sábado, 31 de diciembre de 2016

INTOLERANCIA (1916): UN CENTENARIO DE AUDACIAS Y DE PRETENSIONES*


Dentro del léxico anglosajón contemporáneo, chutzpah es un término hebreo (o yiddish, para ser más precisos) que acostumbra utilizarse en el contexto de alguien manifestando una desproporcionada e incluso irresponsable confianza en su determinación por salirse con la suya en las hazañas que decida emprender; sin importar lo ridículas o imposibles que parezcan, ni las probabilidades de triunfar o sobrevivir en su contra. Es ponerse jugar ruleta rusa con la certeza de terminar siendo el único sobreviviente en la mesa. Es tirarse del último piso en el más alto rascacielos con la convicción de que, casualmente, alguien habrá colocado una red. Ícaro, por ejemplo, tuvo bastante chutzpah para atreverse a volar cerca del sol. Del mismo modo lo tuvo Alejandro Magno en su campaña militar por Asia; al igual que Harry Houdini, Evel Knievel y cualquiera con la profesión de cortejar a la muerte.

En 1916, David Wark Griffith contaba con muchos motivos para sentirse con el derecho a su propio chutzpah. El titánico éxito monetario de la hoy en día recordada y controvertida Nacimiento de una Nación (Birth of a Nation, 1915) lo convirtió tanto en pionero de la naciente industria cinematográfica como de la gramática que acabo definiendo a su medio de subsistencia. Más que sus contemporáneos, comprendió que la base de la narrativa en imágenes no consiste en las acciones que muestran, sino en los planos que las encierran y en la relación emocional establecida entre ellos por el montaje. El cine podía permitirse la pretensión de trascender los límites del tiempo y el espacio tan lejos como la imaginación lo permitiese. Y muy pocos ejemplos de tal premisa llevada a la práctica permanecen tan radicales como ese mamut titulado Intolerancia (Intolerance, 1916).

Griffith exige a los primeros espectadores del Siglo XX hacer lo impensable: sentarse por casi cuatro horas a presenciar el flujo intercalado de cuatro líneas argumentales distintas (el melodrama moderno de una joven madre trágicamente separada de su esposo e hijo, la crucifixión de Cristo, los eventos de la matanza de San Bartolomé en la Francia de 1572 y la caída del Imperio de Babilonia en 530 A.C.), separadas por varios siglos de distancia y apenas concatenadas por la idea de que la intolerancia, en cualquiera de sus variantes, constituye la raíz de los males en el mundo. No conforme con su “desfachatez”, Griffith hace de este intrincado acto de malabarismo uno de los más bombásticos espectáculos que se hayan presenciado desde entonces. Basta con observar detenidamente los planos aéreos de los orgiásticos festines de Babilonia para poder hacerse una idea respecto a los colosales derroches presupuestales procedentes del bolsillo de Griffith, épicos como la película misma, y que más adelante lo arrastraron junto al estudio hacía la bancarrota.  Si el dinero puede verse en la pantalla, el chutzpah puede prácticamente olerse.

Quizás lo más interesante de Intolerancia sea hasta que punto funciona principalmente a la manera de ejercicio en un cuarto de edición. De sus cuatro historias, únicamente el melodrama moderno proporcionaría una estructura lo suficientemente coherente consigo misma y con el tema que se promete atacar desde el titulo. Pero aunque no merece ser tachada de perfecta, merece serlo de importante al conformar un testamento a las agallas de una primera generación de creadores que decidieron que la mejor manera de saber si había o no límites para el arte cinematográfico era intentar acercarse cada vez más a los mismos. Directores y películas que, además de no saber cómo buscar el significado de la palabra “sutileza” en el diccionario, parecían regodearse en ello. Autores y obras que, en vez de modular su chutzpah, lo exhibían como la más hermosa solapa. 

*Publicado el Viernes 30 de Diciembre de 2016 en "La Jornada Maya"

JFK (1991): EL FUNERAL DE LA MEMORIA*


No conozco a nadie dispuesto a incluir a JFK (1991) en su lista de selecciones cinematográficas para recibir a la época navideña o al fin del año. De hecho, tampoco conozco a muchos dispuestos a incluirla en dicha lista; independientemente de la ocasión o momento en que se encuentren. La polémica obra maestra de Oliver Stone, con sus voluminosos 189 minutos de duración (206 en el director´s cut), su estratégicamente promiscua coexistencia entre diversos formatos narrativos (color, blanco y negro, 35 mm, 16 mm, 8 mm, ficción, documental, reportaje) y su elevado pero necesario bombardeo de nombres, fechas, lugares y sucesos en relación a la Guerra Fría, no puede clasificarse precisamente como una pieza de entretenimiento ligero. Pero dentro del marco de lo que muchos consideran que ha sido un año marcado por el amanecer de la denominada “post-verdad”, una disertación audiovisual en torno a la construcción y destrucción de realidades como JFK parece más apropiada para despedir al 2016 de lo que puede suponerse.

