lunes, 5 de septiembre de 2016

GENE WILDER (1933-2016): EL ARTE DE INFLUIR Y COMPARTIR*


Háganse a ustedes mismos un enorme favor. Dejen de hacer lo que están haciendo en este mismo instante. Cualquier cosa que los tenga ocupados, por importante que sea – trabajar, fornicar, escalar una montaña o construir una máquina del tiempo para impedir la muerte de Juan Gabriel – deténganla de una vez y conéctense lo más pronto posible a You Tube. Una vez ahí, introduzcan en el buscador los conceptos “gene wilder” y “putting on the ritz”. No es broma. Lo digo en serio. Ni pregunten por qué; simplemente háganlo.

¿Ya? Bien. A quienes no les quede claro qué acaban de ver, permítanme brindar un poco de contexto. Se trata de uno de los más entrañables momentos en El Joven Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), el legendario tributo humorístico a la novela gótica de Mary Shelley realizado por Mel Brooks y protagonizado por Gene Wilder; fallecido el pasado lunes. En la escena a la que acabo de conducirlos, el Dr. Frederick Frankenstein (Wilder), nieto del científico original, realiza una demostración pública de sus esfuerzos por educar al monstruo (Peter Boyle) e integrarlo a la sociedad humana. Tal demostración no resulta ser más que una puesta en escena de Putting On The Ritz, canción escrita por Irving Berlín en 1929. Ahora permítanme explicar la razón por la cual quería que la vieran. Esta fue la tercera de tres mancuernas colaborativas de Wilder con Brooks. En este caso particular, Wilder también fue responsable del argumento e idea original; compartiendo incluso con Brooks la autoría del guión. Como recipiente del papel protagónico, gozaba con el derecho a que su nombre fuese el primero en aparecer mencionado en la lista de reparto. Dentro de la escena en cuestión, consume prácticamente toda la energía física. Él es el que canta. El que baila. El que sonríe mientras se desvive haciendo caras y gestos. Y aún así, no se lleva las risas más fuertes. Dicho honor cae más bien en Boyle, gozando de la oportunidad para convertirse en un punchline humano al destrozar el silencio en el cual se mantiene alternadamente relegado gracias a la enunciación onomatopéyica e ininteligible del coro central de la canción. En pocas e icónicas palabras: “PUDDDIN ONNA REEEETZZ!”. Wilder lo tiene todo para poder robarse descaradamente la totalidad del momento, como si se tratase de un banco. Sin embargo, sabe bien que la comedia es como un tango: necesita de dos. No es acerca de quedarte tú solo con la pelota, sino de compartirla en momentos cruciales y estratégicos para llegar mejor a la portería del equipo contrario. Al mismo tiempo, ésta muestra de generosidad actoral no necesariamente tiene que interpretarse como una maniobra desinteresada. También sabe muy bien que sus acciones producirán mayores frutos si juega un poco con la anticipación del espectador; negándole el privilegio de entrever de una manera demasiado obvia en donde o en quién ha de caer la risa. Boyle es su señuelo. Su carnada. Lo utiliza tanto en beneficio suyo como de sí mismo.

Algo que no se conoce mucho, y que resulta bastante difícil de imaginar hoy en día, es el hecho de que quizás Mel Brooks jamás habría filmado El Joven Frankenstein si Wilder no hubiese acudido a él con la propuesta. Más sorprendente aún es aquella poco conocida anécdota de rodaje, según la cual, Brooks estuvo a punto de eliminar el número entero de Putting On The Ritz por considerarlo pretencioso. Si es posible escribir la columna de hoy es gracias a los argumentos de Wilder para convencerlo de lo contrario. Al percatarse de que todo el equipo de producción se había colocado esparadrapos en la boca para no reír durante la escena, Brooks llegó a la conclusión de que quizás ese hombrecillo de cabello alborotado nacido en Wisconsin no estaba tan equivocado como él creía. Una vez más, a manera de un benigno Rasputín, Wilder ejerció una contundente pero positiva influencia en un colaborador; misma a la que ambos acabarían debiendo una nominación al Oscar.

Su influencia sobre las películas en que participaba más allá de su función como intérprete cuenta con otros ejemplos. ¿Qué habría sido de Willy Wonka y la Fabrica de Chocolate (1971) si no hubiese interpretado al homónimo dulcero del título con la única condición de aparecer hasta el último tercio del filme, hacerlo con un bastón y una cojera para verse más viejo de lo que se esperaba, e inmediatamente aniquilar tal primera impresión con una voltereta triunfal? ¿Quién necesita el bagaje pseudo-freudiano de aquel mamarracho concebido por Johnny Depp cuando existe una jugosa ambigüedad para paladear en esta versión anterior del mismo personaje; gracias a la cual, en palabras de Wilder mismo: “A partir de ese momento nadie podrá estar seguro de si estoy diciendo la verdad o no”?

