lunes, 7 de marzo de 2016

LUCES, CÁMARA…INFAMIA*


Sé que es noticia vieja. Qué es muy probable que lo que pudiese haberse dicho y escrito alrededor de la re-captura de Joaquín Guzmán Loera, mejor conocido como el “Chapo”, al igual que de su controvertido encuentro con Sean Penn y Kate Del Castillo, efectivamente ya ha sido dicho y escrito. No obstante, desde que pasó a formar parte del conocimiento público, no dejo de pensar en las pintorescas circunstancias bajo las cuales se afirma que dicha re-captura fue llevada a cabo. Al parecer, el Sr. Guzmán fue incapaz de resistirse al llamado de las sirenas hollywoodenses y sus promesas de hacerle justicia por medio de la ficción. “Harán por mí lo que Howard Hawks y Brian de Palma hicieron por Al Capone”, de seguro dijo para sus adentros. Honestamente, dudo que la cultura cinematográfica del “Chapo” sea lo bastante amplia como para darse el lujo de referencias tan específicas. Pero en un mundo como el nuestro, y sobre todo en un país como éste, donde las líneas entre narcotraficantes y estrellas de cine se transparentan hasta disolverse en el aire… ¿puede alguien culparme por querer imaginar que lo anterior pudo ser el mantra que se repetía a si mismo conforme se acercaba a su cita con la tinseltown (“ciudad del oropel”)?  De hecho, me aventuro a sugerir que la razón por la que un proyecto fílmico de su vida era importante para él sería en esencia la misma por la cual, al menos hipotéticamente, ha de serlo también para nosotros. Nunca está de más contar con otro antihéroe para redimir nuestra moribunda fe en la ley y el orden.

El delincuente organizado como forajido comparativamente redimible frente a un sistema más corrupto que él mismo, buscando subvertirlo conscientemente o no con el impulso de su ambición sin límites y la instrumentación de la violencia sin concesiones, ha logrado trascender épocas, fronteras y culturas en términos de popularidad como muy pocas narrativas hegemónicas en la meca del cine. Nada sorprendente cuando se recuerda su irresistible seducción en las salas de cine a inicios de la década de 1930; donde un norteamericano desempleado, muerto de hambre y a estas alturas desengañado de las promesas antaño postuladas por el american dream tenía oportunidad de saborear unas gotas de esperanza al ser testigo de cómo Paul Muni, James Cagney, Edward G. Robinson y otros, lejos de conformarse con soñar, intervenían para hacer del sueño una realidad tangible. Aún cuando, de acuerdo a las directrices de los códigos de censura, tuvieran que acabar obligados a despertar de él con una cadena perpetua o con una lluvia de balas. Supuestos objetos de miedo y de desaprobación, los líderes del bajo mundo en la pantalla grande han cantado numerosas victorias trastocando tal función original hasta convertirla en una de empatía. Y con suerte, en una de martirologio. En la era post-Breaking Bad, con jefes de carteles mexicanos equiparados en ciertas regiones del país a figuras de la talla de Robin Hood o de la Pimpinela Escarlata, ¿quién se atrevería a esperar una excepción?

Poco se sabe que la obsesión por esta misma mitología ha conformado desde siempre una calle de doble sentido. Después de haber visto el retrato dramatizado que Hawks realizara de su persona en “Cara Cortada” (Scarface, 1932), Al Capone desarrolló tal cariño por el filme que llegó a tener entre sus posesiones una copia del mismo. Décadas más tarde, a pesar de haber hecho todo en su poder para detener la producción, la cosa nostra neoyorkina no sólo terminó sintiéndose halagada por “El Padrino” (The Godfather, 1972), sino que incorporó elementos propios de la cinta de Francis Ford Coppola en su práctica cotidiana; entre ellos, la famosa frase “voy a hacerle una oferta que no podrá rechazar”. 

Cinéfilo y criminal operan en este juego de atracciones a la manera de dos moscas bajo el hechizo de una misma luz. El primero a la búsqueda de un tótem en el cual proyectar su flirteo con la idea de una vida en la que el crimen sí paga. El segundo, nada ignorante de la proclividad en el invento de los hermanos Lumiere a la función de las relaciones públicas, atacará la primera oportunidad que tenga disponible no para desempeñar el papel del héroe que merecemos, sino del villano que necesitamos. Ganarse toda una eternidad de infamia en lugar de quince miserables minutos de fama. El “Chapo” vio esa luz al final del camino y su afán por llegar a ella fue lo que marcó su caída. Trágico, irónico y altamente cinematográfico; como el mejor guión que sólo él pudo haber escrito. 