JFK, pese a lo que el titulo puede invitarnos a asumir, no gira alrededor de la vida y carrera política del 35to. Presidente de Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy (J.F.K.). Tampoco presume, como sus apasionados detractores se desvivieron por convencer a la opinión pública, de haber resuelto el enigma de su asesinato el 22 de noviembre de 1963, o de constituir la fuente de consulta más confiable al respecto. Su director la define como un “contra-mito” para contrarrestar al otro mito perpetrado por la historia contemporánea oficial, según  la convicción de Stone y de muchos otros, de que Lee Harvey Oswald (Gary Oldman) fue el único asesino del Presidente. Dramatizando un trabajo de investigación a lo largo de tres décadas alrededor de la posibilidad de una conspiración, Stone asesina y resucita constantemente a Kennedy; o más bien, a su significado cultural como icono, desde una esquizofrénica alternancia de perspectivas gracias a la alquimia de su montaje, para encontrarse a la vez “asesinando” en un múltiple número de veces al significado institucional de su fallecimiento, re-construyéndolo con cada nueva pista que se cruza en el camino del fiscal Jim Garrison (Kevin Costner) para llevar a los verdaderos asesinos ante la justicia. Como un hipnotizador, Stone arrastra a sus compatriotas hasta la escena del crimen en donde perdieron la inocencia hace más de cincuenta años y los desintoxica de aquello que el shock del asesinato les ha hecho creer que recuerdan de aquel fatídico día, sustituyéndolo con dolorosas preguntas respecto al quién, cómo y porqué del magnicidio. “Altera” la historia con el propósito de salvar su razón de ser. Combate una mentira con otra “mentira”. El fuego con otro fuego.

 La cruzada fue peleada con dos controvertidas armas. En primer lugar, la elección de Jim Garrison como recipiente protagónico del conflicto; aun cuando no faltan los rumores de soborno, coacción y manipulación de testigos para minar su credibilidad. La otra y más importante consiste en su ya mencionado montaje subjetivo que, en contraste con el crudo naturalismo de trabajos primerizos como Salvador (1986), convierte a la película en evidencia viviente de que el arte cinematográfico puede servir no solo en calidad de ventana a una realidad secreta, sino también de hibrido entre historia y artificio en la defensa de una conciencia crítica con la cual mirar a dicha realidad.  A 25 años de su estreno, JFK no deja de gritar ferozmente a los cuatro vientos que la realidad representada por Kennedy como espíritu de una era fue acribillada junto a él en Dallas; pudiendo revivirse solo parcialmente con los fragmentos fílmicos a los que Stone convoca en su exorcismo. Ante un 2017 prometiendo la embestida de venenosos mitos como la sobre-estimación del cambio climático y de los derechos humanos, lejos de desear una Feliz Navidad, me concentraré en desear la llegada del siguiente gran “contra-mito”  con el cual  poder hacerles frente. 

*Publicado el Viernes 16 de Diciembre de 2016 en "La Jornada Maya"

domingo, 4 de diciembre de 2016

YO SOY TRUMBO: KIRK DOUGLAS, "ESPARTACO" Y LA MUERTE DE LA LISTA NEGRA*


Citando al propio Shakespeare, “el panorama es melancólico”.  Varios kilómetros en una pradera de Italia se hallan cubiertos por cadáveres de miles y miles de esclavos; distribuidos en abundancia como margaritas. Todos pertenecientes a una rebelión que acaba de ser brutalmente aplastada por las huestes del implacable Imperio Romano, ahora bajo las órdenes del tiránico Marco Licinio Craso (Laurence Olivier). Los únicos sobrevivientes son informados de sus opciones: el Imperio se encuentra dispuesto a perdonarles la vida, manteniéndolos en calidad de esclavos, a condición de que identifiquen al cabecilla del levantamiento. El esclavo de temperamento particularmente fiero y rebelde, conocido como “Espartaco”. Sin pensarlo, cada uno se levanta y orgullosamente se hace llamar como el susodicho; desconcertando de tal manera a las autoridades romanas y haciendo imposible apresar al hombre que buscan. Protegido en el anonimato proporcionado por la lealtad de sus hombres, el verdadero Espartaco (Kirk Douglas) deja salir una lágrima. Habrán perdido la batalla, pero mientras todos sean y mueran como uno solo, nadie podrá arrebatarles la guerra.

El 6 de octubre de 1960, en el Teatro De Mille en Nueva York a punto de reventar, me imagino que Dalton Trumbo, responsable de escribir las palabras e imágenes que se proyectaban en la pantalla, observaba esta escena con la conciencia de que, a diferencia del esclavo, había tenido que librar su propia batalla sin gozar prácticamente ni de una decima parte de la solidaridad ofrecida a éste.

