lunes, 16 de enero de 2017

EL EFECTO BOWIE*


“La sociedad solo tolera un cambio a la vez”. Rodeado por el aire frío de las montañas de Colorado, en lo alto de un patio contiguo a su laboratorio, Nikola Tesla (David Bowie), el inventor e ingeniero responsable del sistema moderno de energía eléctrica por corriente alterna, expresa dichas palabras por cortesía de El Gran Truco (The Prestige, 2006), thriller a cargo de Christopher Nolan. En el rostro o la voz de otro actor, el dialogo podría pasar relativamente desapercibido. Más aún cuando recordamos que la película no gira en torno a Tesla y que su existencia histórica apenas es aprovechada como catalizador de la mala sangre entre sus dos protagonistas. Sin embargo, el hombre a quién vemos caracterizado, al igual que el verdadero Tesla, no es un humano común. De hecho, tanto intérprete como personaje están compartiendo mucho más que una simple escena. Comparten una misma dimensión de leyenda y de misterio. El ser pararrayos para la imaginación de millones a lo largo del globo. El ser considerados más grandes que la vida misma. En pocas palabras, comparten lo que, quizás pretenciosamente, se me ha ocurrido llamar el “Efecto Bowie”.

Las estrellas de rock incursionando en la actuación cinematográfica han ido y venido prácticamente desde la incorporación del sonido. Sin embargo, pocos logran construir una nueva mitología alrededor de ellos en el arte audiovisual que a la vez ayude a perpetuar la otra ya existente en grabaciones y presentaciones en vivo. A setenta años de nacer y uno de morir, el mal llamado “camaleón” británico permanece en dicha elite. Haya sido a nivel subconsciente o intuitivo, contaba con suficiente perspicacia para entender que, cuando el público lo viese frente a una cámara, no estaría precisamente esperando a un “actor”, sino a la manifestación de una personalidad exótica, notoria y enigmática que, aunque no replicase su construcción de realidades simbólicas en los escenarios, al menos la igualara. No por nada se convirtió en el alienígena alcohólico y auto-destructivo de El Hombre que Cayó a la Tierra (The Man Who Fell To Earth, 1976) tras haber hechizado al mundo con su alter-ego interplanetario Ziggy Stardust. Tampoco es coincidencia que Julian Schnabel lo colocara bajo la peluca de Andy Warhol en Basquiat (1996) cuando era sabido no solo que Bowie llegó a conocerlo y a dedicarle una canción, sino que también se han propuesto paralelismos filosóficos entre los dos. En la misma lógica, ¿cómo no elegir para encarnar al tiránico Rey de los Duendes en Laberinto (Labirynth, 1986) a un músico cuyos primeros sencillos incluyen “The Laughing Gnome” (El Gnomo que Ríe, 1967)? ¿Cómo no tener a alguien con un consumo de intereses culturales a nivel vampírico dando vida a un vampiro literal en un filme como El Ansía (The Hunger, 1983)? ¿O a un visionario que cambió para siempre el mundo de su propio tiempo canalizando a otro que hizo lo mismo, tal como el ya mencionado Tesla? ¿Cómo no tener a una fuerza de la naturaleza emulando a otra? ¿A un mito fingiendo ser otro mito?

De ningún modo voy fingir que dentro del catalogo fílmico de Bowie no pude haber lugar para lo dramáticamente formal (Merry Christmas, Mr. Lawrence, 1983), lo intrascendente (The Linguini Incident, 1991), o incluso lo a todas luces vergonzoso (Just a Gigolo, 1978). Pero si una invaluable lección hemos de rescatar y aprender a partir del “Efecto Bowie” es que las estrellas brillan con mayor fuerza en lo oscuro de una sala de cine gracias a una narrativa popular particular que traen arrastrando junto con su imagen musical y que las impulsa hasta los límites del universo. De aquellas remotamente similares a David Bowie nada menos puede esperarse. Y por lo mismo, tienden a no dejar de brillar. 

*Publicado el Viernes 13 de Enero de 2017 en "La Jornada Maya"

LAZARO EN PIXELES*


En un año que la cultura pop insistió en clasificar como marcado por su cantidad y calidad de fallecimientos celebres, es notable que al menos a un actor se le haya permitido volver a la vida. Me refiero, por supuesto, a la “participación” de Sir Peter Cushing en Rogue One (2016), la más reciente gota de leche exprimida a esa vaca sagrada de la taquilla llamada Star Wars. Cushing, conocido como icono del horror en los días de la productora Hammer Films a lado de su colega Christopher Lee, al igual que como el Gobernador Tarkin en la primera entrega de la saga creada por George Lucas (Episodio IV: Una Nueva Esperanza, 1977), falleció de cáncer en 1994. Sin embargo, ni siquiera la muerte misma detuvo a los magos de la empresa de efectos especiales ILM (Industrial Light Magic) para respetar la continuidad cronológica entre el Episodio III (2005) y el ya mencionado Episodio IV. Aun cuando eso significara recurrir a imágenes guardadas en archivo con los rasgos faciales de Cushing y alterarlos digitalmente para superponerlos a la cara de otro actor; dando así la ilusión de que Tarkin, en cierta manera, sigue siendo parte de la galaxia y de la franquicia.

Admito que no he visto todavía Rogue One. Pero de lo que no me cabe la menor duda es que nuestro shock ante esta hazaña, así como la notoriedad de la cual las redes sociales y la monstruosa maquinaria publicitaria detrás de la película la han dotado, hacen a todos potencialmente propensos a caer en la trampa de creer que es la primera vez en que esta caja de Pandora ha sido abierta para liberar a una docena de interrogantes éticas. Y peor aún; estas interrogantes puestas sobre la mesa podrían no ser precisamente aquellas en las que más convendría estarnos concentrando.

La primera de ellas quizás sea también de las más obvias: ¿Puede patentarse la fisonomía de un actor o actriz y explotar con impunidad sus beneficios después de su muerte? Si se le pregunta a Crispin Glover, probablemente su respuesta sea que incluso puede hacerse (o intentarse, al menos) mientras el susodicho aún respira. Tras su icónica caracterización como el padre de Marty McFly en Volver al Futuro (Back To The Future, 1985) y negarse a formar parte del elenco en la secuela, Glover demandó a la producción de la misma al descubrir que habían aplicado una prótesis de su rostro a un doble para dar a entender falsamente que era él quien aparecía en el filme. ¿Existirán algunas ocasiones específicas para justificar el uso de dicho poder; quizás al demostrar lo efectivo que puede llegar a ser para hacerle frente a ciertos trágicos imprevistos; como, por ejemplo, la muerte repentina de un protagonista? Los muy sonados casos de Peter Sellers en Tras la Pista de la Pantera Rosa (Trail of The Pink Panther, 1982), Brandon Lee en El Cuervo (The Crow, 1994), Oliver Reed en Gladiador (Gladiator, 2000) y Paul Walker en Rápido y Furioso 7 (Furious 7, 2015) me tientan en tal sentido a jugar al abogado del diablo.

Pero son preguntas de otro calibre las que carburan mis líneas y mi tren de pensamiento. Muchas determinadas por el sentido ontológico que acostumbro dar a todas las películas en cuanto artefactos culturales del tiempo y las circunstancias en que estas se producen. ¿Invocar artificialmente a estrellas muertas es lo mismo que devolverles su luz? ¿Estamos permitiendo que el pasado cobre una nueva vida ante nuestros ojos o que se re-escriba? Y si se re-escribe… ¿A beneficio de quién? ¿Convocar a un nuevo casting es un tributo menos significativo que la reanimación renderizada de un cadáver? ¿Para qué queremos de vuelta a los fantasmas? ¿Qué queremos que digan? ¿Qué queremos que hagan? Cuando de saquear tumbas se trata, más que pura tecnología, se requiere de filosofía pura.

*Publicado el Viernes 06 de Enero de 2017 en "La Jornada Maya"