Con las Olimpiadas en Brasil a la vuelta de la esquina, creí
oportuno empezar la columna de esta semana por medio de la siguiente cita:
“El cine no me interesa de la misma manera en que les
interesa a ustedes. El cine es para mí un medio, incluso para mi suicidio, pero
también puede ser una pistola. Yo tengo el valor de apretar el gatillo, pero
ustedes no tienen siquiera la humildad de analizar un filme nuevo que no
respete las ideas tradicionales de los maestros del cine que han formado su
tranquilo aprendizaje (…) Terra em transe
no es genial porque no es de ninguno de los cineastas que les gustaría
encontrar para hacer sus indagaciones y morbosos análisis. Terra em transe soy yo, Glauber Rocha, de veintiocho años,
brasileño, probablemente victima de algunas enfermedades físicas y mentales
contraídas de nuestra fauna y flora”.
La siguiente declaración denota la clave latente para
aproximarse a la obra de Rocha, exponente primordial del llamado movimiento Cinema Novo que alcanzó su auge en
Brasil durante la década de los sesentas y setentas. “Tierra en Trance” (Terra Em
Transe, 1967), filme que describe de manera tan vehemente, constituye junto
a “Dios y el Diablo en la Tierra del
Sol” (Deus e o Diabo Na Terra do Sol,
1964) un testamento a su defensa del arte cinematográfico como herramienta para
la transformación social del pueblo brasileño. Filmado en blanco y negro dentro
de locaciones en Río de Janeiro, el filme se desarrolla en un país
latinoamericano ficticio llamado El Dorado (en referencia a la urbe cubierta de
oro que los colonizadores europeos esperaban encontrar en Ecuador) y cuenta la
historia del poeta Paulo Martins (Jardel Filho), un anarquista romántico que en sus últimos momentos
de vida rememora su pasado como parte de la élite corrupta que gobierna al
país. Don Porfirio Díaz (Paulo Autran en un rol cuyo cualquier parecido con el
homónimo dictador mexicano es una mera coincidencia), senador elegido
recientemente por la derecha que explota a la gente trabajadora y se jacta de
poseer un índice alto de los recursos de la tierra y la industria, es para él
como una figura paterna. Al mismo tiempo, Paulo tiene una relación con la
glamorosa Silvia (Danuza Leao), pero también se enamora de la madura e
inteligente Sarah (Glauce Rocha), una comunista opuesta a la élite. Paulo
decide separarse de Díaz para convertirse en periodista y escribir poemas
revolucionarios. Más tarde, Sarah y sus camaradas le piden utilizar sus
contactos en prensa y televisión para desacreditar la candidatura de Díaz a la gubernatura
de El Dorado en beneficio de Vieira (José Lewgoy), un candidato comunista y
demagogo. Aunque no se siente completamente convencido de las ideas populistas
de Vieira, Paulo accede a traicionar a su amigo y mentor, movido por el amor
que siente hacía Sarah y su desesperación ante la necesidad de un verdadero
cambio en la vida del pueblo.
Una de las características que saltan a la visita en “Tierra en
Trance” es su estilo narrativo. Rocha dota a la película de una
tonalidad que cualquiera podría sentirse tentado a calificar como “docu –
surrealista”, tomando prestados alternadamente elementos del realismo y del
barroco. Mientras que la cámara decide por momentos adoptar una postura sobria
y distante, en compromiso directo con la realidad que pretende representar, en
escenas subsiguientes se da el lujo de ser libre, espontánea y sin control;
adquiriendo los rasgos de una farsa carnavalesca y grotesca. Lejos de
resignarse a ser participe pasivo en el registro de los estallidos de furia
exagerada y sin dirección que los personajes disparan a diestra y siniestra
(igual que los disparos de las metralletas), la cámara grita con ellos, medita
con ellos y se desespera con ellos; incluso se emborracha con ellos. Esta
vorágine extensa de reacciones viscerales parte desde los mismos personajes;
quienes muestran síntomas de cualquier otra cosa menos de naturalismo. De
hecho, más que personajes, con lo que la película opera en realidad es con arquetipos
construidos a la Bertolt Brecht;
respondiendo más a símbolos y características genéricas propios de sus clases
sociales que a sus rasgos particulares como individuos. Paulo es el poeta
romántico buscando una pureza humana que no logra hallar ni en la izquierda ni
en la derecha; Vieira es el carismático “líder de masas” que fracasa en el
cumplimiento de sus promesas, Sarah la mujer implacable que ha sacrificado su
vida por el compromiso a una causa social y Díaz el líder de la derecha nacionalista
sosteniendo un crucifijo en sus discursos; como un escudo de armas. Es un
relato habitado por personificaciones de ideas y convenciones en la mente del
realizador y de muchos otros respecto a prácticamente cualquier régimen en
América Latina.