*Publicado el 15 de febrero de 2016 en "La Jornada Maya"

domingo, 6 de marzo de 2016

OSCAR-MAN (O EL INSOPORTABLE EGOCENTRISMO DEL NACIONALISMO MEXICANO)


NOTA: El siguiente texto fue originalmente publicado para el “Diario de Yucatán” en febrero del 2015; días después de la 87ma Ceremonia de los Premios de la Academia. Fuera de modificaciones tanto en fechas como en nombres y la omisión de ciertas líneas, ES PRACTICAMENTE EL MISMO TEXTO. A raíz del segundo triunfo consecutivo de Alejandro González Iñarritú en la ceremonia de este año y la irracional euforia inspirada por ella, decidí republicarlo para  “La Jornada Maya”. El pasado tiende a repetirse. Y en el caso de los mexicanos, nunca en el mejor de los sentidos.

Asumo que para cuando estas líneas sean publicadas, mucho ya se habrá comentado hasta el cansancio sobre la ceremonia de los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood que se llevó a cabo el pasado domingo 28 de febrero. Concretamente, mucho se habrá dicho acerca del triunfo de Alejandro González Iñarritú en la dirección, co-producción y co-escritura de “El Renacido” (The Revenant). Las redes sociales habrán estallado en palmas laudatorias hasta romper techos, hashtags con la leyenda “todos somos revenant” se habrán compartido como trozos de pan para palomas en el parque, memes satirizando en buen espíritu el momento habrán desfilado en la red como estrellas en el cielo, y más de un contacto mío en Facebook habrá compartido y re-compartido fragmentos de su discurso de aceptación…En resumidas cuentas, González Iñarritú habrá pasado a ser, de acuerdo a millones de personas, un héroe nacional. En casos extremos, quizás hasta un Dios. O al menos un Mesías. Aquel que logró finalmente redimir nuestro complejo colectivo de inferioridad por ser mexicanos. Por esta y otras razones, la ceremonia bien pudo ser la final de la Copa Mundial Cinematográfica de Futbol, con Iñarritú en el rol de nuestro Pelé o nuestro Maradona.

Ahora bien, siempre he tenido enormes dificultades para creer en dioses o en mesías. Ya ni se diga en la validez de los criterios de selección ejercidos por la academia.  En lo que a mí respecta, por lo menos desde la perspectiva de merito artístico, el Oscar posee tanta importancia como los títulos de nobleza europeos: bonitos e impresionantes, pero a final de cuentas definiendo mil veces más a quienes los otorgan que a quienes los reciben. Sin embargo, no dedico hoy estas letras a debatir sobre la legitimidad de dicho galardón o la falta del mismo. Escribo más bien para manifestar, a quien se encuentre dispuesto a leer, mi profunda consternación por aquello que percibo no como el orgullo comprensible de una nación ávida de campeones, sino como un entusiasmo ciego y salvaje que nos incapacita para percibir con claridad unas cuantas consideraciones. Entre ellas, el que la victoria de aquella noche fue para un hombre y no para un país. Que se trataba de una gala hollywoodense y no de una sesión de la ONU transmitida a nivel mundial. Que Iñarritú, lejos de ser embajador o diplomático, es un cineasta; y que si llegó a donde se encuentra en este momento fue gracias a las habilidades de su profesión, y no por el contenido de su pasaporte o de su acta de nacimiento. O, a diferencia de lo que muchos asumen en el colmo de tal euforia infantil, que “The Revenant” es una producción tan de México como “Amadeus” lo sería de Checoslovaquia. Que la “Santa Trinidad” de Cuarón, Del Toro e Iñarritú no está en la actualidad dándole al mundo cine mexicano, sino un cine hecho por hombres nacidos en México.

Aplaudo y celebro el éxito de Iñarritú tanto como cualquier persona.  Pero no a costa de que el brillo dorado y vacío de los Oscar nos ponga una venda en los ojos;  al punto de querer imponerle a cada paisano famoso la injusta obligación de cargar con nuestra bandera. 

