viernes, 27 de mayo de 2016

HASTA EL FONDO DEL INODORO: LOS 20 AÑOS DE "TRAINSPOTTING" Y LA IMPORTANCIA DE LA INMUNDICIA*


En su libro de memorias “Vivir del Teatro”, el dramaturgo Vicente Leñero atribuye la siguiente declaración a Margarita López Portillo, entonces directora de la Secretaria de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC), respecto a las obras de teatro mexicanas: “Casi todas son sórdidas, negativas, terribles (…) A los autores no les interesa presentar las cosas positivas de la vida ni dar un mensaje optimista. Y eso es lo que de veras hace falta (…) ¿Por qué nada más lo negro? ¿Por qué?” A menudo me topo con una lógica similar en las actitudes del espectador promedio. “No me gusta ir al cine para sufrir”. “¿Para qué pagar por ver cosas desagradables, si ya bastante de eso hay en la vida real?”. “Solo veo películas para entretenerme, para olvidarme. Para escapar”. Hasta cierto punto, puedo entenderlo. Sería hipócrita por parte de quién escribe no reconocer que incluso éste ha llegado a recurrir a las reconfortantes propiedades del cine como dispositivo de evasión. Sin embargo, lo que no puedo entender, ni aceptar o respetar, es el querer dar por hecho que esa debería de ser la principal razón de su existencia. En el séptimo arte, al igual que en cualquier otra disciplina creativa, nadie tiene el derecho a no sentirse incomodo. Sacar al espectador de su zona de confort no sólo puede sino que debe encabezar su lista de prioridades. Aplaudir a las películas que se contentan con entretenernos, apapacharnos, simpatizarnos y secundar lo que nos gusta creer que sabemos sobre la manera en que funciona el mundo, menospreciando al mismo tiempo a otras cuya fortaleza reside en justamente lo contrario, no merece ser visto como una postura cinematográfica seria. Eso no es disfrutar del cine, sino subestimarlo.  No tenerle respeto a su verdadero poder.

En ese sentido, “Trainspotting” es digna de mucho agradecimiento. Si algo caracteriza a las insalubres pero entrañables desventuras de Mark Renton (Ewan McGregor) y su alegre banda de heroinómanos en el Edinburgo de los años ochentas es la rotunda negativa a rendirle pleitesía a la susceptibilidad de quién sea que la esté viendo. Estrenada en 1996 bajo la dirección de Danny “¿Quién Quiere Ser Millonario?” Boyle y adaptada por John Hodge de la novela homónima de Irvine Welsh, los recién introducidos a la experiencia no necesitarán de mucho esfuerzo para sentirse en los zapatos de Renton durante uno de los momentos más indelebles del filme, en el cual, con tal de recuperar un par de supositorios de opio expulsados por la vía rectal, se sumerge literalmente a un inodoro rebosante de excremento para acabar en el fondo de lo que parece ser un cristalino y apacible océano azul. Grotesca, irreverente, insólita e ilógica, la escena apunta hacia algo mucho más allá de una mera y gratuita revolcada de estomago. Puntualiza, regodeándose a más no poder en su escatología, lo necesario que a veces resulta ser atravesar un angosto camino de inmundicia para ganar acceso a cierto nivel de limpieza y claridad.

Lo anterior conforma apenas una de las muchas maneras de las que “Trainspotting” dispone para poner a prueba los límites del buen gusto. No obstante, existe otro aspecto todavía más significativo en el que aspira a ser digno de nuestra mejor repulsión. Quizás en estos tiempos cada vez más nihilistas que corren difícilmente cuente con el mismo grado de trascendencia; mas para toda una generación que creció (y otras que continúan creciendo) al cobijo de la simplista premisa de “Di NO a las drogas básicamente porque no y punto”, encierra la clave para entender la razón por la cual, a veinte años de su estreno, asumo con toda confianza que no seré el último en seguir escribiendo y hablando sobre la película. Me refiero, desde luego, a lo consciente que demuestra ser respecto al hecho de que para tratar de entender en verdad a un adicto no hacen falta sermones, advertencias, moralismos ni políticas públicas, sino la compañía de otros adictos. Escuchar a la narración en off provista por Renton afirmar que “la gente piensa que solo se trata de miseria, desesperación y muerte; pero se olvidan del placer” equivale a oír una disimulada pero firme declaración de guerra al condescendiente paradigma de que el único junkie valido en la ficción es uno arrepentido. Esto último, más que la imagen de un hombre nadando en un inodoro sucio, quizás sea frente a muchos otros ojos lo verdaderamente obsceno.

