Shakespeare. William
Shakespeare. Me disculpo de antemano si con esta entrada doy la impresión de querer
convertir al más conocido escritor de la lengua inglesa en una especie de
agente 007 isabelino. Sin embargo, al igual que su compatriota trabajando al
servicio secreto de Su Majestad, imagino que muchos concordarán con un servidor
en que no hay manera de evocar este nombre sin asociarlo con ciertos conceptos
específicos. Entre ellos, y en su caso particular, el de un arraigado sentido
de reverencia. Shakespeare, según lo que nos han enseñado a creer desde hace
varias generaciones, constituye un parámetro de pureza intelectual y artística que
cualquier obra de ficción con aspiraciones “serias” debe esforzarse por adoptar
como propio. Es el modelo a seguir. La vara con la que todos, sin excepción,
han de ser juzgados. Y en muchos aspectos, no me atrevería precisamente a desmentirlo.
Después de todo, como bien vale la pena recordar a quienes son demasiado
holgazanes como para ir desempolvar los apuntes de literatura que solían llevar
durante la secundaria, se trata del primer dramaturgo en retratar el
comportamiento humano de una manera realista. Lo anterior, por dondequiera que
se mire, merece todo menos ser visto como poca cosa. Sin embargo, en medio de la
celebración por los 400 años de su deceso, advierto que el error de querer llevar
este bien ganado respeto a niveles de pomposidad y condescendencia constituye
el primer factor por el cual muchos acostumbran desarrollar una predisposición
a mantenerse lejos de su legado en vez de acercarse con confianza. Negándose a
escuchar otras voces que las que acechan en su cabeza frente al mínimo prospecto
de establecer contacto: “Shakespeare es profundo por ser solemne”. “Es difícil
por ser sofisticado” “Es digno de respeto por ser antiguo” Y más aún: siendo algo
antiguo, sofisticado y solemne, conforma también algo que debe protegerse
celosamente de las ignorantes masas y de las hordas de filisteos. Casi como sí, mucho más que de una obra literaria,
hablásemos de una especie de material radioactivo que necesita manejarse con
especial cuidado y delicadeza; so riesgo de muerte. Éste y otros absurdos paradigmas
son los que el reto de acercarnos al catalogo shakesperiano nos convoca a
desmantelar.
Es mi convicción
personal que la clave para poder salir victorioso de tal reto consiste en su
inagotable potencial fílmico. Aunque la primera representación registrada de “Macbeth” antecede a su primer traslado
a la pantalla grande por 300 años, me atrevo a considerar la posterior
convergencia entre la pluma de Shakespeare y el celuloide como algo destinado a
suceder. De hecho, como si la primera hubiese diseñada para lo segundo. ¿Qué
otra forma de narración (además del teatro) habría sido más cómoda para darle
vida física a un ecosistema poblado por brujas, fantasmas, duendes, hadas,
demonios y hechiceros que una con los recursos de los cuales el séptimo arte
presume? Sobre todo, para subvertir los prejuicios injustamente adheridos con
los años a la reputación de estas grandes historias. Razón por la cual, en lo
que a variaciones cinematográficas se refiere, mantengo una muy simpatía particular
por aquellas jugando con la fuente original más que rindiéndole ciega pleitesía.
Jamás me cansaré de escuchar las tribulaciones de “Hamlet”; sea por cortesía de Laurence Olivier (1948), de Franco
Zeffirelli (1990) o de Kenneth Branagh (1996). Al mismo tiempo, agradezco todos
los días que Tom Stoppard haya hecho posible conocer la misma historia desde otro
par de ojos en “Rosencrantz &
Guildenstern Están Muertos” (1990); partiendo de la trama como excusa para
abordar otras inquietudes existenciales mucho más allá de las que atormentan al
Príncipe de Dinamarca; como la ley de la probabilidad y el concepto del libre
albedrio. “Macbeth” estará
desarrollándose en Escocia, pero “Trono
de Sangre” (1957) de Akira Kurosawa demuestra que la ambición, el poder y
el asesinato no conocen tiempos ni geografías; al igual que la maldad sin
límites de “Ricardo III” tanto en el
Medievo ortodoxo de Olivier (1955) como en la ficticia Inglaterra pre-fascista
de los años treinta imaginada por Richard Loncraine (1995). Transformada radicalmente
por Peter Greenaway en “Los Libros de
Prospero” (1991), “La Tempestad”
es ya también una eclética pintura en movimiento; hibrido audaz de cine, mímica,
danza, opera, animación y todo lo que se le agregue. “Romeo y Julieta”, la pieza más popular del catalogo, puede serle presentada
a un espectador neófito vistiéndola con leotardos italianos (Zaffirelli, 1967),
camisas hawaianas (Baz Luhrmann, 1996) o haciéndola bailar y cantar en los
barrios bajos de Nueva York (“Amor Sin
Barreras” de Robert Wise y Jerome Robbins, 1961).
Ciertos puristas no evitarán
recibir a éstos y muchos otros ejemplos como experimentos blasfemos en lugar de
creativos. Pero al rasgar sus vestiduras no harían más que fortalecer
indirectamente el punto aquí planteado: si la materia prima que Shakespeare dejo
fuese sagrada e intocable, hace 400 años habría desaparecido sin rastro, ya no únicamente
del mundo, sino de toda conciencia. El hecho de que, después de más de un siglo
sometida a tantas “profanaciones”, nuestro aprecio por ella permanezca invicto,
sirve para entender que algunos iconos perduran, no gracias a la cultura
humana; sino a pesar de la misma.
*Publicado el 13 de mayo de 2016 en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-05-13/Los-ojos-de-la-bestia
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