Mucho más que un gran o excelente actor, recuerdo a Gene Wilder en calidad de uno tan astuto como caritativo. Sacando siempre lo mejor de quienes lo rodeaban de manera que le permitiese ser no únicamente una parte de la historia, sino también parte de quién la escribe. Maquiavélico e incluyente por igual.  El titiritero con el corazón de oro.

*Publicado el 2 de Septiembre de 2016 en "La Jornada Maya" y en "Soma: Arte y Cultura". 

AUTÉTICAS MENTIRAS*



Durante estos últimos días, por motivos conocidos en los que no pienso ahondar, mucho se ha estado hablando de plagios, fraudes y falsificaciones. Esto ha puesto a quién escribe a reflexionar en torno a los siguientes acontecimientos. A mediados de los setentas, Elmyr de Hory amasó una fortuna fabricando y vendiendo obras falsificadas de Picasso, Matisse y Modgliani a las principales galerías de arte en todo el mundo. Pero en vez de ir a prisión, pasó sus últimos días en una campiña al sur de Francia; acompañado socialmente por un escritor llamado Clifford Irving. Poco después, Irving se convertiría en un timador celebre por derecho propio a raíz del escándalo por la falsa biografía autorizada que escribió del millonario Howard Hughes. Para que éste dúo de “farsantes” fuese un trío, faltaba Orson Welles. El antaño “niño prodigio” de Hollywood recibió del cineasta Francois Reichenbach material de archivo para un documental en el que éste se encontraba trabajando y que concernía a la figura de De Hory. Welles se apoderó del material y lo combinó con otro de su propia cosecha; haciendo de Irving un segundo protagonista. El resultado es Fraude (F for Fake, 1973); que, sin ser ficción o documental, constituye lo más cercano que podemos conocer a una forma de “cine-ensayo”. En este caso, un ensayo cuyo interés radica en explorar la naturaleza de los fraudes, de aquellos cometidos por De Hory e Irving, y de las formas del mismo que subyacen en cualquier tipo de representación artística.

La primera escena involucra al propio Welles en una estación de trenes, entreteniendo a un par de niños con un truco de magia. Un equipo de filmación encabezado por Francois Reichenbach registra lo que ocurre. “¿Otra vez con tus viejos trucos?”, pregunta la modelo Oja Kodar (amante de Welles), a lo que él responde: “¿Por qué no? Soy un charlatán”. Momentos después, Welles se dirige formalmente hacía la cámara, a manera de prologo, para afirmar: “Les prometemos que durante la siguiente hora, todo lo que vean y oigan de nosotros será una verdad basada en hechos sólidos.” A partir de este momento, cada personaje contradice las declaraciones hechas por el otro. Entrevistado a cámara, Irving desmiente varios puntos que De Hory se encargó de perpetrar como parte de su biografía oficial. El propio De Hory niega haber vendido sus cuadros a particulares, tal y como Irving afirma con conocimiento de causa. Esto último es cuestionado por Reichenbach, quién asegura haber sido uno de sus primeros clientes. A las refutaciones se une Howard Hughes para negar haber autorizado a Irving a escribir sobre él durante una conferencia de prensa telefónica. Welles pone en duda que esa haya sido la voz de Hughes, considerando la tendencia del millonario a utilizar dobles. No contento aún, acaba señalándose a sí mismo como uno más en esta galería de mentirosos. Después de todo, ¿qué otra cosa fue su legendaria transmisión radiofónica de La Guerra de los Mundos sino un elaborado engaño que miles de radioescuchas se tragaron sin cuestionamientos?