No hace mucho, como parte de una de las proyecciones publicas de cine – foro que un servidor acostumbra organizar, “Trainspotting” fue exhibida. En medio de la considerable asistencia juvenil a punto de hacer zozobrar a la diminuta video sala que era nuestra sede, destacaba la presencia de dos señoras cuyo semblante muy recatado me hizo suponerlas pertenecientes a la sociedad de padres de familia en algún colegio católico. Aunado al hecho de que habían llegado tarde, deduje que habían entrado sin tener la menor idea de qué irían a ver. Mis sospechas fueron confirmadas cuando las vi abandonando el recinto a sólo quince minutos de haber llegado, cargando en sus rostros una innegable mueca de desconcierto y de disgusto. Quizás desesperadas por gritar a los cuatro vientos las mismas preguntas planteadas por Margarita López Portillo cuarenta años atrás: ¿Por qué nada más lo negro? ¿Por qué? ¿“Por qué”?  ¿POR QUÉ %$!&/ADOS NO?

*Publicado hoy en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-05-27/De-aniversario

LA CORRECCIÓN HIPÓCRITA*


La semana pasada, el tráiler oficial del reboot de “Los Cazafantasmas” (Ghostbusters), próximo a estrenarse bajo la dirección de Paul Feig (“Damas en Guerra”, “SPY: Una espía despistada”) debutó en las redes sociales. Esta nueva versión, inspirada en el homónimo filme de 1984 protagonizado por Bill Murray, Dan Aykroyd, Harold Ramis y Ernie Hudson, es desde hace tiempo objeto de muchas controversias. No sólo por la noción de atreverse a recrear lo que para toda una generación constituye una reliquia sagrada de su infancia, sino también por la decisión de incorporar a un elenco enteramente femenino. Muchos aplaudieron este cambio por razones legítimas y otros lo abuchearon por razones no tan legítimas. Pero lejos de ponerme a escribir desde uno u otro lado del debate, prefiero consagrar mis líneas a intentar hablar en nombre de aquellos con motivos para sentirse escépticos, pero que sin duda lo pensarán dos veces antes de manifestar su punto de vista gracias a la tajante y despiadada fuerza detrás de las “decisiones creativas” en este y otros productos hollywoodenses recientes. Un espíritu al parecer demasiado poderoso como para ser retenido en la más hermética cámara de contención diseñada por Egon Spengler: el fantasma de la corrección política. Y peor aún, de una corrección política deshonesta.

Para quienes no ubican con facilidad el término, lo “políticamente correcto” se refiere a una clase de lenguaje, ideas o comportamientos concebidos para minimizar la posibilidad de ofender, deliberadamente o no, a determinados grupos étnicos, culturales o religiosos con una base primordial en el uso de eufemismos. Ejemplo claro de lo anterior sería el hecho de que cada vez es menos bien visto el término "retrasado mental"; prefiriéndose usar el desconcertante mote de “persona con habilidades especiales”. Aplicado en las artes y la cultura, comprendería el motivo por el cual “nigger”, epíteto despectivo en inglés para referirse a un individuo de raza negra, fuera removido en ediciones posteriores de “Las Aventuras de Tom Sawyer”. Trasladado al contexto de la reflexión que hoy nos ocupa, podría sernos útil para entender el por qué Disney terminó cediendo ante las presiones de la Liga de Anti-Difamación Árabe-Americana para cambiar el verso en una de las canciones de “Aladdin” (1993), misma que originalmente hacía referencia a un acto de mutilación. Bajo el mismo tenor, nos prepararía para no sorprendernos ni indignarnos ante la noticia de que el siguiente capítulo en la nueva saga de “Star Wars” estuviese considerando incluir a un personaje con orientación distinta a la heterosexual; o que, en caso de llegar a producirse un remake de “Tiburón” (1975), el antagonista de la historia tuviese que ser no el tiburón mismo sino una empresa petrolera cuyas actividades estuviesen poniendo en peligro a la vida del susodicho depredador.