Hasta ese momento, nadie en Hollywood recordaba la carrera de Dalton Trumbo. O siendo más preciso, nadie quería recordarla. Trumbo, después de todo, formaba parte del llamado grupo de “Los Diez de Hollywood”; profesionales de la industria cinematográfica que, a finales de los años cuarenta, durante el auge de las investigaciones llevadas a cabo por el Comité de Actividades Anti-Americanas (HUAC, en ingles) para erradicar la influencia de simpatizantes del comunismo en la producción fílmica, se negaron a cooperar con sus interrogatorios. Convencidos de que implicaba un atropello a sus derechos protegidos por la Primera Enmienda, optaron por contestar a sus inquisidores sin responder realmente a sus preguntas. Todos fueron condenados a por lo menos un año de cárcel. Pero el verdadero castigo, la indiferencia, aún estaba  por venir. Ese era el poder y el terror de la lista negra: no apuñalarte por la espalda, sino hacer que todos te dieran la suya.

Afortunadamente para Trumbo, Kirk Douglas decidió dar la cara en vez de la espalda. El legendario histrión, bastante próximo a su centenario, tenía muy pocos motivos para arriesgar su pellejo por un apestado. A cargo tanto del papel protagónico como de la producción propiamente dicha, se había visto en la desagradable necesidad de despedir a su director por diferencias creativas. El remplazo elegido, un joven perfeccionista llamado Stanley Kubrick, tampoco le estaba facilitando las cosas. Y encima de todo, diversas organizaciones de extrema derecha, al saber que Douglas estaba considerando darle públicamente su más que merecido crédito como escritor del filme, lo colocaron a él y a su estudio en el ojo de de sus amenazas. En palabras parafraseadas del infame Joseph McCarthy, inclusive un solo comunista en Hollywood ya era demasiado.

No obstante, algo en Douglas se encendió con suficiente fuerza para hacerlo caer en la cuenta de que, en tiempos de intolerancia e hipocresía, los hombres que pueden perderlo todo siempre tienen la opción de extender la mano a quienes ya lo han perdido. A riesgo de sonar cursí, veo y recuerdo a “Espartaco” (Spartacus, 1960) no como otro drama épico en la fase terminal del Studio System, o como la “oveja negra” en el catalogo de Kubrick, sino como la prueba, dentro y fuera de la pantalla, de que tal milagro de hermandad puede darse. De que, si los personas y circunstancias correctas coinciden, la guerra puede ser ganada por los esclavos. 

*Publicado el Viernes 02 de Diciembre en "La Jornada Maya"

KEN RUSSELL (1927-2011): A CINCO AÑOS SIN SU EXCELENTE MAL GUSTO*


El 27 de noviembre de 2011, Henry Kenneth Alfred Russell dio su último suspiro. Fuera de Gran Bretaña y ciertos círculos profesionales y académicos, la noticia pasó prácticamente desapercibida. Desde luego que tampoco es como si a él le hubiese importado mucho. La última de todas las razones que Ken Russell hubiese podido tener para convertirse en uno de los más notorios cineastas ingleses de la posguerra habría sido querer ser extrañado. Sin embargo, a mí me importa. Me importa mucho. Porque lo mejor de su cine fue creado para aplaudirse o abuchearse. Pero jamás para desconocerse.

Tachado de vulgar, infantil, bravucón, ególatra, obsceno y auto-indulgente, pero al mismo tiempo ensalzado por su imaginación, intelecto, instinto musical y sentido de la belleza, no llegó al mundo para seguir las reglas u opiniones de otros. Durante sus días en calidad de realizador de documentales para la BBC, cometió uno de sus primeros pecados cardinales contra el decoro, la imparcialidad y la verosimilitud en biografías de personajes históricos (en este caso, de compositores clásicos) al querer ilustrar los vínculos de Richard Strauss con el partido Nazi poniéndolo a musicalizar en vivo la tortura de un judío indefenso por parte de oficiales de la SS en Dance of The Seven Veils (1970). Pero si bien lo anterior hizo que ejecutivos y programadores se jalaran los cabellos, ni siquiera imagino a qué clase de coma habrán sucumbido cuando años después, libre de las correas editoriales impuestas por la pantalla chica, llevó su proclividad por la blasfemia histórica hacía nuevos niveles en el celuloide. Si alguien tiene dificultades para mantenerse despierto, que no se preocupe: Franz Liszt (Roger Daltrey) presumiendo un pene gigante de plástico en Lisztomania (1975) será garantía suficiente para no volver a pegar los parpados durante un buen rato.

Los compositores no eran las únicas vacas sagradas que gozaba llevar al matadero. La explotación audiovisual del Catolicismo es la mejor evidencia de su voluble relación con el mismo al paso de los años. A fines de los cincuenta no es extraño que cortometrajes como Amelia and The Angel (1958) den testimonio de una certera devoción; puesto que Russell recién acaba de convertirse a la fe. Sin embargo, con Los Demonios (The Devils, 1971), la devoción cede el paso no solo al escepticismo, sino también a la profanación de iconos en pos de una lectura crítica de los dogmas escudados detrás de ellos. A casi diez décadas, la secuencia de una manada de monjas enloquecidas atacando sexualmente a un crucifijo de tamaño natural es lo único que se interpone entre la película y su distribución para DVD y Blu Ray en ambos lados del Atlántico. Finalmente, delirios como La Guarida del Gusano Blanco (The Lair of The White Worm, 1988) recurren al imaginario católico mucho más a la manera de una provocadora pieza de utilería que de un instrumento ideológico. A estas alturas, para bien o para mal, Russell se había convertido ya en “el Fellini Inglés”.

