Nunca he tolerado el
sentir que una película esté insultando a mí inteligencia. A cualquiera que me
haya conocido en mi periodo activo como crítico de cine no le sorprenderá saber
que dicho disgusto suele darse con una cierta regularidad. Pero, por increíble
que parezca, lo peor ni siquiera es eso. Lo más insultante es la clase de
respuestas que recibo por parte de mis pares ante tal indignación. Aunque dudo que
“respuestas” sea el termino correcto. Más preciso sería llamarlas excusas.
Racionalizaciones. Justificaciones condescendientes disfrazadas de argumentos.
Frases como: “Es una película de niños. ¿Qué esperabas?” “Es de acción.
Disfruta los madrazos y no te quejes”. “¿Por qué la cuestionas tanto si sabes
que es una comedia?” O la gran consagración que nunca falla en hacer acto de
presencia en tiempos recientes: “No seas tan duro. ¿Qué no ves que está basada
en un comic?”.
Pocas personas son
tan conscientes como un servidor de que, para bien o para mal, el principal
motivo por el que la mayoría de la gente acude a las salas de cine es la
búsqueda de mero entretenimiento. De hecho, es más comprensible de lo que podría
suponerse. Cuando el cinematógrafo vio la luz por primera vez a fines del Siglo
XIX, ¿en donde fueron llevadas a cabo sus primeras exhibiciones sino en
espacios como ferias, circos, cantinas y burdeles; recintos que, si por algo se
distinguían, era por ubicarse en las antípodas de la sofisticación y “buen
gusto” propias del concepto burgués alrededor de las (mal) llamadas bellas
artes (pintura, ópera, literatura, etc.)? No obstante, si la misma historia del
cine nos ha demostrado algo, es la capacidad del medio para trascender su inicial
modalidad popular. Y si no trascenderla, al menos satisfacer la función de la
misma con un mínimo de esfuerzo, imaginación y visión. Cualquier espectador casual
o “promedio” pensará que estoy exigiendo mucho. Y en cierto sentido, no estaría
equivocado. De hecho, ahí reside justamente el punto. Exijo algo que se
encuentra más allá de lo promedio. Algo que la mayoría no se encuentra acostumbrada
a recibir en dosis justas cuando va al cine. Algo que, por lo mismo, hemos
perdido la capacidad de reconocer; incluso cuando lo tenemos enfrente. Algo que
debería ser tan indispensable en la experiencia cinematográfica como para poder dar tranquilamente por hecho su
inclusión dentro de ella.
¿Qué es, entonces,
lo que exijo? Desde luego que no la abolición formal y absoluta de la
producción cinematográfica como entretenimiento o negocio. Exijo lo que, a buena falta de un término menos
pretencioso, defino como entretenimiento legitimo.
Legitimo no de acuerdo a las pretensiones artísticas e intelectuales que
pudiese o no llegar a tener, sino a permitirme comprobar, aunque sea en forma
inicialmente empírica, que quien esté detrás de la manufactura de la película en
verdad invirtió a conciencia su tiempo y energía tanto en satisfacer mis
expectativas y las de los creadores como en satisfacer otras que no sabía que
podía llegar a tener. Legitimo en llevarme por caminos conocidos, y a la vez invitarme
a explorar muchos otros. Complacerme y motivarme. Otorgarme las herramientas para
establecer un vinculo emocional con lo que ocurre en pantalla; no cimentado solamente
en un montaje trepidante, música estruendosamente gratuita y muchas imágenes
sin pies ni cabeza, sino en el honesto desarrollo de su argumento, personajes y
puesta en escena. En la justa dignificación de los valores narrativos y estéticos,
cada vez más olvidados, que permitieron en su momento elevar de su fango
evolutivo a meras figuras moviéndose sobre una superficie plana hasta el nivel
de una disciplina digna de ser llamada “el séptimo arte”. Todo lo anterior sin
necesariamente constituir una amenaza para los intereses de productores, distribuidores
y exhibidores.
Cómo lograr esta
meta es una cuestión demasiado complicada para discutir en lo que resta de este
espacio. Pero de algo estoy seguro: si por alguna parte hemos de comenzar el
proceso, comencemos deshaciéndonos de toda esta actitud pasiva, mediocre,
cobarde y políticamente correcta a la que nos han y nos hemos acostumbrado a
tolerar alrededor de nuestra dieta cinematográfica y lo que tenemos derecho a
esperar de quienes nos la facilitan. Asumir que no podemos exigir nada mejor
implica menospreciar la esperanza de la clase diferente de cine que podemos tener.
Y lo que es peor, menospreciar la esperanza de la clase diferente de
espectadores en la que podemos llegar a convertirnos.
*Publicado el 12 de Agosto de 2016 en "La Jornada Maya".
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