Me permito aclarar que la idea de tener no a “los” sino a “las” caza fantasmas no implica para un servidor molestia o incomodidad por sí misma; así como tampoco la de inclusión sexual o de conciencia ecológica. No obstante, parafraseando algo que mencioné en este mismo espacio hace un par de semanas, Hollywood sólo es tan progresista como sus números y contadores se lo permiten. ¿Era importante, desde una perspectiva creativa, alterar el sexo de los personajes? ¿Beneficiará de algún modo a la nueva historia que esta versión pretende contar? ¿Ayudará a que sea más graciosa? ¿Incluso (no me linchen) más que su antecesora de los ochentas? ¿O, como de seguro es más probable, la película se ha puesto a sí misma una innecesaria camisa de fuerza sólo para llegar más fácilmente a la cartera de los milenials a través de una falsa apelación a su sentido de indignación social?

He formulado preguntas obvias. Pero a veces ayuda partir de lo obvio para poder señalar retóricamente otros puntos más pertinentes que la euforia nostálgica en el pensamiento cinematográfico actual difícilmente permite ver con ojos abiertos. En una industria apenas ilesa de la pasada controversia racial en la Ceremonia del Oscar, donde la vida profesional de las actrices rara vez va más allá de los cincuenta años y los actores latinos no existen para la pantalla grande más que como indocumentados o narcotraficantes, modificarle los genitales a cuatro iconos de la cultura pop y presumirlo como un acto de equidad, lejos de ser políticamente correcto, huele más bien a hipócritamente desesperado. 

*Publicado el 11 de marzo de 2016 en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-03-11/Los-ojos-de-la-bestia

CRÍMENES, PECADOS Y FALACIAS*


La semana pasada, el Festival de Cine en Cannes fue inaugurado con el estreno de “Café Society”; la nueva comedia escrita y dirigida por Woody Allen. Normalmente, la presencia del octogenario cineasta neoyorkino en la costa francesa tiende a concentrar el foco de las conversaciones en los detalles de la obra en cuestión que él se encuentre promocionando. Su vida íntima, por lo menos en lo que al medio fílmico concierne, suele pasar debajo del radar. Sin embargo, este año las cosas fueron un poco diferentes.

Horas antes de la proyección, Ronan Farrow, hijo de la ex - esposa de Allen, publicó una columna editorial en “The Hollywood Reporter” donde respaldaba las acusaciones de su hermana adoptiva hacía el director por haber abusado sexualmente de ella cuando niña. “Muchos actores, incluyendo algunos a los que admiro, siguen haciendo fila para actuar en sus películas” – escribe – “(…) le duele a mi hermana cuando uno de sus héroes como, Louis C.K. o Miley Cyrus, trabajan con Woody Allen”. Pese a que la publicación apenas hizo eco entre la prensa, inadvertidamente pareció salir a relucir cuando el comediante francés Laurent Laffite, maestro de ceremonias designado para presentar la película, comentó en tono de broma lo admirable de que Allen hubiese realizado mucho de su cine en Europa “aún sin haber sido condenado por violación en Estados Unidos”. Laffite alegó desconocer al momento la publicación de Farrow (el chiste fue pensado como indirecta hacía Roman Polanski). No obstante, el incidente determinó las circunstancias bajo las cuales el filme tendría que verse obligado a pasar el resto de su estancia en Cannes. Al día siguiente, la activista y escritora Melissa Silverstein se jactó en el periódico “The Guardian” de haberse rehusado a ir la proyección en señal de solidaridad a Farrow y su familia, rematando con la siguiente exhortación a sus lectores: “Niéguense a comprar boletos para ir a ver películas hechas por personas acusadas de abuso. Hagan que tal comportamiento sea inaceptable. Yo comenzaré negándome a ver Café Society e instando a otros a hacer lo mismo”.
 
No sé si Woody Allen es culpable de lo que se le acusa. Si lo fuera, mi absoluta simpatía estaría con los Farrow, esperando de todo corazón que se les conceda su día en la corte. Pero lo que sí me consta es que, aún cuando la próxima foto que me tocase ver mañana en primera plana o en las redes sociales fuese la de dos policías escoltándolo a la salida de un tribunal después de ser condenado por un jurado, ni eso bastaría para convencerme de renunciar a su cine. Ronan Farrow seguramente tendrá razones legitimas para escribir lo que escribió. Por desgracia, él y Melissa Silverstein muestran con sus declaraciones los alarmantes síntomas de una profunda miopía intelectual; muy común entre quienes son propensos a incurrir en la mezquina falacia de que los meritos de una obra de arte deben ser evaluados de manera directamente proporcional a las cualidades morales de su autor.