EL INESPERADO, DIVERTIDO Y ENGAÑOSO ÉXITO DE “DEADPOOL”*


Normalmente, soy escéptico respecto a las películas que el 80% de la gente en mi círculo cotidiano me recomienda. Sobre todo cuando dichas recomendaciones vienen adornadas con insistencia, euforia, calificativos absolutos y verborrea de cumplidos; hasta el punto de que siento la tentación de preguntarme si quién me está hablando no será en realidad alguien pagado por los estudios para facilitarles el acceso a mi cartera. Confío en el vox populi como Morrissey confiaría en la invitación a una parrillada. Sin embargo, el fin de semana pasado decidí hacer una excepción a mi regla. Convencido por comentarios de terceros, pagué por entrar a ver “Deadpool”. Como espectador extremadamente casual de la franquicia fílmica de Marvel, acostumbrado a leer comics con la misma frecuencia con la que suelo cambiar de celular, no sabía realmente nada respecto al personaje o a su historia. De no ser por los llamativos adjetivos alrededor de la película (“Irreverente”, “acida”, “de-construccionista”), difícilmente hubiera tenido interés en ella. Por el motivo que fuere, opté por ser indulgente y darle una oportunidad. Ahora que lo hice, encuentro bastante evidente el por qué de su entusiasta recepción entre la crítica y el público. Pero por otro lado, también encuentro evidente lo peligrosamente cerca que nos encontramos de atribuirle a tal éxito cualidades y precedentes inexistentes. 

“Deadpool” es, en resumidos y muy simplistas términos, la historia de un antihéroe. Un mercenario desfigurado, parlanchín, insolente, violento, cínico y con una predisposición a romper la cuarta pared tan natural como para que cada integrante de Monty Python se sienta verde de la envidia. Muy poco heroísmo hallaremos en este asesino a sueldo cuya motivación a lo largo de 108 minutos es satisfacer una necesidad de venganza. Los héroes, según la sabiduría tradicional, deben luchar por un beneficio más allá de ellos mismos. Deadpool no tiene reparo en mostrar el dedo intermedio a la cara de tan noble ideal y las audiencias parecen amarlo por eso. El tratarse de una producción con la problemática clasificación “R” (que no permite admisión a ningún menor de 17 años sin la compañía de un adulto), un presupuesto inferior al resto de sus homologas, un director primerizo y una estrella cuya rentabilidad ya había caducado no hace más que seguir echando más leña al fuego de su popularidad. Es el patito feo convertido en el cisne más cool de la temporada. Un Johnny Rotten en un territorio plagado de Justin Biebers. El entusiasmo ha sido tal que muchos incluso ya están profetizando una nueva era en las franquicias cinematográficas de superhéroes. Algo que cambiará las reglas del juego y establecerá pautas de “riesgo” y “subversión” para sus sucesoras. Una suposición interesante que estaría dispuesto a creer si tan sólo la realidad no fuese un poco más complicada.

Hollywood sólo es tan radical como sus propios contadores se lo permiten. Desde el punto de vista empresarial, una clasificación “R” (al menos en Estados Unidos) continua siendo más digna de temerse que de presumirse; en tanto que limita el potencial de boletos vendidos entre el sector con mayor tiempo de esparcimiento (los adolescentes), y por lo tanto, susceptible a pagar por verla más de una vez. El caso específico de “Deadpool” puede que merezca ser percibido ante los ojos de los ejecutivos como un pequeño precio a pagar, considerando los jugosos dividendos que dicha concesión parece estar dando a manera de recompensa. Pero dudo que el prospecto de que el mismo rayo vuelva caer, por más económicamente atractivo que luzca, sea suficiente para animarlos a hacer de esta feliz coincidencia algo más que un caso aislado. Por otro lado, ¿qué tan legitima puede ser la reputación que la película está cosechando entre sus más apasionados defensores, la cual insiste en pintarla como un producto irrespetuoso de la hegemonía mainstream tanto de Marvel como de la Twentieth Century Fox, cuando ambas empresas son más bien cómplices de misma “burla” por el mero hecho de haber aprobado su guion? ¿No será posible que nos estemos riendo CON ellos y no DE ellos?

Disfruté mucho “Deadpool” y celebro que otros hayan hecho lo mismo. Pero no perdamos nuestro sentido de la proporción. Que un paciente haya logrado escapar del psiquiátrico no significa que todos los demás ya se hayan apoderado del mismo. 

*Publicado el 26 de febrero en "La Jornada Maya"