Pasar sus últimos días realizando películas caseras en su jardín pareciera un desenlace más que lógico para sus detractores. Después de todo, seguro han de pensar, era cuestión de tiempo para que sus extravagancias le pasasen factura. Pero frente a esta narrativa, me atrevo a formular otra completamente diferente: que el hombre responsable de poner en entredicho los límites de la censura británica por medio del combate cuerpo a cuerpo y como Dios los trajo al mundo entre Oliver Reed y Alan Bates en Women In Love (1969), así como de sentar los cimientos para la revolución del video-clip musical en Tommy (1975), siguió produciendo hasta el final por la misma y exacta razón que lo llevó a hacerlo desde el principio: porque le dio su pinche gana. Con, sin, o muy a pesar de un público. Esto no es cosa de derrotados. Es de invencibles. Por no decir que de gigantes. 

*Publicado el Viernes 25 de Noviembre en "La Jornada Maya"

LA MALDICIÓN DE LA PALABRA CON "A"*


En 1890, Rudyard Kipling publicó un poema que comienza con las siguientes líneas:

Cuando los rayos del sol recién nacido cayeron por primera vez sobre el verde y el dorado, nuestro padre Adán se sentó bajo un árbol y talló el molde con un bastón. Y el primer tosco esbozo que el mundo vio alegró su gran corazón, hasta que el Demonio susurró detrás de las hojas: “Es bonito… ¿Pero es arte”?

 Más adelante en el poema, la interrogante vuelve a ser formulada a través de los siglos; desde Noé dentro de su arca y los hombres de las cavernas hasta escritores modernos en un club de Londres; todos con la misma inquietud. Concluye con la idea de que, millones de años después, ningún descendiente de Adán sabe más de lo que él sabía al respecto.

¿Qué es el arte? ¿Cómo se define? ¿Quién lo define? ¿Con qué criterios se establece que algo lo sea o no? Si en el Siglo XXI apenas logramos ponernos de acuerdo en las respuestas a estas interrogantes, no quiero ni pensar qué nos hace suponer que sabemos bien a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de “cine de arte”. Desde hace tiempo, el término se ha visto a sí mismo asimilado por el discurso público con la ligereza de un bebé examinando la pistola Magnum 44 que acaba de encontrar en el cajón de su padre. Muy pocos comprenden que, semánticamente hablando, jugar con algo así puede ser mortal.

La gente que conozco llama “cine de arte” a todas aquellas películas que, en la maravillosa diversidad de su vocabulario, les parecen “difíciles” o “un poco extrañas”. Cuando utilizan palabras tan simplistas, caigo en la cuenta de que no ven tanto cine como deberían. Pero cuando, además de todo, incluyen en la misma categoría a cualquier drama mínimamente realista cuya única diferencia real con los blockbusters veraniegos radica en estrenarse durante los últimos meses del año (periodo para contendientes durante la temporada de premiaciones), también caigo en la cuenta de que no tienen idea de lo que están diciendo.

Para entender mejor la dimensión del despropósito, es preciso reconocer que el concepto  entendido como “cine de arte”, al menos teóricamente, sí existe. Críticos y académicos no tienen empacho en definirlo como una clase de cine “con cualidades que lo separan del mainstream hollywoodense”; mismas que pueden incluir un énfasis en el estilo autoral del director o en ciertos pensamientos, sueños y motivaciones de los personajes. Algunos de estos mismos académicos, como David Bordwell, van todavía más lejos al considerarlo “un género con sus propias convenciones”. Otros, sabia y prácticamente, se limitan a referirse a ello como la clase de producción fílmica pensada para un nicho reducido de mercado, y por consiguiente, con objetivos más artísticos o estéticos que comerciales en mente.

Por sí mismas, las definiciones anteriores gozan de mi bendición. Mi rechazo  se encuentra dirigido más bien hacía la necesidad de bautizarlas con el vocablo de “arte”. En el contexto pobremente intelectual que hoy nos envuelve, “Arte” es lo que muchos snobs utilizan para poder marcar insufribles divisiones de sensibilidad entre las clases sociales. Es todo lo que el espectador casual necesita para dar por hecho que la película en cuestión lo hará sentirse como un idiota, y en consecuencia, querer huir de ella. Todavía peor: es la palabra mágica para que conglomerados como Cinepolis se sientan con el derecho de abandonar a títulos que no comprenden ni valoran en horarios de mala muerte.  