“Tierra en
Trance” es una
declaración de principios escrita a base de sangre, balas y una dosis
estratégica de artificio. Un podio desde el cual Rocha aprovecha todos sus
recursos para vomitar (en el buen sentido) algunas de las muchas inquietudes
que lo atormentan: ¿Por qué los líderes fascistas logran ejercer tal fascinación
sobre los pueblos? ¿Es mejor un demagogo que un fascista? ¿Está el pueblo realmente
preparado para asumir el poder? De ahí que se sintiese con la autoridad para
afirmar que “Terra Em Transe soy
yo”.
En una entrevista radiofónica de 1985, a Jerry Harvey,
programador de la estación de televisión “Z
Channel”, se le preguntó si tenía otros intereses en la vida además del
cine. Con risa nerviosa y semi-autoconsciente, el entrevistado respondió: “¿Qué
quieres decir?” Desde 1981, año en que asumió su control, Harvey posicionó al “Z Channel” no sólo como el primer
canal de cable especializado en programación cinematográfica sin censura y sin
cortes comerciales, sino también como espacio para el consumo sin fronteras de
películas entre todos aquellos que, como Harvey, no comían, dormían o respiraban
otra cosa que no fuese cine. Cubriendo un amplio espectro de las más diversas y
variopintas opciones en épocas, géneros,
corrientes, estilos, autores, nacionalidad y niveles de aceptación popular, tan
amplia como para evocar la imagen de una autopista extendiéndose hasta el infinito,
pasó a significar para una generación entera de californianos (muchos de ellos
futuros cineastas) la única forma de acceso a un menú pudiéndose darse el lujo
de abarcar desde blockbusters
hollywoodenses que todo el mundo y su abuelita ya conocían como la palma de su
mano hasta el mal llamado “cine de arte” europeo (Fellini, Antonioni, Bergman,
Godard y cualquiera de los acostumbrados a incluirse en el mismo grupo), documentales,
producción latinoamericana e iberoamericana, lo mejor de “bollywood”, cine mudo antes del Código Hays, todas las formas concebibles
de “exploitation”, “soft-porn”, serie B, Serie Z…podría enumerar
la lista completa; pero por desgracia tengo una columna que escribir.