Nos guste o no, a menudo el talento y la ética no vienen incluidos en el mismo paquete. Asimilar con madurez el legado de creadores como Allen implica contar con la disposición de educarnos a nosotros mismos para hacer algo que la mayoría de la gente no es capaz de hacer: encerrar en una habitación a la vida profesional y en otra a la vida personal; con la mayor distancia entre las dos que sea posible. No con el propósito de justificarlas o minimizarlas, sino de que cada una reciba la justa consideración que merece y sea vista a través del cristal que en verdad le corresponde. Ni más ni menos. Desear que los actores se abstengan de trabajar bajo las órdenes de quien ellos elijan libremente, al igual que la insistencia en querer castigar a “Café Society” por un supuesto estupro cometido más de veinte años antes de llegar a filmarse, denotan actitudes carentes de proporción y sentido común. Bajo esta misma lógica, el boycott hacía Allen tendría que ser extendido a todos quienes hayan fallado en llevar una existencia a la altura de los santurrones estándares de conducta políticamente correcta que Silverstein parece exigir como requisito para ganarse el derecho a ser tomado artísticamente en serio. ¿Qué hará ella después? ¿Convencernos de que Richard Wagner no es digno de nuestros oídos por ser antisemita? ¿Convocar a una quema pública para librar al mundo de todos los lienzos del misógino Pablo Picasso? ¿De todos los poemas del incestuoso Lord Byron? ¿De todos los westerns del alcohólico Sam Peckinpah? Ya que estamos en eso, acabo de recordar que Frank Sinatra tuvo lazos con la mafia italiana. Mejor me apuro de una vez a eliminarlo de mi Ipod.

Puede que algún día el veredicto que reivindique a la hermana de Ronan Farrow acabe siendo una realidad. En ese caso, que la justicia prevalezca. Pero siempre en la medida de que sea la persona del director lo que esté siendo juzgado y no su filmografía. Es hora ya de crecer y de abandonar la tonta noción de que deben pagar obras por pecadores. 

*Publicado el 20 de mayo de 2016 en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-05-20/Woody-Allen--culpable-o-inocente

jueves, 26 de mayo de 2016

LA PANTALLA ES MÁS PODEROSA QUE LA ESPADA*


Shakespeare. William Shakespeare. Me disculpo de antemano si con esta entrada doy la impresión de querer convertir al más conocido escritor de la lengua inglesa en una especie de agente 007 isabelino. Sin embargo, al igual que su compatriota trabajando al servicio secreto de Su Majestad, imagino que muchos concordarán con un servidor en que no hay manera de evocar este nombre sin asociarlo con ciertos conceptos específicos. Entre ellos, y en su caso particular, el de un arraigado sentido de reverencia. Shakespeare, según lo que nos han enseñado a creer desde hace varias generaciones, constituye un parámetro de pureza intelectual y artística que cualquier obra de ficción con aspiraciones “serias” debe esforzarse por adoptar como propio. Es el modelo a seguir. La vara con la que todos, sin excepción, han de ser juzgados. Y en muchos aspectos, no me atrevería precisamente a desmentirlo. Después de todo, como bien vale la pena recordar a quienes son demasiado holgazanes como para ir desempolvar los apuntes de literatura que solían llevar durante la secundaria, se trata del primer dramaturgo en retratar el comportamiento humano de una manera realista. Lo anterior, por dondequiera que se mire, merece todo menos ser visto como poca cosa. Sin embargo, en medio de la celebración por los 400 años de su deceso, advierto que el error de querer llevar este bien ganado respeto a niveles de pomposidad y condescendencia constituye el primer factor por el cual muchos acostumbran desarrollar una predisposición a mantenerse lejos de su legado en vez de acercarse con confianza. Negándose a escuchar otras voces que las que acechan en su cabeza frente al mínimo prospecto de establecer contacto: “Shakespeare es profundo por ser solemne”. “Es difícil por ser sofisticado” “Es digno de respeto por ser antiguo” Y más aún: siendo algo antiguo, sofisticado y solemne, conforma también algo que debe protegerse celosamente de las ignorantes masas y de las hordas de filisteos. Casi como sí, mucho más que de una obra literaria, hablásemos de una especie de material radioactivo que necesita manejarse con especial cuidado y delicadeza; so riesgo de muerte. Éste y otros absurdos paradigmas son los que el reto de acercarnos al catalogo shakesperiano nos convoca a desmantelar.