Llamar “de arte” a cualquier clase de cine debería estar muy lejos de ser un cumplido. Es una degradación. Es un desprestigio. Un estigma. Una letra escarlata. Y como  la consabida letra en la homónima novela de Hawthorne, más que de la vergüenza de su portador, es un recordatorio de aquella que merece vivir en el corazón de quién la impone. 

*Publicado el viernes 18 de Noviembre en "La Jornada Maya"


PROFETA DEL MIEDO, PROFETA DEL FIN


Stanley Kubrick era más consciente que nadie acerca de nuestra capacidad innata para la autodestrucción. Muchos personajes en sus películas terminan como los arquitectos de sus fatídicos destinos. No es una coincidencia que Humbert Humbert ya esté condenado cuando come con los ojos por primera vez a Lolita (1962). Tampoco que su misma sed de sangre conduzca a Jack Torrance en El Resplandor (The Shining, 1980) a morir congelado. Ni mucho menos que Dr. Insólito O Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Comencé a Amar la Bomba (Dr. Strangelove or How I Learned To Stop Worrying and Love The Bomb, 1964) haga posible atestiguar el espectáculo de un mundo hecho añicos por cortesía de un holocausto nuclear. Especialmente uno iniciado por la demencia, bravuconería, paranoia e intolerancia de un hombre. Un hombre como el General Jack D. Ripper (Sterling Hayden). O como el recién Presidente electo de los Estados Unidos, Donald J. Trump.

En caso de que sean muy jóvenes para saber o muy viejos para recordar, me tomaré la molestia de recapitular la trama de éste filme. En plena Guerra Fría, víctima de un ataque psicótico y convencido de que los rusos invadirán para quedarse con sus “preciosos fluidos corporales”, el citado Ripper ordena a su brigada nuclear de combate aéreo atacar a la Unión Soviética con la esperanza de que el Presidente Merkin Muffley (Peter Sellers) no tenga otra opción más que declarar una guerra contra el país comunista. Sin embargo, los rusos cuentan con una “maquina del fin del mundo”; misma que se activará de manera automática ante cualquier agresión y destruirá toda la vida en la tierra por contaminación radioactiva. Para colmo de males, el Presidente y el Dr. Insólito del título (Peter Sellers también) descubren que la única forma de cancelar el ataque es con una contraseña que Ripper conoce y que éste, habiendo tomado el control de la base militar en donde trabaja y a uno de sus subalternos (Sellers, una vez más) como rehén, no está dispuesto a revelar. El mundo pende de un hilo debido a que, parafraseando al Presidente Muffley en uno de los más deliciosos eufemismos, un militar fanático “se puso un poco raro en la cabeza”.

Creo firmemente que, durante la producción de Dr. Insolito, Stanley Kubrick no estaba haciendo en realidad una sátira política. No estaba haciendo comedia. No estaba haciendo  ficción. Hombre, ni estoy seguro de que estuviese haciendo una película (o por lo menos únicamente eso). No. Lo que él hacía en esos momentos, sin imaginarlo, era una profecía. Profecía que, juzgando los antecedentes previos a los resultados electorales de hace días, dan pie a suponer que podría estar a pasos de cumplirse. Hablamos de una espeluznante radiografía poniendo a la luz el trastorno político, psicológico y cultural adolecido por una superpotencia preparándose a construir un muro fronterizo que lo proteja de aquellos a quien se le ha enseñado en los últimos meses cómo odiar.

Hablamos de la reivindicación para aquella fuerza que impulsó la decisión de Ripper, así como también la de muchos estadounidenses en el pasado martes: el miedo. Miedo a la mera idea de formar parte no de un único país, sino de muchos diferentes dentro uno mismo; cada uno con sus propias voces y visiones. Miedo a no contar con alguien a quien achacarle los orígenes de lo que ellos perciben como sus debilidades. Y sobre todo, miedo a encarar la responsabilidad de su decisión en aras de la “grandeza” que histéricamente claman a los cuatro vientos haber perdido. De ahí que se hayan atrevido a consentir que el acceso a su armamento nuclear descanse sobre los hombros de un líder mil veces menos inteligente y emocionalmente estable que ellos mismos.

Cuando mañana despertemos y abramos nuestra ventana para que lo último que veamos sea una enorme nube verde en forma de hongo, la reacción de Kubrick desde su tumba estará dividida.  Sonreirá de orgullo y llorará de pena al percatarse de que tenía razón.

*Publicado el Viernes 11 de Noviembre en "La Jornada Maya"

EL OLVIDADO ARTE DE VOLAR HASTA LO ALTO*


La semana pasada recibí una noticia que me hizo sentir emocionado por un gran número de razones. Me enteré que el tráiler del filme Rules Don´t Apply (2016), próximo a tener su estreno mundial dentro del Festival del American Film Institute (AFI) este 8 de noviembre, se encuentra disponible en la red. Hasta donde sé y comprendo, esta comedia romántica de época dramatiza un triangulo amoroso ficticio entre el millonario, aviador y productor hollywoodense Howard Hughes, un chofer trabajando bajo su nomina y una de las muchas jóvenes starlets que Hughes famosamente mantenía retenidas en bungalows a lo largo de Los Ángeles para su disposición personal (si entienden a qué me refiero con ello).

