NOTA: El siguiente texto fue originalmente publicado para el “Diario de Yucatán” en febrero del 2015;
días después de la 87ma Ceremonia de los Premios de la Academia. Fuera de
modificaciones tanto en fechas como en nombres y la omisión de ciertas líneas, ES
PRACTICAMENTE EL MISMO TEXTO. A raíz del segundo triunfo consecutivo de
Alejandro González Iñarritú en la ceremonia de este año y la irracional euforia
inspirada por ella, decidí republicarlo para “La
Jornada Maya”. El pasado tiende a repetirse. Y en el caso de los mexicanos,
nunca en el mejor de los sentidos.
Asumo que para cuando estas
líneas sean publicadas, mucho ya se habrá comentado hasta el cansancio sobre la
ceremonia de los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de
Hollywood que se llevó a cabo el pasado domingo 28 de febrero. Concretamente,
mucho se habrá dicho acerca del triunfo de Alejandro González Iñarritú en la
dirección, co-producción y co-escritura de “El
Renacido” (The Revenant). Las redes sociales habrán estallado en palmas
laudatorias hasta romper techos, hashtags
con la leyenda “todos somos revenant” se habrán compartido como trozos de pan
para palomas en el parque, memes satirizando en buen espíritu el momento habrán
desfilado en la red como estrellas en el cielo, y más de un contacto mío en Facebook
habrá compartido y re-compartido fragmentos de su discurso de aceptación…En
resumidas cuentas, González Iñarritú habrá pasado a ser, de acuerdo a millones
de personas, un héroe nacional. En casos extremos, quizás hasta un Dios. O al
menos un Mesías. Aquel que logró finalmente redimir nuestro complejo colectivo
de inferioridad por ser mexicanos. Por esta y otras razones, la ceremonia bien
pudo ser la final de la Copa Mundial Cinematográfica de Futbol, con Iñarritú en
el rol de nuestro Pelé o nuestro Maradona.
Ahora bien, siempre he tenido
enormes dificultades para creer en dioses o en mesías. Ya ni se diga en la
validez de los criterios de selección ejercidos por la academia. En lo que a mí respecta, por lo menos desde
la perspectiva de merito artístico, el Oscar posee tanta importancia como los
títulos de nobleza europeos: bonitos e impresionantes, pero a final de cuentas
definiendo mil veces más a quienes los otorgan que a quienes los reciben. Sin
embargo, no dedico hoy estas letras a debatir sobre la legitimidad de dicho
galardón o la falta del mismo. Escribo más bien para manifestar, a quien se encuentre
dispuesto a leer, mi profunda consternación por aquello que percibo no como el
orgullo comprensible de una nación ávida de campeones, sino como un entusiasmo
ciego y salvaje que nos incapacita para percibir con claridad unas cuantas
consideraciones. Entre ellas, el que la victoria de aquella noche fue para un hombre
y no para un país. Que se trataba de una gala hollywoodense y no de una sesión
de la ONU transmitida a nivel mundial. Que Iñarritú, lejos de ser embajador o
diplomático, es un cineasta; y que si llegó a donde se encuentra en este
momento fue gracias a las habilidades de su profesión, y no por el contenido de
su pasaporte o de su acta de nacimiento. O, a diferencia de lo que muchos asumen
en el colmo de tal euforia infantil, que “The
Revenant” es una producción tan de México como “Amadeus” lo sería de Checoslovaquia. Que la “Santa Trinidad” de
Cuarón, Del Toro e Iñarritú no está en la actualidad dándole al mundo cine
mexicano, sino un cine hecho por hombres nacidos en México.
Aplaudo y celebro el éxito de
Iñarritú tanto como cualquier persona.
Pero no a costa de que el brillo dorado y vacío de los Oscar nos ponga
una venda en los ojos; al punto de
querer imponerle a cada paisano famoso la injusta obligación de cargar con
nuestra bandera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario