En su libro de memorias “Vivir
del Teatro”, el dramaturgo Vicente Leñero atribuye la siguiente declaración
a Margarita López Portillo, entonces directora de la Secretaria de Radio,
Televisión y Cinematografía (RTC), respecto a las obras de teatro mexicanas:
“Casi todas son sórdidas, negativas, terribles (…) A los autores no les
interesa presentar las cosas positivas de la vida ni dar un mensaje optimista.
Y eso es lo que de veras hace falta (…) ¿Por qué nada más lo negro? ¿Por qué?”
A menudo me topo con una lógica similar en las actitudes del espectador promedio.
“No me gusta ir al cine para sufrir”. “¿Para qué pagar por ver cosas
desagradables, si ya bastante de eso hay en la vida real?”. “Solo veo películas
para entretenerme, para olvidarme. Para escapar”. Hasta cierto punto, puedo
entenderlo. Sería hipócrita por parte de quién escribe no reconocer que incluso
éste ha llegado a recurrir a las reconfortantes propiedades del cine como dispositivo
de evasión. Sin embargo, lo que no puedo entender, ni aceptar o respetar, es el
querer dar por hecho que esa debería de ser la principal razón de su
existencia. En el séptimo arte, al igual que en cualquier otra disciplina
creativa, nadie tiene el derecho a no sentirse incomodo. Sacar al espectador de
su zona de confort no sólo puede sino que debe encabezar su lista de
prioridades. Aplaudir a las películas que se contentan con entretenernos, apapacharnos,
simpatizarnos y secundar lo que nos gusta creer que sabemos sobre la manera en que
funciona el mundo, menospreciando al mismo tiempo a otras cuya fortaleza reside
en justamente lo contrario, no merece ser visto como una postura
cinematográfica seria. Eso no es disfrutar del cine, sino subestimarlo. No tenerle respeto a su verdadero poder.
En ese sentido, “Trainspotting”
es digna de mucho agradecimiento. Si algo caracteriza a las insalubres pero entrañables
desventuras de Mark Renton (Ewan McGregor) y su alegre banda de heroinómanos en
el Edinburgo de los años ochentas es la rotunda negativa a rendirle pleitesía a
la susceptibilidad de quién sea que la esté viendo. Estrenada en 1996 bajo la
dirección de Danny “¿Quién Quiere Ser Millonario?”
Boyle y adaptada por John Hodge de la novela homónima de Irvine Welsh, los recién
introducidos a la experiencia no necesitarán de mucho esfuerzo para sentirse en
los zapatos de Renton durante uno de los momentos más indelebles del filme, en
el cual, con tal de recuperar un par de supositorios de opio expulsados por la
vía rectal, se sumerge literalmente a un inodoro rebosante de excremento para
acabar en el fondo de lo que parece ser un cristalino y apacible océano azul.
Grotesca, irreverente, insólita e ilógica, la escena apunta hacia algo mucho más
allá de una mera y gratuita revolcada de estomago. Puntualiza, regodeándose a
más no poder en su escatología, lo necesario que a veces resulta ser atravesar
un angosto camino de inmundicia para ganar acceso a cierto nivel de limpieza y claridad.
Lo anterior conforma apenas una de las muchas maneras de las que
“Trainspotting” dispone para poner a
prueba los límites del buen gusto. No obstante, existe otro aspecto todavía más
significativo en el que aspira a ser digno de nuestra mejor repulsión. Quizás
en estos tiempos cada vez más nihilistas que corren difícilmente cuente con el
mismo grado de trascendencia; mas para toda una generación que creció (y otras
que continúan creciendo) al cobijo de la simplista premisa de “Di NO a las
drogas básicamente porque no y punto”, encierra la clave para entender la razón
por la cual, a veinte años de su estreno, asumo con toda confianza que no seré
el último en seguir escribiendo y hablando sobre la película. Me refiero, desde
luego, a lo consciente que demuestra ser respecto al hecho de que para tratar
de entender en verdad a un adicto no hacen falta sermones, advertencias, moralismos
ni políticas públicas, sino la compañía de otros adictos. Escuchar a la narración
en off provista por Renton afirmar que
“la gente piensa que solo se trata de miseria, desesperación y muerte; pero se
olvidan del placer” equivale a oír una disimulada pero firme declaración de
guerra al condescendiente paradigma de que el único junkie valido en la ficción es uno arrepentido. Esto último, más
que la imagen de un hombre nadando en un inodoro sucio, quizás sea frente a muchos
otros ojos lo verdaderamente obsceno.
No hace mucho, como parte de una de las proyecciones publicas
de cine – foro que un servidor acostumbra organizar, “Trainspotting” fue exhibida. En medio de la considerable
asistencia juvenil a punto de hacer zozobrar a la diminuta video sala que era
nuestra sede, destacaba la presencia de dos señoras cuyo semblante muy recatado
me hizo suponerlas pertenecientes a la sociedad de padres de familia en algún
colegio católico. Aunado al hecho de que habían llegado tarde, deduje que
habían entrado sin tener la menor idea de qué irían a ver. Mis sospechas fueron
confirmadas cuando las vi abandonando el recinto a sólo quince minutos de haber
llegado, cargando en sus rostros una innegable mueca de desconcierto y de disgusto.
Quizás desesperadas por gritar a los cuatro vientos las mismas preguntas
planteadas por Margarita López Portillo cuarenta años atrás: ¿Por qué nada más
lo negro? ¿Por qué? ¿“Por qué”? ¿POR QUÉ
%$!&/ADOS NO?
*Publicado hoy en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-05-27/De-aniversario