Quienes me conocen bien entenderán por qué tan solo esto último ya es para un servidor motivo de celebración. Adoro las historias inspiradas en personajes históricos. Adoro más aquellas en el Hollywood del Studio System (1920´s – 1960´s). Y de manera muy particular, junto a Richard M. Nixon y J. Edgar Hoover, uno de los personajes norteamericanos de los que más disfruto ponerme a leer, pensar y hablar es, precisamente, Howard Hughes. Pero mí razón más importante para celebrar no es ninguna de las anteriores. Es Warren Beatty. O siendo más preciso, el retorno formal de Beatty a la pantalla; escribiendo, produciendo, dirigiendo, y en este caso, interpretando al magnate de la aviación.

Dentro del ecosistema cinematográfico que nos rige hoy en día, Beatty es como un tigre blanco de Siberia. Seductor, carismático, implacable y uno de los últimos de su especie. Sobreviviente y representante de un Hollywood en el que hacer películas no era cuestión de segmentos de mercado o de cifras en un primer fin de semana, sino de imaginación a lo grande y de apuestas de alto riesgo. Como Hughes, Beatty aborda cada proyecto al estilo de alguien que pretende invertir el curso de una cascada. A menos que se trate de un gran desafío, de ningún modo sentirá que vale la pena. Por si esto fuera poco, le gusta hacer las cosas a su manera y tomarse el tiempo que crea necesario; lo cual explica los prolongados intervalos entre cada filme que dirige y/o produce (Rules Don´t Apply es su primero en veinte años). Otro aspecto que lo vincula con Hughes de manera profunda es la latente y oblicua sombra de su legado. ¿Cuántos recordarán que fue su fama de Casanova (otro atributo en común con Hughes) la que inspiró el argumento para What´s New, Pussycat? (1965); la comedia que le dio al mundo el debut cinematográfico de Woody Allen? ¿O que, en una década sin precedentes existentes de un actor convertido en productor, estableció el primero con Bonnie & Clyde (1967)? ¿O que está, quizás la más icónica de sus películas, fue responsable no oficial de haber inaugurado la era del “Nuevo Hollywood” y de haber puesto el último clavo en el ataúd del infame Código de Censura que hasta ese momento había tenido que ser tolerado por la industria?

Finalmente, al igual que Hughes, se ha caracterizado por saber colocar su dinero donde se encuentra su boca cuando de una visión personal se trata. Cuando Warner Bros. se negó a brindarle distribución suficiente a Bonnie & Clyde en sus primeras semanas de cartelera, Beatty amenazó con demandar al estudio. En plena Guerra Fría produjo Reds (1981), drama sobre un escritor comunista. No le importó deducir de su salario los excedentes presupuestales en Dick Tracy (1990) con tal de crear lo más cercano a un comic de carne y hueso. Y ahora, a más de cuarenta años batallando por realizar un proyecto sobre Hughes desde que quedó fascinado con la personalidad del millonario, mientras prácticamente todos huyen despavoridos de cualquier cosa que no incluya sables de luz o personajes con capa, Warren Beatty buscará salirse una vez más con la suya y bajo sus propios términos. Eso es tener estilo. Eso es tener cojones. Es atreverse a volar sin miedo y a lo alto.

*Publicado el Viernes 04 de Noviembre en "La Jornada Maya"

viernes, 28 de octubre de 2016

¿EN EL CIELO O EN LA TIERRA?


La semilla de lo que luego se convertiría en El Resplandor (The Shinning, 1980), adaptación de Stanley Kubrick a la novela de Stephen King, fue plantada con una llamada telefónica que el director de 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) hizo al autor a primeras horas de una mañana. Lo primero que King le oyó decir al otro lado de la línea era que las historias de fantasmas le parecían fundamentalmente optimistas. “Si existen los fantasmas” - argüía el realizador - significa que sobrevivimos a la muerte”. Cuando King cuestionó cómo encajaría el infierno en tal conclusión, Kubrick se limitó a responder que no creía en el infierno. Tiempo después, King profundizó en la primordial diferencia de opinión entre ambos, y en el motivo por el cual, hasta hoy, difícilmente se siente orgulloso de ver su libro inmortalizado en la pantalla. “Un escéptico visceral como Kubrick  - acusó el autor - “no podría entender la maldad inhumana en el Hotel Overlook (donde ocurre la historia); de modo que buscó la maldad adentro de los personajes e hizo de la historia una tragedia domestica (…) porque él mismo no podía creer, no pudo hacerla creíble a otros”.