Decir que la complejidad de Fraude reside en su trabajo de montaje sería un comentario ingenuo. La película es en sí misma un montaje. Un calidoscopio de planos y cortes a cada esquina que se suceden unos a otros a una velocidad que induce vértigo. El collage se ve fortalecido por encabezados de periódicos y fragmentos de noticiarios que configuran una segunda narración de fondo “objetiva”; operando como contrapunto a los poco confiables testimonios. Para complicar más las cosas, Welles narra varios segmentos en una sala de edición mientras manipula en una moviola el mismo filme que nos encontramos viendo, a manera de un “científico mago” tomando de rehén al espectador y obligándolo a avanzar en un túnel oscuro a cuya luz en el otro extremo sólo él sabe cómo llegar. Asumiendo, por supuesto, que haya una luz. Casi como diciendo: “Si, todo es una ilusión y no hay ninguna certeza. Pero considerando que yo soy el mago tras la ilusión, más te vale permanecer a mi lado; aunque no tengas porque creer la mitad de las cosas que estoy diciendo”.

Fraude fue recibida con indiferencia en América y Europa. Hasta años posteriores, con las facilidades de retroceso y congelamiento de la imagen en el formato del video, se hizo posible reconocer la relevancia de sus trucos. Welles presumía de ser un mentiroso mientras ofrecía una radiografía de otros más “mentirosos” que él, colocando sobre la mesa cuestionamientos a la definición de autoría en una obra artística y la necesidad de eruditos en quienes depositar nuestra fe para determinar qué puede considerarse o no como arte. Si el producto de un falsificador burla el criterio de un experto y hace pedazos su credibilidad, ¿quién es el experto? ¿Quién es el falsificador? ¿Quién el artista?  Elmyr De Hory alega que si una pintura falsa permanece en una galería por tiempo suficiente, puede convertirse en una genuina. La era posmoderna, donde el montaje de Fraude nutre la identidad visual de instituciones como MTV y la “verdad” en las imágenes provoca cejas arqueadas en lugar de quijadas caídas, parece allanar el terreno para que el delicioso timo de Welles viva con el feliz prospecto de dicha suerte.

*Publicado el 26 de Agosto de 2016 en "La Jornada Maya". 


EL CAMINO A IXTLAN: (RE) DESCUBRIENDO EL CINE DE OLIVER STONE (II)*


Sabíamos que no podíamos hacer ilegal estar en contra de la guerra o el ser negro, pero haciendo que el público asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y penalizando el consumo de ambas, podríamos causar disrupción en ambas comunidades. Podríamos arrestar a sus líderes, irrumpir en sus hogares, deshacer sus reuniones y demonizarlos noche tras noche en los noticieros. ¿Sabíamos que mentíamos respecto a las drogas? Por supuesto que sí.
-     John Ehrlichman, asesor de política domestica para el Presidente Richard Nixon.

Quisiera que por una vez usted estuviese en mis zapatos, Sr. Fiscal; porque entonces podría conocer algo que no conoce: ¡La misericordia! Sabría que el concepto de una sociedad está basado en la calidad de esa misericordia. En su sentido de juego limpio, ¡de justicia!
-    Billy Hayes (Brad Davis) en “Expreso de Medianoche” (Midnight Express, 1978)


En 1968, después de una segunda temporada militarmente activa durante la cual había resultado dos veces herido, Oliver Stone regresó de Vietnam. Sin un prospecto de vida en el horizonte y sin sentirse preparado todavía para re-incorporarse a la Nueva York burguesa de sus padres, decidió no avisarle a nadie de su retorno y huir hacia México. Dos semanas después, Louis Stone recibía una llamada telefónica. Era su hijo en una cárcel de San Diego. Las autoridades lo habían detenido al encontrar entre sus posesiones dos onzas de marihuana vietnamita con las que intentó cruzar la frontera. Con su padre dispuesto a pagar una fianza de 2,500 dólares, el cargo de contrabando (aunque en este caso se trataba de una mera posesión) fue desestimado y el joven Stone salió libre. Años más tarde, al calor de la tormenta de polémica generada a raíz del estreno de “JFK” (1991), como parte de una entrevista para la BBC Arena en su sección de perfiles “Inside/Out”, Stone rememoró a detalle el efecto profundo que la experiencia dejó para el resto de su vida:

En esa cárcel habían alrededor de cinco mil muchachos; la mayoría de ellos negros e hispanos. Todos estaban ahí por drogas. Era la guerra fronteriza de Nixon contra las drogas. Estaba pasmado. Era una Norteamérica que jamás creí que fuese posible. Acababa de salir de una guerra y de repente ahí estaba diez días después; encarando una condena de entre cinco a veinte años, con otra guerra en casa y todos estos chicos marginados; odiando al gobierno (…) fue un shock para mí.[1]