Traigo esto a colación después de haber encontrado y
disfrutado, gracias a una referencia proporcionada por mi amigo Jorge Carlos
Cortázar Sabido, el documental “Z
Channel: Una Magnifica Obsesión” (Z Channel: A Magnificent Obsession,
2004); mismo que es dirigido por Xan Cassavetes y relata en detalle la historia
personal de Harvey, así como el camino recorrido por su canal para
transformarse en este oasis ecuménico de degustación fílmica. A pesar de que la
factura del trabajo difícilmente parece preocupada por trascender el ya
rebasado formato de entrevista en “cabeza parlante” con el que durante un
tiempo fue común asociar al cine documental, es la pasión obsesiva de Harvey lo
que me impulsa a dedicarle estas líneas. Y el motivo por el cual considero a
esta clase particular de pasión merecedora de mi tiempo y mi esfuerzo es tan
simple como triste: en muchas plataformas o espacios actuales de acceso público
al séptimo arte, sean en físico o en digital, suele brillar por su ausencia. Para
alguien como Jerry Harvey, organizar la programación diaria de “Z” iba más allá de simplemente rellenar
o alimentar un itinerario. Era una cuestión de visión. Y sobre todo, una
cuestión de sensibilidad. Harvey no seleccionaba las películas a transmitir
siguiendo consideraciones como time slots,
ratings o sectores demográficos. Lo
hacía en función de llevar a quién fuera que estuviese sintonizando en ese
momento algo que jamás hubiese visto antes; o por lo menos que jamás hubiese
imaginado que existía. Era como participar en una exploración de buceo a las
profundidades de un océano para traer hasta la superficie un cofre de tesoros
perdidos. Títulos que de otra manera habrían languidecido en el anonimato. Fue
a mediados de los años setentas, cuando el concepto del “Director´s Cut” no había sido secuestrado aún por los mercadólogos
detrás de cada re-edición en DVD y Bluray, que la iniciativa tenaz de Harvey
fue instrumental en lograr que el corte completo de “La Pandilla Salvaje” (The Wild Bunch, 1969) con sus 145 minutos
intactos pudiese ser visto a través de una proyección en los Ángeles y aderezada
con la presencia de su director, Sam Peckinpah. Más adelante, con aprobación de
Michael Cimino, “Z Channel” era el
único espacio para disfrutar los 219 minutos de “Heaven´s Gate” (1980); logrando tanto darle la distribución
honrosa que le fue negada en los cines como convocando exitosamente a una
re-evaluación de sus aciertos y desatinos.
¿Y qué decir de otras obras quizás un poco más oscuras como “Images” (1972) de Robert Altman y “Overlord” (1975) de Stuart Cooper, o
títulos notorios como “Salvador” (1986)
de Oliver Stone; todos ellos debiéndole el haber podido encontrar un público a
la visión de Harvey?
Vivimos en un mundo donde nos encanta fanfarronear lo mucho
que contamos con “Neftlix” para todo
el entretenimiento que podamos desear. No precisa o exclusivamente cine, pero
sí entretenimiento. Tal y como ha sido en el paradigma establecido desde que la
videocasetera irrumpió por primera vez en los hogares, es el usuario quien
tiene el poder. Pero al igual que como ocurre con cualquier otro poder, es
necesario aprender a usarlo con seriedad, imaginación y espíritu aventurero.
Quisiera pensar que aún puede ser concebible la idea de que los programadores
como Jerry Harvey, a la usanza de maestros, guías o catadores comprometidos,
constituyan el factor decisivo en dicho aprendizaje.
*Viernes 15 de julio en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-07-15/Cubriendo-un-amplio-espectro
Somos opuestos en
lo que a nuestros estilos y sensibilidades concierne. A mí no me gusta mostrar
nada. Me gustan las cosas sin explicación. A él obviamente no le interesa eso. Me
imagino que si Oliver Stone mostrara su película a mil personas y esas mil personas
no entendieran exactamente el punto que quiso transmitir, sentiría que ha
fracasado. Quentin Tarantino, guionista, productor, director
y actor.
Stone es más
político que muchos de sus contemporáneos, pero sus películas no funcionan como letanías ideológicas.
Poseen una energía e intensidad que arrastran al público. Puede que al final
tengas preguntas, pero mientras Stone este contando su historia, no hay espacio
para nada más. Roger Ebert, crítico de cine.
Todos parecen tener una opinión respecto a
Oliver Stone. Veterano de la guerra en Vietnam y realizador tres veces
reconocido con el Oscar, se le considera, en el mejor de los casos, un director
audaz, apasionado y un poco extremo en sus decisiones artísticas, pero con un
poderoso punto de vista que nunca pierde oportunidad de expresar en la manera
más cruda y enérgica que el medio cinematográfico le pueda permitir. En el otro
extremo, no falta quienes lo acusan de pretencioso, excesivo, autoindulgente y
moralista; más interesado en ser un paladín de la conciencia colectiva de su país
que un artista por derecho propio. No fue por nada que el crítico español
Carlos Boyero lo calificó alguna vez como “el Pepe Grillo de la cultura
estadounidense”.
No obstante, existe una tercera capa de controversia
de la cual toda conversación respecto a su trabajo parece incapaz de
sustraerse: la percepción popular que se tiene casi siempre de él mismo;
fuertemente cimentada en los excesos registrados dentro de su vida personal, sus
presuntamente provocativas declaraciones a los medios, y las incesantes teorías
conspiratorias para las cuales se supone que sus películas son plataformas de
propaganda. A partir del estreno de “JFK”
(1991), el más polémico y comercialmente exitoso título en su haber, la reputación
de Stone como un seudo-historiador paranoico y reaccionario quedó establecida de
maneras a primera vista irreversibles:
Su extensa
lista de oponentes (…) lo caracteriza como un mentiroso, un hipócrita, un megalómano
y un charlatán. Se ha escrito que su moral es “repugnante”, que no existe nada
“demasiado obsceno, indecente o no ético” que él no haría para “explotar y
comercializar una gran tragedia nacional”. Se le acusa de difamación de
carácter, de envenenamiento de mentes jóvenes y de sabotaje a la confianza en las
instituciones norteamericanas. Algunos han ridiculizado su filme; otros han
sugerido que sea boicoteado.[1]
“JFK”, thriller de corte histórico-político en el
cual Stone y su equipo de colaboradores tuvieron la osadía de desafiar la
conclusión oficial del informe de la Comisión Warren en relación a la muerte
del Presidente de Estados Unidos John F. Kennedy, misma que rechaza tajantemente
cualquier posibilidad de que el homicidio haya sido otra cosa que la acción de
un único asesino, dio lugar a una sombra de escrutinio bajo la cual la
legitimidad de todos los subsecuentes proyectos de Stone estaría constantemente
en la mira. Año con año se veía en la necesidad de recordar y rectificar que no
era (ni es) un historiador, sino un dramatista
con el derecho a una licencia creativa para interpretar la historia más que para
limitarse a registrarla. Sin embargo, nadie estaba dispuesto a bajarlo de lo
primero, y por lo tanto, a dejar de recriminarle sus interpretaciones.
Intentando derribar lo que él consideraba como
uno de los más grandes mitos de su tiempo, Oliver Stone terminó dando vida a
otro mito aún más difícil de destruir alrededor de su persona. Y en el proceso,
muchos puntos pendientes a discutir respecto a ese espíritu “controvertido” quedaron enterrados. Entre
ellos, las circunstancias iniciales que contribuyeron a dotarlo de dicho matiz.
UN RIFLE POR UNA
CÁMARA
William Oliver Stone hizo su gran entrada al
mundo el 15 de septiembre de 1946 en Nueva York. Su padre, Louis Stone, un
adinerado corredor de bolsa en Wall Street, había luchado en la Segunda Guerra
Mundial. Durante una breve estancia en Francia conoció a Jaqueline Goddet, a
quién poco tiempo después desposaría. Oliver, único hijo de ambos, llevó una
infancia privilegiada y tranquila hasta 1962; cuando su padre quedó
económicamente arruinado tras realizar una serie de malas inversiones. Esto
causó que el matrimonio se disolviera. Durante un breve periodo, ingresó a la
Universidad de Yale. Sin embargo, en 1965 decidió abandonarla para partir hacía
Vietnam, donde trabajó impartiendo clases de inglés en una escuela de Saigón.
Al año siguiente se trasladó por una temporada a México y alquiló un departamento
en Guadalajara para intentar escribir una novela. De regreso en Estados Unidos,
consideró dar una segunda oportunidad a Yale, pero optó mejor por alistarse en
el ejército. Como resultado de tal decisión, Oliver Stone se embarcó, una vez
más, a Vietnam. En septiembre de 1967 fue asignado al Segundo Pelotón de la
Compañía Bravo, mismo que se encontraba combatiendo en la frontera con Camboya.
Durante los quince meses en los que estuvo activo fue herido primero en el
cuello y luego en la pierna. Su desempeño lo hizo receptor de varios galardones
militares; entre ellos la Medalla “Corazón Purpura” a la valentía.
Hasta
ese momento, al igual que sus compatriotas, Stone estaba convencido de la
realidad de una conspiración comunista internacional que hacía justificable la
intervención estadounidense en el sureste asiático. Como hijo de un veterano en
una guerra anterior, regresó a casa esperando el respeto que se suponía que vendría asociado al uniforme.
Pero el país al que retornaba no era el mismo que había dejado. Poco a poco, comenzó
a preguntarse si alguna vez lo fue.
Cuando volví
a casa tuve problemas, como muchos veteranos. Fui a la cárcel y tuve…tuve problemas
personales durante varios años en Nueva York. Creo que nos encontramos con un
país que era hostil con los veteranos y al que la guerra le era indiferente. Y
eso nos dolió.[2]
Se dice que Sidarta Gautama quedó
conmocionado al abandonar por primera vez los muros de su palacio y descubrir
que, contrario a lo que creía desde su infancia, nadie escapa al
envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Determinado a vencer estas
realidades, se comprometió a llevar la vida de un asceta. No es demasiado
descabellado reconocer en el inicio de su despertar existencial aquella clase
de dolor a la que Stone alude en sus recuerdos y que lo vincula con el futuro
Buda no solamente a nivel espiritual[3], sino también biográfico: el dolor por la
pérdida de la inocencia. El descubrimiento visceral de una fuerza corrupta operando
abierta o secretamente para encubrir la verdad del entorno y el radical cambió
de dirección que la aversión hacía la
misma ocasiona en el individuo conforman no solamente la gasolina emocional que
lo propulsó a ingresar a la Escuela de Cine en Nueva York (NYU) bajo la enseñanza
de Martin Scorsese y cultivar una carrera
inicial como escritor de guiones, sino también el estimulo para que Richard Boyle (James Woods) tome
partido respecto a la complicidad del gobierno estadounidense con las
dictaduras latinoamericanas en “Salvador”
(1986), Ron Kovic (Tom Cruise) pase de ser ardiente defensor de la guerra de
Vietnam a comprometido opositor de ella en “Nacido
el 4 de Julio” ( 1989) y Jim Garrison (Kevin Costner) investigue a fondo el
asesinato de Kennedy en “JFK”. En la vida y en el cine de Oliver Stone, los
enemigos del status quo no nacen. Se
hacen.
LOS MOTIVOS DEL
VIAJE
He estado siguiendo muy de cerca a la carrera de Stone desde mi
adolescencia. Más que un “fan” en el sentido tradicional del término, me
considero un estudioso apasionado. No obstante, ésta no es una pasión que
acostumbre ser compartida o alentada. De hecho, en algunos círculos su imagen se
encuentra tan devaluada que el hecho de manifestar un mínimo de interés por su
filmografía ha bastado para que mi credibilidad intelectual sea puesta en tela
de juicio. Querer apreciar su cine es el equivalente a insistir en apoyar a las
Águilas del América: algo para lo cual se requiere de extremadas dosis de
paciencia, convicción, agallas y memoria selectiva.
¿Por qué escribir sobre Oliver Stone? ¿Por qué ahora? ¿Para qué molestarse
en dedicarle toda una serie de artículos ensayísticos; siendo ésta la primera
de diez partes? Podría dar muchas razones. Entre ellas, datos tan banales como
el hecho de que septiembre próximo, además de enmarcar su septuagésimo
cumpleaños, coincide con el lanzamiento de “Snowden”;
su dramatización del controvertido informante de NSA. También podría argumentar
las características específicas que lo distinguen de sus contemporáneos. Por
ejemplo, que mientras otros directores abordan de manera casual proyectos
inspirados en hechos y personajes históricos, Stone ha hecho de dicha costumbre
la columna vertebral de su carrera. O que mientras la mayoría no dispone más que de referencias
en tercera persona para llevar el
conflicto en Vietnam a la pantalla, Stone es el único que cuenta con las
cicatrices (“Pelotón”, 1986). O que
pocos pueden presumir de haber generado un impacto cultural tan grande con
alguna de sus películas como para convencer al Congreso de Estados Unidos de
conceder acceso público a documentos previamente clasificados (“JFK”, una vez más). Por último,
retaría a cualquiera a intentar recordar cuándo se había visto que un estudio
de Hollywood otorgase luz verde para editar ni más ni menos que cuatro
versiones distintas de un filme considerado de manera unánime como un fracaso
artístico y comercial (“Alexander”, 2004, 2005, 2007 & 2013).