Lo más probable es que a muchos de quienes leen estas líneas jamás se les haya ocurrido que un libro como el de King o una película como la de Kubrick pudiese ser una cuestión de “creencia”. Aún así, propongo que el concepto juega un papel más preponderante de lo comúnmente reconocido en la construcción de un imaginario cinematográfico colectivo en torno a una posible vida tras la muerte. No en el sentido de que todos los cineastas manejando el tema sean religiosamente creyentes, sino en el de que dicho imaginario parece predispuesto a sostenerse sobre cimientos antropocéntricos que dicen más sobre lo que se “cree” respecto a esa vida que sobre lo que se puede tener por seguro de ella.

Conjeturar qué ocurre cuando abandonamos nuestro despojo mortal no solo conforma un pretexto dramático casi tan viejo como el cine mismo, sino también el equivalente a una serpiente mordiéndose su cola. ¿Cómo imaginar “otra vida” si la única que conocemos es ésta? Es por tal motivo que toda representación merece ser vista como un salto de fe, con espacios en blanco que solo podemos concebir llenar con elementos más cercanos a esta existencia que a la siguiente. Lo anterior explicaría por qué, al estirar respectivamente la pata, Cantinflas tiene que hacer pasantía como empleado de limpieza en el cielo (católico, “para variar”) de Un Día con el Diablo (1945), Albert Brooks necesita de un abogado en el purgatorio/tribunal de Visa al Paraíso (Defending Your Life, 1991), y tanto Alec Baldwin como Geena Davis deben permanecer en una burocrática sala de espera por no haberse leído ya todo el “Manual para Recién Fallecidos” como parte de su educación fantasmal en Beetlejuice (1988). La impotencia por no poder conocer cómo es o cómo podría ser el otro mundo nos conduce a la conformidad de estar re-inventando el nuestro constantemente.

¿Cual sería el punto? ¿Por qué esforzarnos en darle un rostro a la muerte si sabemos que, cuando llegue, no nos sonreirá con los ojos de Jessica Lange en El Show Debe Seguir (All That Jazz, 1979)? O en darle forma a nuestra última morada, cuando las probabilidades de que ésta resulte ser un numero musical estilo Las Vegas, como Monty Python nos convoca a creer en El Sentido de la Vida (The Meaning of Life, 1983), son nulas? Quizás debido al mismo motivo por el cual los egipcios embalsamaban a los difuntos con sus posesiones terrenales. El mismo por el cual los niños exigen que se les cuente la misma historia una y otra vez antes de dormir. Y el mismo por el cual, en términos simplistas, llevamos una dieta cinematográfica en gran medida formada con base a clichés. Frente al abismo de lo desconocido, lo familiar es nuestra cuerda de seguridad. Exitósamente nos vende la idea de que, a dondequiera que vayamos, cielo, infierno u otra cosa, las sorpresas que hemos de encontrarnos ahí no han de ser demasiadas. ¿Quién puede, entonces, culparnos por querer ser optimistas? 

*Publicado hoy en "La Jornada Maya"

domingo, 23 de octubre de 2016

VOCACIONES Y PRETENSIONES*


Hace dos semanas, participé como uno de los muchos ponentes en una serie de pláticas didácticas organizadas por el colectivo “CINE CON”; mismo que busca convencer al sector empresarial del estado respecto a la viabilidad económica de una industria fílmica local, a través de una capacitación intensiva de los inscritos a las platicas en las ramas productivas (dirección, guión, fotografía, vestuario, etc.) Respaldado por el Instituto Yucateco del Emprendedor (IYEM), pretende contribuir al surgimiento de condiciones en las que todos los habitantes de la región con deseos de hacer cine puedan hacerlo no a raíz de un mero “amor al arte”, sino en calidad de un sólido medio de vida. Desde hace diez o quince años, el interés por la actividad cinematográfica en Yucatán, así como el numero de espacios técnicos para nutrirlo, se ha ido incrementando. Cursos, talleres, seminarios, diplomados, convocatorias y festivales se multiplican como si fueran Oxxos. Esto ocasiona que preguntas anteriormente planteadas regresen con mayor insistencia: ¿Cómo consolidar una industria cinematográfica en Yucatán? ¿Cómo formar a más y mejores cineastas? ¿De qué manera liberar a quienes sueñan con llegar a serlo del estigma cultural asociado a la profesión? Preguntas más que legítimas. Sobre todo considerando el innegable impacto de Yucatán en la historia del cine mexicano; entre otras cosas, como responsable del primer largometraje de ficción en el país (1810 o Los Libertadores de México, 1916).

Ciertas personas, dentro de la engañosa euforia de esta abundancia, han declarado que dichos objetivos están en proceso de cumplirse; o incluso que han sido cumplidos. Sin afán de ser aguafiestas, me declaro fuera de tal grupo. No por oponerme al prospecto de una industria estatal propiamente dicha, sino por considerar incorrecto el ángulo desde el cual se han planteado las interrogantes para justificar la necesidad de que tal industria exista. El “¿cómo?” debería más bien cederle espacio a “¿por qué?” ¿Por qué queremos una industria de cine? ¿Por qué capacitar y reclutar a cada vez más jóvenes para que formen parte de ella? Y sobre todo… ¿Por qué tantos de ellos insisten en dedicarse al cine?