Es mi convicción personal que la clave para poder salir victorioso de tal reto consiste en su inagotable potencial fílmico. Aunque la primera representación registrada de “Macbeth” antecede a su primer traslado a la pantalla grande por 300 años, me atrevo a considerar la posterior convergencia entre la pluma de Shakespeare y el celuloide como algo destinado a suceder. De hecho, como si la primera hubiese diseñada para lo segundo. ¿Qué otra forma de narración (además del teatro) habría sido más cómoda para darle vida física a un ecosistema poblado por brujas, fantasmas, duendes, hadas, demonios y hechiceros que una con los recursos de los cuales el séptimo arte presume? Sobre todo, para subvertir los prejuicios injustamente adheridos con los años a la reputación de estas grandes historias. Razón por la cual, en lo que a variaciones cinematográficas se refiere, mantengo una muy simpatía particular por aquellas jugando con la fuente original más que rindiéndole ciega pleitesía. Jamás me cansaré de escuchar las tribulaciones de “Hamlet”; sea por cortesía de Laurence Olivier (1948), de Franco Zeffirelli (1990) o de Kenneth Branagh (1996). Al mismo tiempo, agradezco todos los días que Tom Stoppard haya hecho posible conocer la misma historia desde otro par de ojos en “Rosencrantz & Guildenstern Están Muertos” (1990); partiendo de la trama como excusa para abordar otras inquietudes existenciales mucho más allá de las que atormentan al Príncipe de Dinamarca; como la ley de la probabilidad y el concepto del libre albedrio. “Macbeth” estará desarrollándose en Escocia, pero “Trono de Sangre” (1957) de Akira Kurosawa demuestra que la ambición, el poder y el asesinato no conocen tiempos ni geografías; al igual que la maldad sin límites de “Ricardo III” tanto en el Medievo ortodoxo de Olivier (1955) como en la ficticia Inglaterra pre-fascista de los años treinta imaginada por Richard Loncraine (1995). Transformada radicalmente por Peter Greenaway en “Los Libros de Prospero” (1991), “La Tempestad” es ya también una eclética pintura en movimiento; hibrido audaz de cine, mímica, danza, opera, animación y todo lo que se le agregue. “Romeo y Julieta”, la pieza más popular del catalogo, puede serle presentada a un espectador neófito vistiéndola con leotardos italianos (Zaffirelli, 1967), camisas hawaianas (Baz Luhrmann, 1996) o haciéndola bailar y cantar en los barrios bajos de Nueva York (“Amor Sin Barreras” de Robert Wise y Jerome Robbins, 1961).

Ciertos puristas no evitarán recibir a éstos y muchos otros ejemplos como experimentos blasfemos en lugar de creativos. Pero al rasgar sus vestiduras no harían más que fortalecer indirectamente el punto aquí planteado: si la materia prima que Shakespeare dejo fuese sagrada e intocable, hace 400 años habría desaparecido sin rastro, ya no únicamente del mundo, sino de toda conciencia. El hecho de que, después de más de un siglo sometida a tantas “profanaciones”, nuestro aprecio por ella permanezca invicto, sirve para entender que algunos iconos perduran, no gracias a la cultura humana; sino a pesar de la misma. 

*Publicado el 13 de mayo de 2016 en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-05-13/Los-ojos-de-la-bestia


¿LA FIESTA DE TODOS?*


La segunda edición del Festival Internacional de Cine en Mérida y Yucatán (FICMY) acaba de concluir. Como parte de su oferta de largometrajes tanto desde el formato de ficción como de documental, desfilaron trabajos con innegable evidencia de ése “otro cine” rara vez suministrado por las cadenas nacionales de exhibición. En ciertos casos, los asistentes incluso tuvieron oportunidad de convivir con gente creativa detrás de dicho cine. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, la amena charla posterior a la proyección del Domingo 1er de mayo en Cinemex Galerías del documental “El Charro de Toluquilla”, en la que el susodicho del título, acompañado del director José Villalobos Romero, cautivó a los presentes gracias a la actitud abierta y desenfadada con que rememoraba su carrera artística, su vida como portador del virus VIH y su relación con su hija pequeña; todo ello plasmado en la pantalla con el mismo tenor? ¿O la entrañable presencia del primer actor José Carlos Ruiz tras la presentación del sábado 30 de abril en Cinemex de la Gran Plaza de “Almacenados”, adaptación de una homónima obra de teatro y testimonio de lo que puede lograrse con el efectivo aprovechamiento de dos únicas pero fuertes actuaciones; además de una sola locación? Otro documental digno de mención sería “Nueva Venecia”; co-producción entre Uruguay, Colombia y México bajo la dirección de Emiliano Mazza de Luca, mismo que nos introduce en las tribulaciones de una aldea que vive rodeada por las aguas de la ciénaga colombiana de Santa Marta. A pesar de que el audio de la copia exhibida el mismo Sábado 30 (justo antes de “Almacenados”) fue víctima de un desfase sincrónico, esto no impidió que el reducido número de espectadores reunidos mostrase agradecimiento hacía Mazza de Luca por abrir una ventana con vista hacía otras voces y otros pueblos más allá de de la península. “En ese sentido, que haya habido diez personas en la sala ya es un milagro” – me comentaba ese día el director – “Lo siguiente sería que el cine no hollywoodense, el cine puramente artesanal, pueda salir a la calle y estar lejos de los centros comerciales. Hemos perdido algo con el público y a festivales como éste le corresponde armar la lucha para intentar recuperarlo”.