Pero hay un conjunto diferente de preguntas que, a nivel personal,
considero urgente intentar responder: ¿Por qué se habla tanto de los homicidios
en los que se insiste en acusar a “Asesinos
por Naturaleza” (1994) por haber inspirado, mientras que nada se menciona sobre
su estructura de montaje? ¿Por qué más tiempo y energía suelen ser empleados en
descalificar las inexactitudes históricas de “Nixon” (1995) que en observar con atención lo que propone su
puesta en escena? ¿Por qué, a pesar de haber logrado acumular por más de treinta años la nada despreciable
suma de tres cortometrajes, seis
guiones de largometraje, veinte largometrajes de ficción (incluyendo a dos de
terror, un film noir y un drama de
bomberos), cuatro de documental, quince en calidad de productor (varios a
través de IXTLAN; su propia
compañía), cuatro proyectos televisivos, seis libros de no-ficción y una
novela, la indiferencia que predomina en cuanto a una discusión seria de los
meritos en su trabajo sugiere que debería resignarse a llevar en su epitafio la
mera distinción de haber hecho una película sobre una conspiración para matar a
un presidente? Y sobretodo… ¿Por qué es
importante para alguien como yo la posibilidad de que lo contrario llegue a
ocurrir?
Me encuentro más que dispuesto a incluirme entre los primeros en reconocer
que con trabajo ha producido algo cinematográficamente significativo desde “Un Domingo Cualquiera” (1999). Pero
incluso en sus recientes proyectos de factura menor existen elementos esperando
a ser expuestos bajo una luz quizás un poco más clara y justa. Asimismo, aunque
podemos reservarnos el derecho de objetar a sus premisas ideológicas, lo
anterior no tiene que constituir un obstáculo insorteable en el camino a la
comprensión de lo que, para bien o para mal, hace único a su estilo.
He decidido emprender este viaje de auto – redescubrimiento para
reflexionar en torno a lo que el cine de Stone representa para mí, lo que
representa para sus detractores y lo que representa en relación al panorama
fílmico de la actualidad. Con dicho propósito, planeo retomar títulos que no volví
a ver desde su paso por salas de cine o rentadoras de video, acercarme a otros
que me eran hasta ese momento indiferentes y visitar por enésima aquellos que
conozco como la palma de mi mano; pero ahora con un distinto par de ojos. No
pienso hacerme de la vista gorda en cuanto a sus debilidades, pero tampoco
convertirlas en el eje de mis
disertaciones. Los aspectos formales en lo referente al manejo de política e
historia serán abarcados, pero siempre en cuanto a herramientas en servicio de
la película propiamente dicha. A través
de entregas quincenales estructuradas en bloques temáticos, pretendo llevar a
cabo un esfuerzo comprometido por elevar la discusión en relación a los
aciertos y desaciertos de su cine hasta el nivel que creo correspondiente.
Como mencioné al principio, todos tenemos una opinión sobre Oliver Stone.
El descubrir cuantas de ellas prevalecen al final de la travesía por las
razones correctas o incorrectas lo dejo en manos de quién decida acompañarme.
[1]Anson, Robert Sam, The Shooting of JFK, Revista Esquire, Diciembre de 1991.
[2]Oliver Stone, en el
documental Backstory: “Born On The Fourth
of July”, 2004.
[3]Poco después de finalizar la filmación del largometraje “Entre el Cielo y la Tierra” (1993),
Stone se convirtió formalmente al Budismo.
¿Cómo definir a Buñuel?
¿Qué adjetivo asignarle para adquirir una visión panorámica de su vida y
su cine? ¿Qué etiqueta o mote, si se
quiere ver vulgarmente, para brindarle una idea a cualquier neófito respecto a
lo mismo? Pero sobre todo, ¿cómo catalogarlo a nivel histórico, cultural o
geográfico? Cuestiones harto complejas; tomando en cuenta que, tal y como la
evidencia permite entrever, a treinta y tres años de su muerte por cumplirse a
finales de este mes, difícilmente existe una versión única y definitiva.