Dos años después, el 6 de octubre de 1970, otro ciudadano estadounidense estaba viviendo en carne propia los efectos políticos de esta “lucha” internacional contra las drogas; en su caso al otro lado del mundo. A punto de abordar un vuelo de regreso a su país, William (Billy) Hayes fue detenido en el Aeropuerto de Estambul (Turquía) por transportar dos kilos de hashish escondidos bajo sus ropas. Su condena inicial fue fijada en cuatro años y dos meses. Sin embargo, semanas antes de su liberación, descubrió que las autoridades turcas habían cambiado su sentencia a una cadena perpetua por contrabando en lugar de posesión. En 1975 escapó en un bote de remos a Grecia, donde tras varias semanas de detención e interrogatorio, fue transferido a Estados Unidos. Cuatro años más tarde los caminos de ambos jóvenes se transfigurarían de forma tanto creativa como comercialmente exitosa cuando, en la 51era Entrega de los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, un greñudo y atípicamente engalanado en smoking Oliver Stone subía al escenario para recibir el Oscar al Mejor Guión Adaptado por “Expreso de Medianoche” (Midnight Express, 1978); filme de Alan Parker basado en las memorias de de Billy Hayes. Con una ópera prima en calidad de director muy poco prometedora (“Seizure”, 1974) y un sinnúmero de intentos fallidos por hallar un estudio interesado en producir el guión de “Pelotón” (Platoon, 1986), el recién veterano de Vietnam cuyo futuro parecía no ir hacía ninguna parte ahora entraba por la puerta grande de la industria gracias a este trabajo por encargo como guionista.


Por supuesto que esto no constituye la única evidencia de Stone como escritor de cine. Primero que nada, obligatorio sería concederle un lugar de honor al segundo ejemplo más famoso de dicha faceta: la operáticamente sangrienta “Cara Cortada” (Scarface, 1983), escrita para Brian De Palma a partir de la cinta original de 1932 dirigida por Howard Hawks en torno al ascenso y la caída de un gangster de la Gran Depresión inspirado en Al Capone, y en la visión de Stone, re-imaginado como un refugiado cubano en el Miami de los años ochenta que termina convertido en narcotraficante. Si buscamos ser completistas, igualmente imperativo sería mencionar su borrador para John Milius de “Conan El Barbaro” (Conan The Barbarian, 1982); basado en los relatos de Robert E. Howard y re-escrito por Milius al grado que pocas de las aportaciones de Stone sobrevivieron, ocasionando una enemistad entre ambos que terminó años después. Asimismo, bien sabido es que ha escrito bajo las ordenes de Michael Cimino en “Manhattan Sur: El Año de Dragón” (Year of the Dragón, 1985), Hal Ashby en “Morir Mil Veces” (8 Million Ways To Die, 1985) y, por segunda ocasión, Alan Parker en el musical “Evita” (1996).

Pero los motivos por los cuales “Expreso de Medianoche” ocupa de manera protagónica este espacio abundan. Se trata del primer guión que lo acredita como único autor formal, con evidencia de que su relación profesional con Parker fue de carácter más colaborativo que jerárquico. Lo anterior hace posible vislumbrar en la película terminada no solo muchos conceptos por los que será posteriormente conocido en su propia filmografía, sino también la costumbre de poner en boca de sus personajes su sentimientos sin concesiones ante lo que él percibe como inexcusables situaciones de abuso e hipocresía; haciendo eco de aquella que le tocó vivir durante su incidente de juventud. Con esta obra inscrita en un subgénero específico (el drama carcelario), se ha topado por primera vez con un foro dentro del cual empezar a practicar la fuerza de su voz como autor.