Las palabras de Mazza de Luca resuenan aún en mi cabeza. Sobre todo considerando el slogan figurando triunfalmente en la página oficial del FICMY: “EL CINE ES DE TODOS”. Dejo reservado el análisis final alrededor de qué tanto el festival logró estar a la altura de dicho lema para otros con una mayor perspectiva (por otros compromisos, no pude asistir a todos los eventos y/o proyecciones). Sin embargo, aprovecho al mismo festival como punto de partida para un duro cuestionamiento sobre lo que un acontecimiento con sus características y dimensiones debería significar para un estado que hace poco demostró estadísticamente ser el tercero a nivel nacional en consumo cinematográfico. Pero sobre todo para aquellos que no podemos darnos el lujo de no tomar al cine lo suficientemente en serio. Para quienes, muy lejos de una simple afición, moda o capricho, constituye una verdadera filosofía de vida que esperamos compartir y expandir con ayuda de otros.

Actualmente hay en México tantos festivales de cine como géneros y películas. Mientras que en 2000 el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE) registró un total de diez, para 2014 se habían contabilizado poco más de ciento tres. Cada uno creado por variadas razones. Algunas correctas, otras necesarias, muchas intrascendentes y algunas otras más abiertamente cuestionables. No obstante, un elemento que las vincula con frecuencia se materializa en dos fenómenos a los que, hasta donde conozco, suelen ser propensos. En primer lugar, la mayoría no contempla como prioridad a la formación de nuevos públicos. No me refiero a formar expertos o eruditos, sino a satisfacer la inquietud por conocer, entender y pensar cada vez más en torno al cine. Citando al periodista y crítico Alberto Acuña Navarijo en el documento “ABCD Festivales” distribuido como parte del Cuarto Encuentro de la Red Mexicana de Festivales Cinematográficos en 2015, “el glamour y la frivolidad como protagonistas, el desdén y el espíritu aspiracional de cosmopolitismo como banderas es lo que ha distinguido a los certámenes más famosos y longevos. Por su parte, los catálogos grandilocuentes impiden conectar con un espectador (sobre todo uno muy joven), ávido de propuestas vanguardistas y radicales.”

Por otra parte, la segunda tendencia viene en muchos aspectos de la mano con la primera. Puesto que se concentran nula o parcialmente en atender dicha formación a comparación de los intereses específicos en el sector productivo e industrial, tanto asistentes como organizadores de un festival dejan en segundo plano aquello que los convocó en primera instancia: las películas. Más que para verlas, se trata de un espacio para hablar sobre ellas; muchas veces en calidad de tramite o negociación. Nada malo por sí mismo, desde luego. Sin embargo, la palabra “festival” posee también la obligatoria connotación de “fiesta” o “celebración”.  Por lo menos desde perspectiva de quién escribe, más allá de conformar un mero terreno para transacciones y desarrollo de talentos, debemos aspirar a la visión de uno que no necesite de mayor razón para existir que el celebrar al cine y lo que este significa para nosotros en cuanto a sociedad yucateca, mexicana y humana. Sólo cuando empecemos a luchar por llevar a la práctica dicha visión, sea por medio del festival recién concluido o cualquier otro que se origine a partir de él, contaremos con elementos para saber si en verdad todos estamos invitados a la fiesta.

