracias a sus habilidades verbales, el vendedor logra aplacar la ira del señor; incluso llegando a convencerlo de comprar la aspiradora. Esto desencadena una serie de diversos acontecimientos que ocasionan que Maru pueda ganar gradualmente la seguridad suficiente para hacerle frente a su padre y alcanzar la emancipación. 

El esquematismo en la construcción de los personajes, tan necesario para la consumación de la película en calidad de melodrama, genera que se manifiesten arquetipos tan precisos como inmutables. Aunque lejos del fanatismo de Claudio Brook en El Castillo de la Pureza (1972), Fernando Soler jamás le dirige la palabra a sus vástagos sino para reprenderlos, darles órdenes o dictar sus destinos. Es un hombre para quien el tiempo jamás transcurre en lo concerniente a la moralidad de su generación. En contraste, Del Hierro denota su papel revolucionario desde que le demuestra las ventajas de la aspiradora a Don Rodrigo quitando el polvo en uno de sus retratos. Ha venido a limpiar el polvo de su prepotencia, y como veremos, a rescatar a Maru de la vida infeliz que le espera si no abandona esa casa.

A pesar de un desenlace discursivo y otras debilidades narrativas, Una Familia de Tantas merece mención en cuanto a su efectiva elección de simbolismos tanto para honrar a la tradición del melodrama familiar mexicano como para brindar cierto contexto análogo en un país (y un mundo) donde proliferan los tiranosaurios patriarcales dando desesperadas patadas de ahogado y escasean los valientes vendedores de aspiradoras atreviéndose a quitarnos de encima el polvo de la intolerancia. 

*Publicado el Viernes 09 de Septiembre de 2016 en "La Jornada Maya"