A BORDO DEL EXPRESO  

La categoría de “drama carcelario” o “drama de prisión” suele ser aplicada a ciertos filmes que, además de desarrollar su acción en algún tipo de cárcel, prisión o espacio de contención penal, se concentran en el desarrollo dramático de una serie de elementos particulares. En muchos casos, el peso de la narración suele descansar en el punto de vista del prisionero. Asimismo, el protagonista se ve con frecuencia introducido a un entorno sumamente hostil; siendo torturado a nivel físico y psicológico como parte de las regulaciones de un sistema penitenciario corrupto. Esto, además de brindar una cierta predisposición a la denuncia social, conduce a lo que generalmente deviene en el clímax de éste tipo de historias: la lucha desesperada del personaje por escapar a toda costa del ambiente represor, incluso colocando su vida en riesgo. Al aplicar estos elementos al contexto de un largometraje de ficción “basado en una historia verdadera”, tal y como el disclaimer al inicio de la misma película presume, Stone el guionista se encuentra frente a un desafío por partida doble. Por un lado, la necesidad de crear un producto cinematográfico dramáticamente satisfactorio de acuerdo a las convenciones del drama carcelario hollywoodense. Y por otro, sabemos tanto por los registros periodísticos de la época como por el libro que publicó con William Hoffer, además del hecho de que actualmente vive en libertad llevando de gira un one-man show inspirado en sus experiencias[2], que Billy Hayes logró escapar de prisión. ¿Cómo lograr tal producto satisfactorio con una historia cuyo desenlace se conoce públicamente de antemano? Es aquí donde por primera vez podemos ser testigos de una de las características primordiales en el sello fílmico de Oliver Stone; misma que, para bien o para mal, lo colocará en el ojo del huracán la mayoría de las controversias asociadas por su trabajo: la dramatización de hechos históricos a través de la modificación total o parcial de circunstancias en los mismos para beneficio del proceso creativo. Tal dramatización es mejor entendida al identificarla como equivalente a una serie de pasos estratégicos según Michel Chion, autor que la describe como el “un tratamiento que se puede aplicar a cualquier clase de acontecimiento, situación, anécdota (ficticia o real) para hacerlo funcionar dramáticamente y que se pueda seguir con emoción” [3]. Entre los pasos sugeridos destacan dos cuya presencia es latente en muchas decisiones estilísticas tomadas por Stone: la emocionalización y la intensificación.

La primera de ellas consiste, en básicas palabras, en contar la historia de  manera que involucre al espectador con el personaje; logrando identificarse hasta cierto punto con su situación. La odisea de Billy Hayes necesita trascender su status de suceso historio para convertirse en una experiencia emocional que el espectador pueda creer y sentir. De ahí que uno de los primeros pasos a seguir tanto para Stone como para Parker haya sido dotar al Billy Hayes fílmico de una mayor inocencia que el verdadero da la impresión, al menos a primera vista, de tener en menores proporciones. Cuando su intento por llevarse el hashish sin llamar la atención es frustrado e interceptado por las autoridades, aprovecha para escapar el acuerdo propuesto por un agente anti-drogas de delatar a su dealer a cambio de un poco de indulgencia; haciéndoles creer que los llevará hasta su paradero. Muy renuente a colaborar con los gobiernos turco y estadounidense, Billy cree tontamente tener otra oportunidad para burlar a sus captores. El grado al que no tiene la menor idea de la clase de mundo al que acaba de introducirse (ni nosotros como espectadores) se ve contundentemente materializado al ser arrestado en el aeropuerto y llevado a una habitación donde una decena de guardias revisan su equipaje. Stone en el guión y Parker en la dirección le niegan la posibilidad de saber el significado del dialogo presuntamente turco a lo largo de la escena; así como se le niega al espectador subtítulos para la misma. Lo anterior nos coloca en el mismo nivel de incertidumbre e impotencia; posibilitando la asimilación de sus probabilidades poco favorecedoras de sobrevivir.

¿Y qué es un prisionero sin una prisión a la altura de su sufrimiento? Es en este punto donde entra en juego el concepto de la intensificación, definida por Chion como el “exagerar los sentimientos y las situaciones vividas” [4]  Turquía, lejos de ser un mero escenario para los acontecimientos, opera de manera activa como el antagonista formal de Billy. Aunque el verdadero Hayes sufrió torturas y vejaciones, la película no presenta mucha preocupación por presentar estas realidades de forma culturalmente balanceada. Que los personajes turcos con mayor trascendencia correspondan a de un carcelero sádico, un informante traicionero y un abogado corrupto ha ocasionado que, hasta hoy, la película no pueda evitar ser interpretada como un desprestigio a la imagen internacional de Turquía; esto último en la opinión de críticos, de miembros del gobierno turco y del propio Hayes. En el corazón de la controversia, un ejemplo recurrente para sustentar tal acusación tiene lugar cuando Hayes (Brad Davis) descubre que su sentencia de cuatro años acaba de ser arbitrariamente cambiada a una de cadena perpetua. Rojo de ira, arremete sin pelos en la lengua contra el tribunal de Ankara en uno de los más agresivos alegatos que un individuo le haya proferido a todo un país:

Para ser una nación de cerdos, es curioso que no los coman…Jesucristo perdonó a los bastardos pero yo no puedo ¡Yo odio! ¡Los odio! ¡Odio a su nación! ¡Odio a su gente! ¡Y me cago en sus hijos e hijas porque son cerdos! ¡Todos son cerdos! [5]

¿Fueron estas palabras pronunciadas por Billy Hayes? ¿Se trata de su contraparte cinematográfica hablando por si misma? ¿O tal diatriba de amargura simplemente está dándole voz y rienda suelta a la furia por muchos años contenida de un hombre que, en la flor de su juventud, estuvo también muy cerca de ser castigado desproporcionadamente en relación al  crimen que cometió?  