*Publicado el 6 de mayo de 2016 en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-05-06/Los-ojos-de-la-bestia--por-Manuel-Escoffie

VOCES Y CARAS*


A principios de los años noventa, durante el periodo de producción de “Aladdin” (1992), Robin Williams y Walt Disney Pictures llegaron a un acuerdo. El comediante prestaría su voz para el personaje del Genio y la empresa se comprometería a no utilizar dicha voz en la campaña promocional del filme, así como también a que el personaje no ocupase más del 25% de espacio en el cartel. Williams tenía programado el estreno de otra película ese mismo año (la poco recordada y visualmente excéntrica “Toys” de Barry Levinson) y no quería estar compitiendo consigo mismo en la taquilla. Sin embargo, consciente de que el acuerdo había sido más verbal que legal, la Casa del Ratón no pudo resistir la tentación de aprovechar un punto de venta tan jugoso como lo era Williams; recién bendecido en aquel entonces con dos respectivas nominaciones al Oscar tanto por “Buenos Días, Vietnam” (1987) como por “La Sociedad de los Poetas Muertos” (1989). Si bien el punto referente al porcentaje de espacio en el cartel fue respetado, el tamaño de los demás personajes se redujo para garantizar que el Genio no dejase de ser el punto de atención. Y por si fuera poco, su voz fue escuchada claramente tanto en trailers como en comerciales de juguetes y de comida rápida. La violación del acuerdo marcó para Williams una ruptura profesional con el estudio cuyas heridas no pudieron ser sanadas sino hasta después de un cambio de administración y una disculpa pública.

Esto fue hace más de veinte años. Las probabilidades de que un “actor legitimo” accediera a pasar horas en una cabina de grabación para dar vida a una caricatura de color azul eran menores que en la actualidad. El cine de dibujos animados apenas había comenzado a romper el ampliamente difundido paradigma de nunca poder ser apreciado más que por el público infantil.  Lo anterior viene a mi mente con la reciente llegada a carteleras de “El Libro de la Selva”; última adición a una larga e interminable línea de reciclajes al catalogo clásico de Disney a manera de adaptaciones en formato “live action” (fuera del campo de la animación y cimentada tanto en actores como entornos físicamente “reales”). Por cortesía de Jon Favreau, responsable de los dos primeros filmes de “Iron Man”, tenemos acceso a una selva digital habitada por intérpretes de la talla de Sir Ben Kingsley, Giancarlo Esposito y Christopher Walken reencarnados vocalmente en los animales imaginados por Rudyard Kipling. Quizás la más contundente evidencia de cuanto han cambiado las cosas desde entonces resida en que, muy lejos de pasar desapercibidos, dichas celebridades parecen cooperar activa y estratégicamente en la comercialización del filme; presumiendo sus nombres a un mismo tamaño que el título de la cinta. Más que por la presencia de los entrañables personajes en el filme animado de 1967 con los que muchos leyendo estas líneas de seguro han crecido, se nos está invitando a pagar boleto por estos nombres de peso alrededor de cuya personalidad muchos de sus homólogos originales han sido re-configurados. Qué tanto este top billing constituya un punto a favor o en contra de la película misma dependerá básicamente de tres factores: ver la versión subtitulada en inglés, conocer los antecedentes profesionales del intérprete tras la voz y tener la capacidad de divorciar mentalmente la imagen pública que suele acompañar a éste de la caracterización que se le exige a partir del guión.

Robín Williams no fue la primera luminaria de categoría “A” en popularizar su voz a través de una producción de Disney o de cualquier otra casa productora. De hecho, para notorios precedentes basta con mirar hacía la directa antecesora de Favreau, misma que incluía el vibrante timbre barítono de George Sanders saliendo de los labios del tigre Shere Khan. Sin embargo, Williams  contribuyó en gran medida a establecer la pauta para que, en años venideros, no sólo quién vocalizaba a qué personaje fuese tan o más importante que la película en sí, sino también para convertir en una práctica cada vez más común el diseñar al personaje alrededor de las habilidades histriónicas de quien estuviese parado frente al micrófono. No olvidemos que aceptó prestar su voz para el Genio luego de ver una prueba preliminar de animación sincronizada con el audio de una de sus rutinas de stand up. Si el nominado al Premio de la Academia quería desvivirse haciendo referencias anacrónicas a Groucho Marx y Jack Nicholson, ¿quién era Disney para negarle la indulgencia? Sin ánimos de reproche, podríamos atribuirle el haber abierto la caja de Pandora gracias a la cual hoy nos es más fácil recordar los malos chistes de Jerry Seinfeld en “Bee Movie: Historia de Una Abeja” (2007) que la trama de la cinta propiamente dicha y cada vez que vemos el rostro de Eddie Murphy difícilmente podemos evitar ver también el rostro de un burro.