Don Luís, el hombre de carne y hueso, llega al mundo a través
de la provincia española de Calanda. Sin embargo, Buñuel el realizador
constituye una invención francesa. La afición por el séptimo arte surge en
Madrid, cuando todavía forma parte de la hoy en día famosa Residencia de
Estudiantes; contando con la buena estrella de coincidir junto con otros dos futuros gigantes de la cultura ibérica:
Federico García Lorca y Salvador Dalí. Sin embargo, la confirmación de la vocación
para el mismo se da sin duda alguna en Paris, a partir de su incorporación al
movimiento surrealista de André Bretón con “Un
Perro Andaluz” (1929) y “La Edad de Oro” (1930). Y sin embargo, es en
México, exiliado voluntariamente de su tierra natal e inmerso hasta el cuello
en las convenciones tanto melodramáticas como artesanales de la insistentemente
llamada “Época de Oro”, donde surge “Los
Olvidados” (1950); cinta que consigue colocarlo en la mira a una escala
internacional (en buen y mal sentido). Pero como si eso no fuera suficiente,
recordemos, o en su caso tomemos en cuenta, que la que por mucho merece recordarse
como la más polémica y subversiva de sus obras, “Viridiana” (1961), además de la distinción de haber sido condenada
abiertamente por el Vaticano, cuenta con la de haberse podido realizar dentro
de España y durante pleno régimen franquista.
Y, por supuesto, ¿cómo atreverse a olvidar siquiera su segundo periodo
francés anclado en la década de los setentas, en el cual, con el beneplácito
del empresario franco-polaco Serge Silberman en la producción y la colaboración
de Jean Claude Carriere en la escritura de guiones, ejemplos desbordados de
excentricidad y desfachatez fueron posibles en “El Discreto Encanto de la Burguesía” (1972), “El Fantasma de la Libertad” (1974) y “Ese Oscuro
Objeto del Deseo” (1977)?
Advirtiendo la manera en que estuvo alternando a lo largo de
su vida y de su carrera entre tres países distintos, tres culturas distintas, y
por consiguiente, tres estadios diferentes de su propia historia, como alguien
quitándose y poniéndose constantemente tres diferentes sombreros para
diferentes ocasiones, a nadie debería tomarle mucho tiempo caer en la cuenta de
que, tanto a su cine como a él mismo, las definiciones o etiquetas no le hacen
falta ni el más mínimo favor.
*Publicado el Viernes 8 de Julio en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-07-08/Los-ojos-de-la-bestia
Esta semana marca el lanzamiento de la “Edición Definitiva”
de “Batman Vs. Superman: El Origen de la
Justicia” en Blu Ray. Sí, sí; ya sé…reconozco que últimamente le he dedicado
más espacio del que en realidad merece. Pero hoy no escribo las siguientes
líneas para hablar sobre la película en sí. Escribo más bien para resaltar el
hecho de que este nuevo corte presume de 30 minutos omitidos de la versión originalmente
distribuida en cines. Escribo para cuestionar por motivos que considero
legítimos a los reportes que señalan a esta versión como evidencia de una
considerable compensación de los huecos narrativos en cuya existencia tanto
críticos como fans renuentes parecen concordar. Escribo para convocar a una
reflexión en torno a qué tanto crédito se le puede dar a las aseveraciones de
que esta “Edición Definitiva” representa la reivindicación creativa de
realizadores como Zach Snyder; la pieza que falta para terminar de cimentar la
narrativa popular del artista visionario dándose golpes contra el sistema de
Hollywood con “S” mayúscula; bajo la cual toda queja respecto al grado de
satisfacción con el producto final debe ser atribuida no a las decisiones del
fabricante, sino a las de sus superiores en traje y corbata escondiéndose debajo
de sus escritorios. En suma, escribo para establecer una brecha de
discernimiento crítico en relación a tres distintos escenarios donde, en mi
opinión, es común que opere el concepto del “director´s cut” (“corte” o versión del director): en calidad de
sanación de la obra, de explotación mercenaria de la misma y de pretexto para
re-direccionar culpas y responsabilidades después del hecho.