El guión tenía una energía volátil. Era una clase de energía muy nueva en aquel entonces; cruda, tosca y vital…También tenía enojo. Enojo por lo que yo percibí en ese tiempo como un sistema de injusticias; no sólo en Turquía sino en todas partes del mundo. Turquía representaba, en mi corazón apasionado, al resto del mundo. [6]

Durante los últimos años, Stone ha ofrecido ésta y otras racionalizaciones para poner en contexto la elección de sus técnicas de dramatización; hasta cierto punto como parte de un intento por limar asperezas con el pueblo turco. Pero no hay duda alguna de que la semilla madre de aquella “energía volátil” a la que alude, “cruda, tosca y vital” como él mismo la describe, fue plantada y nutrida en la tierra fértil de este guión. Bajo circunstancias controladas pero fuertemente latentes, “Expreso de Medianoche” es responsable de haber creado al Oliver Stone que todos conocemos. Un narrador furioso y elocuente que ha tenido la oportunidad de descender hasta algunos de los más hondos círculos del infierno en la historia contemporánea, volver de ahí a duras penas entero y proporcionar un reporte de lo que ha visto y padecido en los mismos. Un dramaturgo simbiótico que, al adoptar historias vividas por terceros de carne y hueso tales como Billy Hayes, Ron Kovic, Jim Garrison, Richard Boyle o inclusive Jim Morrison, ha sabido fusionar exitosamente el ADN emocional de ellos con el suyo propio; dando como resultado de dicho “mestizaje” una radiografía visceral de Estado Unidos en su pasado y su presente, así como una reflexión en torno a su futuro.

“¿Qué es un crimen?”, pregunta Billy Hayes al tribunal que lo ha llevado al límite de su paciencia. “¿Qué es un castigo? Parece variar de una época a otra y de un lugar a otro. Lo que es legal hoy de pronto es ilegal mañana porque la sociedad  así lo dice, y lo que era ilegal ayer de pronto ya es legal hoy porque todos lo están haciendo, y no puedes poner a todo el mundo en la cárcel. No digo que este bien o este mal. Sólo digo que así es como es.” Puramente Hayes. Puramente Stone.




[1] OLIVER STONE, BBC Arena “Inside/Out”; transmitido en 1992.
[3] Chion, Michel, Cómo Se Escribe Un Guión, Ediciones Cátedra, Madrid, 2006.
[4] Idem.
[5] Midnight Express (1978), Sony Home Entertainment, 2007.
[6] Oliver Stone, The Making of Midnight Express, Sony Home Entertainment, 2007

*Publicado el 4 de agosto de 2016 en "Soma: Arte y Cultura".

NUESTRO DERECHO A MUCHO MÁS*


Nunca he tolerado el sentir que una película esté insultando a mí inteligencia. A cualquiera que me haya conocido en mi periodo activo como crítico de cine no le sorprenderá saber que dicho disgusto suele darse con una cierta regularidad. Pero, por increíble que parezca, lo peor ni siquiera es eso. Lo más insultante es la clase de respuestas que recibo por parte de mis pares ante tal indignación. Aunque dudo que “respuestas” sea el termino correcto. Más preciso sería llamarlas excusas. Racionalizaciones. Justificaciones condescendientes disfrazadas de argumentos. Frases como: “Es una película de niños. ¿Qué esperabas?” “Es de acción. Disfruta los madrazos y no te quejes”. “¿Por qué la cuestionas tanto si sabes que es una comedia?” O la gran consagración que nunca falla en hacer acto de presencia en tiempos recientes: “No seas tan duro. ¿Qué no ves que está basada en un comic?”.

