A principios de los
años noventa, durante el periodo de producción de “Aladdin” (1992), Robin Williams y Walt Disney Pictures llegaron a
un acuerdo. El comediante prestaría su voz para el personaje del Genio y la
empresa se comprometería a no utilizar dicha voz en la campaña promocional del
filme, así como también a que el personaje no ocupase más del 25% de espacio en
el cartel. Williams tenía programado el estreno de otra película ese mismo año
(la poco recordada y visualmente excéntrica “Toys” de Barry Levinson) y no quería estar compitiendo consigo
mismo en la taquilla. Sin embargo, consciente de que el acuerdo había sido más
verbal que legal, la Casa del Ratón no pudo resistir la tentación de aprovechar
un punto de venta tan jugoso como lo era Williams; recién bendecido en aquel
entonces con dos respectivas nominaciones al Oscar tanto por “Buenos Días, Vietnam” (1987) como por “La Sociedad de los Poetas Muertos” (1989).
Si bien el punto referente al porcentaje de espacio en el cartel fue respetado,
el tamaño de los demás personajes se redujo para garantizar que el Genio no
dejase de ser el punto de atención. Y por si fuera poco, su voz fue escuchada claramente
tanto en trailers como en comerciales
de juguetes y de comida rápida. La violación del acuerdo marcó para Williams una
ruptura profesional con el estudio cuyas heridas no pudieron ser sanadas sino
hasta después de un cambio de administración y una disculpa pública.
Esto fue hace más de
veinte años. Las probabilidades de que un “actor legitimo” accediera a pasar horas
en una cabina de grabación para dar vida a una caricatura de color azul eran
menores que en la actualidad. El cine de dibujos animados apenas había
comenzado a romper el ampliamente difundido paradigma de nunca poder ser
apreciado más que por el público infantil. Lo anterior viene a mi mente con la reciente
llegada a carteleras de “El Libro de la
Selva”; última adición a una larga e interminable línea de reciclajes al
catalogo clásico de Disney a manera de adaptaciones en formato “live action” (fuera del campo de la animación
y cimentada tanto en actores como entornos físicamente “reales”). Por cortesía
de Jon Favreau, responsable de los dos primeros filmes de “Iron Man”, tenemos acceso a una selva digital habitada por
intérpretes de la talla de Sir Ben Kingsley, Giancarlo Esposito y Christopher
Walken reencarnados vocalmente en los animales imaginados por Rudyard Kipling.
Quizás la más contundente evidencia de cuanto han cambiado las cosas desde
entonces resida en que, muy lejos de pasar desapercibidos, dichas celebridades parecen
cooperar activa y estratégicamente en la comercialización del filme;
presumiendo sus nombres a un mismo tamaño que el título de la cinta. Más que por
la presencia de los entrañables personajes en el filme animado de 1967 con los que
muchos leyendo estas líneas de seguro han crecido, se nos está invitando a
pagar boleto por estos nombres de peso alrededor de cuya personalidad muchos de
sus homólogos originales han sido re-configurados. Qué tanto este top billing constituya un punto a favor o
en contra de la película misma dependerá básicamente de tres factores: ver la
versión subtitulada en inglés, conocer los antecedentes profesionales del
intérprete tras la voz y tener la capacidad de divorciar mentalmente la imagen
pública que suele acompañar a éste de la caracterización que se le exige a
partir del guión.
Robín Williams no
fue la primera luminaria de categoría “A” en popularizar su voz a través de una
producción de Disney o de cualquier otra casa productora. De hecho, para
notorios precedentes basta con mirar hacía la directa antecesora de Favreau, misma
que incluía el vibrante timbre barítono de George Sanders saliendo de los
labios del tigre Shere Khan. Sin embargo, Williams contribuyó en gran medida a establecer la
pauta para que, en años venideros, no sólo quién vocalizaba a qué personaje
fuese tan o más importante que la película en sí, sino también para convertir
en una práctica cada vez más común el diseñar al personaje alrededor de las
habilidades histriónicas de quien estuviese parado frente al micrófono. No
olvidemos que aceptó prestar su voz para el Genio luego de ver una prueba
preliminar de animación sincronizada con el audio de una de sus rutinas de stand up. Si el nominado al Premio de la
Academia quería desvivirse haciendo referencias anacrónicas a Groucho Marx y
Jack Nicholson, ¿quién era Disney para negarle la indulgencia? Sin ánimos de
reproche, podríamos atribuirle el haber abierto la caja de Pandora gracias a la
cual hoy nos es más fácil recordar los malos chistes de Jerry Seinfeld en “Bee Movie: Historia de Una Abeja” (2007)
que la trama de la cinta propiamente dicha y cada vez que vemos el rostro de
Eddie Murphy difícilmente podemos evitar ver también el rostro de un burro.
Para bien o para
mal, tanto con decentes como con cuestionables resultados, los grandes
personajes ya no bastan si no son a la vez grandes PERSONALIDADES. Y pese a
haber dado razones publicitarias para querer mantener a una de las más queridas
interpretaciones de su carrera en un perfil bajo, dentro del ingenuo mundo del
beneficio a la duda me gustaría pensar que, aunque fuese de manera
subconsciente, tomó dicha decisión vislumbrando el arma de doble filo que
inadvertidamente terminaría formando parte de su legado.
*Publicado el 29 de Abril de 2016 en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-04-29/Los-ojos-de-la-bestia
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