Para brindar mayor claridad a los puntos que intento establecer,
me permito introducir un poco de contexto. A diferencia de lo que muchos
imaginan, una película no se “escribe” una, sino varias veces. La última de
ellas se da en la edición; etapa donde se determina su duración y forma definitivas.
Se da por entendido que el corte editado y enviado a la cartelera local se
trata de la versión con la bendición formal del realizador. Sin embargo, cualquier
parte involucrada en el financiamiento del proyecto (productores,
inversionistas, distribuidores, etc.) cuenta con derecho a imponer cambios en
la edición que, a su modo de ver, ayudarán a que la película cuente con mayor
atractivo comercial. Dichos cambios a menudo pueden incluir un final más
positivo, menos ambigüedad en la trama y omisión de escenas explicitas que la predispongan
a una clasificación restringida para la admisión de menores de edad; limitando así
el prospecto de un mayor número de proyecciones en cada sala. La “versión del
director”, con la totalidad de escenas, diálogos, nivel explicito y otros elementos
según la visión del autor, rara vez logra llegar a la luz del día porque pocos
directores cuentan con el privilegio del “final
cut” (corte final); es decir, el poder irrevocable de decisión respecto al
corte oficial que acabará siendo visto por el público.
Las batallas entre creadores y ejecutivos por este derecho no
han sido pocas ni sutiles. Basta recordar que, a mediados de los ochentas, Terry
Gilliam compró una plana entera en “Variety” para ejercer presión pública sobre
Sid Sheinberg, presidente de Universal Pictures, con tal de que accediera a
estrenar comercialmente su versión de “Brazil”
(1985) con 142 minutos. Sergio Leone, por otro lado, tuvo que irse a la
tumba insatisfecho del corte con que “Erase
Una Vez en América” (Once Upon a Time in América, 1984) debutó en un principio;
habiendo sido ensamblada por un comité incapaz de pensar en términos más allá
de la mera narrativa lineal. No obstante, tampoco olvidemos que fue esta misma década
la que atestiguó el advenimiento del mercado home video (Betamax, VHS, DVD); y con él, la transfiguración del
“final cut” en una preocupación mercadológica antes que artística. Si “Blade Runner” existe tanto en su
versión de 1982 como de 1993, se debe a que únicamente tras descubrir las
señales de su lucrativa segunda vida en video fue que las cabezas de Warner
Bros. decidieron que no les implicaba ningún daño hacerle saber al mundo que
los unicornios solían ser un elemento importante en la historia. Gracias a éste
y otros casos, el concepto se trastocó en sinónimo de una versión más larga de
la misma película, y por consiguiente, “mejor”. Pero, ¿cuánto de lo que se
re-incorpora, en teoría por iniciativa del director, perfecciona o fortalece la
repetición de la experiencia? ¿En verdad necesito ver un segundo encuentro en
la edición redux de “Apocalypse Now” (1979) con las
conejitas de Playboy? ¿Es la versión de “Heaven´s Gate” (1980) con 149 minutos,
que Michael Cimino re-editó y re-estrenó personalmente al darse cuenta de la
monumental metida de pata que fue su corte original de 219 minutos, suficiente
para un modesto lugar en el purgatorio de la posteridad cinematográfica? Me
alegra que Oliver Stone haya tenido cuatro oportunidades para editar “Alexander” (2004). Pero aunque lo
hiciese un millón de veces, nada cambia el hecho de que Colin Farrell y
Angeline Jolie se ven tan creíbles en calidad de madre e hijo como un zorrillo
haciéndose pasar una cebra.
Asumiendo que las circunstancias de Snyderlo hagan merecedor de tanta simpatía
como Gilliam, espero que su “Edición Definitiva” refleje bien lo que se supone
que él tenía en mente. Sería una lástima que tanto esfuerzo y trabajo duro no
sirviesen más que como un ejemplo más de por qué tener el último corte no
equivale siempre a tener la razón.
*Hoy en "La Jornada Maya": https://www.lajornadamaya.mx/2016-07-01/Batman-vs--Superman--El-Origen-de-la-Justicia