Pocas personas son tan conscientes como un servidor de que, para bien o para mal, el principal motivo por el que la mayoría de la gente acude a las salas de cine es la búsqueda de mero entretenimiento. De hecho, es más comprensible de lo que podría suponerse. Cuando el cinematógrafo vio la luz por primera vez a fines del Siglo XIX, ¿en donde fueron llevadas a cabo sus primeras exhibiciones sino en espacios como ferias, circos, cantinas y burdeles; recintos que, si por algo se distinguían, era por ubicarse en las antípodas de la sofisticación y “buen gusto” propias del concepto burgués alrededor de las (mal) llamadas bellas artes (pintura, ópera, literatura, etc.)? No obstante, si la misma historia del cine nos ha demostrado algo, es la capacidad del medio para trascender su inicial modalidad popular. Y si no trascenderla, al menos satisfacer la función de la misma con un mínimo de esfuerzo, imaginación y visión. Cualquier espectador casual o “promedio” pensará que estoy exigiendo mucho. Y en cierto sentido, no estaría equivocado. De hecho, ahí reside justamente el punto. Exijo algo que se encuentra más allá de lo promedio. Algo que la mayoría no se encuentra acostumbrada a recibir en dosis justas cuando va al cine. Algo que, por lo mismo, hemos perdido la capacidad de reconocer; incluso cuando lo tenemos enfrente. Algo que debería ser tan indispensable en la experiencia cinematográfica como para  poder dar tranquilamente por hecho su inclusión dentro de ella.

¿Qué es, entonces, lo que exijo? Desde luego que no la abolición formal y absoluta de la producción cinematográfica como entretenimiento o negocio.  Exijo lo que, a buena falta de un término menos pretencioso, defino como entretenimiento legitimo. Legitimo no de acuerdo a las pretensiones artísticas e intelectuales que pudiese o no llegar a tener, sino a permitirme comprobar, aunque sea en forma inicialmente empírica, que quien esté detrás de la manufactura de la película en verdad invirtió a conciencia su tiempo y energía tanto en satisfacer mis expectativas y las de los creadores como en satisfacer otras que no sabía que podía llegar a tener. Legitimo en llevarme por caminos conocidos, y a la vez invitarme a explorar muchos otros. Complacerme y motivarme. Otorgarme las herramientas para establecer un vinculo emocional con lo que ocurre en pantalla; no cimentado solamente en un montaje trepidante, música estruendosamente gratuita y muchas imágenes sin pies ni cabeza, sino en el honesto desarrollo de su argumento, personajes y puesta en escena. En la justa dignificación de los valores narrativos y estéticos, cada vez más olvidados, que permitieron en su momento elevar de su fango evolutivo a meras figuras moviéndose sobre una superficie plana hasta el nivel de una disciplina digna de ser llamada “el séptimo arte”. Todo lo anterior sin necesariamente constituir una amenaza para los intereses de productores, distribuidores y exhibidores.

Cómo lograr esta meta es una cuestión demasiado complicada para discutir en lo que resta de este espacio. Pero de algo estoy seguro: si por alguna parte hemos de comenzar el proceso, comencemos deshaciéndonos de toda esta actitud pasiva, mediocre, cobarde y políticamente correcta a la que nos han y nos hemos acostumbrado a tolerar alrededor de nuestra dieta cinematográfica y lo que tenemos derecho a esperar de quienes nos la facilitan. Asumir que no podemos exigir nada mejor implica menospreciar la esperanza de la clase diferente de cine que podemos tener. Y lo que es peor, menospreciar la esperanza de la clase diferente de espectadores en la que podemos llegar a convertirnos.

*Publicado el 12 de Agosto de 2016 en "La Jornada Maya".

A PRUEBA DE CARCAJADAS*


Hablar de política no es algo a lo que me preste con naturalidad. Normalmente, prefiero dejárselo a gente con mayores referencias, perspectivas y conocimientos que un servidor. Además, considerando que los temas tratados en este espacio suelen ser de naturaleza cinematográfica, no es extraño que en los últimos meses me haya abstenido de hacer una mínima referencia a las próximas elecciones presidenciales estadounidenses. Por supuesto que, al igual que muchos, he procurado informarme del desarrollo de los acontecimientos en ambos bandos; reservando opiniones para mí mismo y ciertas amistades muy cercanas. Sin embargo, en días pasados ocurrió algo que me hizo modificar significativamente esta costumbre. Decidí ver las transmisiones en vivo de la Convención Nacional Republicana de la misma manera en que un niño de ocho años aprovecha que su mamá no está en la casa para fumar uno de sus cigarros, una recién casada se deja convencer por su cónyuge para probar el sexo anal, o a un fan incondicional de Daniel Day Lewis le entran las ganas de ver “Nine” (2009) por primera vez: con una inocente curiosidad aventurera que a los pocos minutos se vio sustituida por una combinación simultanea de desilusión, shock y horror más allá de lo humanamente posible de describir con palabras. Tan dramática reacción se debió a que caí en la irreparable cuenta de que Donald Trump es, hasta este momento y para efectos prácticos, invencible. Y una buena parte de la razón por la cual lo considero invencible es que, por más que lo intente, no logro encontrar una manera de reírme de él.