Para bien o para mal, tanto con decentes como con cuestionables resultados, los grandes personajes ya no bastan si no son a la vez grandes PERSONALIDADES. Y pese a haber dado razones publicitarias para querer mantener a una de las más queridas interpretaciones de su carrera en un perfil bajo, dentro del ingenuo mundo del beneficio a la duda me gustaría pensar que, aunque fuese de manera subconsciente, tomó dicha decisión vislumbrando el arma de doble filo que inadvertidamente terminaría formando parte de su legado.

*Publicado el 29 de Abril de 2016 en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-04-29/Los-ojos-de-la-bestia

FANS vs. CRÍTICOS: EL ORIGEN DEL ABSURDO*


Desde el momento en que “Batman vs. Superman: El Origen de la Justicia” aterrizó en las carteleras de todo el mundo, la recepción mayoritariamente negativa de la cual fue objeto dentro de los círculos de la crítica profesional (al menos de la anglosajona) parece haberse posicionado curiosamente en el centro de las conversaciones alrededor de la película, ya fuesen virtuales y/o presenciales, por sectores que acostumbran jactarse con orgullo de ser los últimos a quienes les conciernen ésta clase de opiniones: Los fans y los cineastas. Aunque muchos de los primeros no se cansaban de presumir cuanto la disfrutaban a pesar de lo que espacios especializados como los de A.O. Scott en el periódico “The New York Times” estipulasen al respecto, no dejé de encontrar en redes sociales a siete u ocho de cada diez de ellos reproduciendo ad nauseam tanto los veredictos de Scott como de otros. Por otra parte, tanto el director Zach Snyder como el elenco del filme no perdieron tiempo en defender públicamente el honor de su producto ante las injurias de lo que apenas supuso un rasguño para sus prospectos en taquilla; jurando y perjurando, a manera de un desesperado mantra, que “no hacemos películas para los críticos, sino para el público”. Con excepción de un ateo culpando a Dios de todas sus desgracias o de un adolescente que acaba de escaparse de su casa en abierto desafío a sus padres esperando a la vez que continúen dándole dinero, pocas veces me ha tocado presenciar semejantes niveles de desacreditación y enaltecimiento simultáneos.

Habiendo dedicado diez años de mi vida profesional a la crítica cinematográfica en medios impresos y digitales, la división  proclamada por Znyder ocupa hoy mis reflexiones. “No es para los críticos, sino para el público”. En una era donde el espectador promedio cuenta con tanta perspectiva respecto a las funciones de la crítica como muchos heterosexuales suelen tenerla respecto a los gays, ¿cuántos de estos detractores se toman la molestia de intentar entender quienes son o qué hacen? ¿Cuántos de ellos han leído a pioneros como Otis Ferguson y James Agee, o a referentes un poco más contemporáneos como el propio Scott, Mark Kermode y Leonardo García Tsao; lo suficiente para descubrir que, a su propia manera buena, mala o indiferente, los críticos también forman parte de ese público? Con el atrevimiento de parafrasear al Cisne de Avon para el beneficio de mi argumento, Hath not a critic eyes? (“¿No tiene un crítico ojos?”).

No negaré que muchos de quienes marchan en dichas filas no suelen hacerle justicia a la profesión; gozando de un inmerecido prestigio y careciendo de una unidad de criterios más allá de los supeditados a los conglomerados que los mantienen en nomina. Pero si en lugar de seguir arrojando a todos y cada uno en la misma olla del estereotipo perpetrado por “Ratatouille” predominase una actitud de investigación, contraste y discernimiento en relación a donde estuvo antes la critica profesional de cine, donde se encuentra ahora y hacía donde parece dirigirse, me siento con confianza para afirmar que sería posible hallar algunas manzanas nutritivas al fondo del barril. Y más que lo anterior, comprender que el verdadero crítico debe existir tanto para estimular como para dignificar nuestra capacidad de pensar en torno al cine.

Entre aquellos que bien vale la pena leer, discutir y compartir, existen cosas que no están sujetas a gustos ni opiniones. Su único compromiso es con la película propiamente dicha y la reacción sincera que a ellos les genera; tanto a partir de sus conocimientos como de la ausencia o presencia objetiva de meritos cinematográficos en la misma. Los que se den a respetar siempre estarán contentos de ver sus conclusiones desafiadas por el público. Es una invitación al desacuerdo y todos están invitados.

*Publicado el 22 de Abril de 2016 en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-04-22/Los-ojos-de-la-bestia