Por alguna razón, existe gente que detesta a las películas
musicales. Lo anterior no es una conjetura ni una exageración. Me he topado con
espectadores cuya reacción definitiva resulta ser invariablemente de absoluto
rechazo. Mientras otros géneros cinematográficos se las arreglan para inspirar
en el peor de los casos una muy comprensible indiferencia, los detractores de éste
en particular parecen vivir en necesidad perpetua, incluso patológica, de dejar
ampliamente en claro cuanto lo desaprueban, desprecian y aborrecen. Encuentro
lo anterior particularmente misterioso considerando el notable éxito comercial
que ciertos ejemplos han gozado en los últimos años; sobre todo con las alabanzas
y los galardones que La La Land
(2016), tercera incursión profesional de Damien Chazelle (Whiplash, 2014) en la silla del director, cosecha desde hace semanas
en prácticamente cada festival donde hace acto de presencia. Entonces… ¿a qué
se deberá tal repudio hacía los musicales? ¿Qué habrá en ellos que los hace
catalizadores de semejantes niveles de emoción negativa?
Quizás valga la pena comenzar buscando el origen de la
animadversión en los orígenes del género mismo. Podría decirse que comenzó cuando
Jack Warner vio al estudio que llevaba su apellido acercarse a la bancarrota.
Necesitando desesperadamente un éxito, almacenó sus esperanzas en un concepto
que la industria tachó de absurdo: el primer largometraje con música y sonido
sincronizado. La recompensa vino con El
Cantante de Jazz (The Jazz Singer, 1927); misma que marcó el silbatazo de arranque
tanto para el cine sonoro como para un estilo de producción tan norteamericano en
su ADN como el cine de gánsters. No
era para menos; ambos alcanzaron la apoteosis de su popularidad en el
lamentable pero efectivo contexto de la Gran Depresión. No extraña que los
prospectos aspiracionales más socorridos para soñar una vida fuera de la pobreza
hayan sido convertirse en criminal o en una estrella de Broadway. Y no estoy implicando
al verbo “soñar” gratuitamente. Debido a sus raíces cimentadas en el medio teatral,
mismo que se regodea en abstracción, artificio y realidad magnificada, pocos
tipos de cine han contribuido tanto a que Hollywood ganase el título de “fábrica
de sueños”. Se trata, justamente, de introducirse en un sueño. De una versión emocionalmente
conveniente de la realidad, con la solución a los problemas en unas cuantas notas
y pasos de baile. ¿Será ésta la causa de tanta aversión? ¿El percibirlo como “falso”
y “engañoso”? Por otro lado, el cargo de falsedad acostumbra venir también en una
variación: el argumento de que “en la vida real nadie canta ni baila de manera espontanea”.
Supongo entonces que en la vida real sí es bastante común convertirse en un vampiro,
estudiar en una escuela para magos o adquirir súper-poderes. Quien exige al
musical respetar las funciones exclusivamente naturalistas del medio
cinematográfico de igual forma podría reclamarle a Charles Darwin el hecho de que
su Teoría de la Evolución no logra explicar por qué no vemos a monos
convirtiéndose en personas todos los días.
¿Cuáles serían otros motivos? ¿Que son poco varoniles? No
recuerdo a nadie quejándose de eso en El
Show del Horror de Rocky (The Rocky Horror Picture Show, 1975). ¿Que la
inserción de las canciones se siente forzada? Tres palabras: All That Jazz (1979). ¿Qué son frívolos
e incapaces de abordar temas socialmente pertinentes? Vean South Park: Bigger, Longer & Uncut (1999) y luego hablamos.
¿Que su frivolidad es evidencia de la decadencia anglosajona y que ningún otro
país debería dejarse influir por ella? Imagino que la palabra “Bollywood” no
significa nada para quien afirma esto último.
Mientras sigo balanceando estos argumentos, me pregunto si el
verdadero enigma, lejos del por qué hay personas que odian al cine musical, no
sería más bien el por qué no hay más gente viendo, conociendo y entendiendo lo suficiente
del mismo.
*Publicado el 23 de septiembre de 2016 en "La Jornada Maya"
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