¿Qué quiero decir con lo anterior? No hace mucho, después de un periodo considerable de tiempo sin haber pensado en ella, volví a ver “El Gran Dictador” (The Great Dictator, 1940); escrita, producida, dirigida y protagonizada por Charlie Chaplin en el doble papel de su característico vagabundo ahora convertido en un barbero judío y de Adenoyd Hynkel, el sanguinario y autoritario gobernante de la nación de Tomania. Decir que lo que Chaplin buscaba con esta película era hacer burla de Adolf Hitler y de la Alemania Nazi sería como decir que “Dark Side of The Moon” de Pink Floyd es un excelente álbum de rock. Algo que cualquiera medianamente familiarizado podría deducir por su cuenta y que a duras penas constituye el verdadero punto a discutir. Si deseamos profundizar, habríamos de concluir que, mucho más allá de la mera mofa, a lo que Chaplin esperaba someter al Fhurer era un autentico asesinato de imagen. Desmantelar parte por parte la imagen de hierro que fue construida alrededor de él, con golpes tanto certeros como brutales de ridículo, ironía e irreverencia. Simplificar a este ubbermensch y todo lo que representaba hasta el nivel de un simple y grotesco payaso. Mostrar al mundo que este enano teutónico con ínfulas de divinidad no solamente era igual a todo hombre sangrante, sino además merecedor de lastima en lugar de respeto. Después de todo, ¿qué acaso no es esa la finalidad primordial de la sátira; y sobre todo, de aquella con un corte genuinamente político?

Dicha clase de sátira, en el mejor de los casos, no se contenta con arrancar carcajadas a su audiencia. Su objetivo último va, en dichas circunstancias, en pos de una modificación de conciencia en torno a determinadas realidades sociales y figuras públicas a partir de cuyas características básicas obtiene su materia prima. Y con dicha modificación de conciencia, aunque suene romántico, obtener un cierto nivel de inferencia en el proceso de cambio social que implícitamente busca promover. De ahí que Aristófanes, pilar del teatro clásico griego, haya recurrido al humor como un arma en contra de la credibilidad intelectual de Sócrates en “Las Nubes”. Del mismo modo, ¿cómo olvidar la podredumbre moral que príncipes de la Iglesia Católica en la Francia del Siglo XVI reconocieron dentro de ellos mismos al verlos representados en “Tartufo” de Molière; propiciando a catalogarla de obscena? Avanzando a pasos agigantados en la línea de tiempo, así como aprovechando para aterrizar el tema en terreno fílmico, ¿debería sorprendernos que, sin tratarse de una sátira formal, Michael Moore (“Fahrenheit 9/11”, 2004) haya decidido enfatizar los rasgos cuestionables y bobalicones de George W. Bush a niveles de lo burlesco, esperando con ello contribuir a la interrupción de la estancia del Partido Republicano en la Casa Blanca? Teniendo a Hitler justo en la mira de su genio cómico, Chaplin de seguro debió intuir que, mientras más grande quiera proyectarse un tirano, más gracioso será cuando remuevan el tapete debajo de él.  En la destrucción de su orgullo reside su emasculación.

¿Cómo demonios, entonces, puede la más afilada sátira destruir a Donald Trump? ¿Cómo burlarse de alguien que, salvo el dinero, no toma en serio a nada ni nadie; incluyéndose a sí mismo? ¿Cómo lastimar al ogro anaranjado inmune a los dardos de las más brutales y vitriólicas verdades, inclusive aquellas bajo su admisión, como si fueran simples pétalos que apenas rozan su piel? ¿Para qué bombardear con el poder del absurdo a quién parece estar haciendo todo de su parte para convertirse en el Emperador del Absurdo; no sólo nutriéndose con éste, sino también a su propio electorado? Ante monstruos como Trump, Chaplin quedaría perplejo e impotente. Al igual que todos quienes luchamos por sostener nuestro aliento de aquí a Noviembre, re-confirmaría con horror que la realidad siempre demostrará ser muchísimo más cruel que cualquier ficción. Y cuando eso ocurra ninguna risa será suficiente, por más fuerte que sea. 

*Publicado el 8 de agosto de 2016 en "La Jornada Maya"