Sé que es noticia vieja. Qué es muy probable que lo que
pudiese haberse dicho y escrito alrededor de la re-captura de Joaquín Guzmán Loera, mejor conocido como
el “Chapo”, al igual que de su controvertido encuentro con Sean Penn y Kate Del
Castillo, efectivamente ya ha sido dicho y escrito. No obstante, desde que pasó
a formar parte del conocimiento público, no dejo de pensar en las pintorescas
circunstancias bajo las cuales se afirma que dicha re-captura fue llevada a cabo.
Al parecer, el Sr. Guzmán fue incapaz de resistirse al llamado de las sirenas
hollywoodenses y sus promesas de hacerle justicia por medio de la ficción.
“Harán por mí lo que Howard Hawks y Brian de Palma hicieron por Al Capone”, de seguro dijo para sus
adentros. Honestamente, dudo que la cultura cinematográfica del “Chapo” sea lo bastante
amplia como para darse el lujo de referencias tan específicas. Pero en un mundo
como el nuestro, y sobre todo en un país como éste, donde las líneas entre
narcotraficantes y estrellas de cine se transparentan hasta disolverse en el aire…
¿puede alguien culparme por querer imaginar que lo anterior pudo ser el mantra
que se repetía a si mismo conforme se acercaba a su cita con la tinseltown (“ciudad del oropel”)? De hecho, me aventuro a sugerir que la razón
por la que un proyecto fílmico de su vida era importante para él sería en
esencia la misma por la cual, al menos hipotéticamente, ha de serlo también
para nosotros. Nunca está de más contar con otro antihéroe para redimir nuestra
moribunda fe en la ley y el orden.
El delincuente organizado como forajido
comparativamente redimible frente a un sistema más corrupto que él mismo, buscando
subvertirlo conscientemente o no con el impulso de su ambición sin límites y la
instrumentación de la violencia sin concesiones, ha logrado trascender épocas,
fronteras y culturas en términos de popularidad como muy pocas narrativas hegemónicas
en la meca del cine. Nada sorprendente cuando se recuerda su irresistible
seducción en las salas de cine a inicios de la década de 1930; donde un
norteamericano desempleado, muerto de hambre y a estas alturas desengañado de
las promesas antaño postuladas por el american
dream tenía oportunidad de saborear unas gotas de esperanza al ser testigo
de cómo Paul Muni, James Cagney, Edward G. Robinson y otros, lejos de conformarse con soñar, intervenían
para hacer del sueño una realidad tangible. Aún cuando, de acuerdo a las
directrices de los códigos de censura, tuvieran que acabar obligados a
despertar de él con una cadena perpetua o con una lluvia de balas. Supuestos
objetos de miedo y de desaprobación, los líderes del bajo mundo en la pantalla
grande han cantado numerosas victorias trastocando tal función original hasta
convertirla en una de empatía. Y con suerte, en una de martirologio. En la era
post-Breaking Bad, con jefes de
carteles mexicanos equiparados en ciertas regiones del país a figuras de la talla
de Robin Hood o de la Pimpinela Escarlata, ¿quién se atrevería a esperar una
excepción?
Poco se sabe que la obsesión por esta misma mitología ha
conformado desde siempre una calle de doble sentido. Después de haber visto el
retrato dramatizado que Hawks realizara de su persona en “Cara Cortada” (Scarface,
1932), Al Capone desarrolló tal cariño por el filme que llegó a tener entre sus
posesiones una copia del mismo. Décadas más tarde, a pesar de haber hecho todo en
su poder para detener la producción, la cosa
nostra neoyorkina no sólo terminó sintiéndose halagada por “El Padrino” (The Godfather, 1972), sino que incorporó elementos propios de la
cinta de Francis Ford Coppola en su práctica cotidiana; entre ellos, la famosa frase
“voy a hacerle una oferta que no podrá
rechazar”.
Cinéfilo y criminal operan en este juego de atracciones a la
manera de dos moscas bajo el hechizo de una misma luz. El primero a la búsqueda
de un tótem en el cual proyectar su flirteo con la idea de una vida en la que
el crimen sí paga. El segundo, nada ignorante de la proclividad en el invento
de los hermanos Lumiere a la función de las relaciones públicas, atacará la
primera oportunidad que tenga disponible no para desempeñar el papel del héroe que
merecemos, sino del villano que necesitamos. Ganarse toda una eternidad de
infamia en lugar de quince miserables minutos de fama. El “Chapo” vio esa luz
al final del camino y su afán por llegar a ella fue lo que marcó su caída. Trágico,
irónico y altamente cinematográfico; como el mejor guión que sólo él pudo haber
escrito.
*Publicado el 15 de febrero de 2016 en "La Jornada Maya"