Al igual que en cualquier vocación, sobra la gente que elige el cine por motivos menos que congruentes. No diré cuales merecen ser vistas como lo último. Pero las más comunes de ellas suelen materializarse en respuestas del tipo “porque tengo historias que contar”, “porque necesito expresar muchas cosas”; o mi favorita personal, “porque amo al cine”. En rara ocasión me he topado con una motivación que, lejos de corresponder a idealismos abstractos o pretensiones de auto - superación, denote una meditación profunda, real y concreta alrededor de lo que esa persona espera que el cine aporte a su vida; así como también de lo que ella espera aportar al mismo. Yo, por ejemplo, amo las hamburguesas. Pero no por eso tendría el más mínimo interés en ser gerente de un McDonald´s.

En 8 ½ (Otto e Mezzo, 1963), cuando Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) se ha visto obligado a cancelar la realización del que iba a ser su próximo filme, Carini (Jean Rougeul), crítico al que invitó a colaborar en el guión, le asegura para consolarlo: Destruir es mejor que crear cuando no creamos aquellas pocas cosas verdaderamente necesarias. Teniendo lo anterior presente, albergo la diminuta esperanza de que tanto candidatos a estudiantes de cine como gestores culturales y políticos desesperados por un “Yuca-wood” no tomen ninguna decisión crucial a la ligera o con el hígado. Que lo que sea que ellos luchen por brindar a una industria del cine en Yucatán, aunque no mucho, sea por lo menos absolutamente necesario. 

*Publicado el Viernes 21 de Octubre en "La Jornada Maya"

domingo, 16 de octubre de 2016

EL "EMPAREDADO" DE LA IMPOSICIÓN*


Uno de los recuerdos más lucidos que conservo de mi infancia fue aquél día en el que me acerqué a la mesa donde mis padres almorzaban para preguntar si no habían visto mis tenis en el “armario”. No lo llamé “ropero” o “closet”, anglicismo con que los mexicanos guardamos mayor familiaridad. Dije “armario”, como lo había oído decir tantas veces en dibujos animados de Canal 5, emisora de series gringas dobladas al español por antonomasia. Durante mucho tiempo, una buena parte de mi vocabulario estuvo definido por éste castellano neutro. En la tele no se decía: “Voy a prepararme un sándwich”. Lo correcto era decir: “Voy a prepararme un emparedado”. In cuarto jamás era cuarto sino “alcoba” y el basketball era sustituido por el  genérico “baloncesto”.  

Muchos años atrás, recuerdo haberme enterado de una iniciativa de ley propuesta por Guillermo Herbert Pérez, miembro de la Comisión de Educación y Cultura en la cámara alta del Senado. Dicha propuesta estipulaba un plan para regular el doblaje en cine y televisión, así como contrarrestar la competencia de empresas colombianas, chilenas, argentinas y venezolanas. Según Herbert Pérez, la idea era respetar el trabajo de los actores de doblaje mexicanos, así como también respetar nuestro idioma, nuestra cultura, y nuestro lenguaje, para de esta forma evitar el fomento de tecnicismos, modismos y formas de lenguaje que deforman gravemente al de nuestro país.

Irónicamente, el mismo fervor patriótico había colocado al doblaje en una posición desfavorable muchas décadas atrás. En los años cuarenta, dos representantes de la Metro Goldwyn Mayer fueron enviados a México para reclutar actores con los cuales establecer en sus estudios de Nueva York una división para doblaje de películas al español. Contrataron los servicios de Luís de Llano Palmer, quien convocó actores de radio por considerarlos con  mayor capacidad para expresarse a través de la voz.  De esta manera, en la primera cinta sonorizada con español mexicano, Luz Que Agoniza (Gas Light, 1944), Blanca Estela Pavón, Guillermo Portillo Acosta, Víctor Alcocer y Carlos David Ortigosa doblaban a Ingrid Bergman, Charles Boyer, Joseph Cotten y Gregory Peck. Las reacciones no estuvieron exentas de controversia.  Considerándola como una afrenta a la industria nacional, el gobierno prohibió parcialmente la exhibición de cintas dobladas. La única excepción fue marcada para cintas y cortos animados.

No obstante, recuerdo haber pensado también en esos momentos, igual que como lo pienso eso ahora, el cuestionamiento sobre  lo benéfico o perjudicial del proceso de doblaje va más allá de la defensa por la lengua nativa. Leonardo García Tsao lo manifiesta esta preocupación: Con el doblaje se pierde cuando menos un 50% del desempeño actoral y buena parte de la identidad de una película ¿Qué pasa cuando, encima, rige un criterio censor? No pude comprobar lo perpetrado por Televisa con TAXI DRIVER al pasarla “en tus cinco (sin) sentidos” pero es de suponer que, por cortesía del doblaje, el personaje de Jodie Foster se convirtió en una girl scout regañada por su scout master Harvey Keitel por no haber vendido suficientes galletas en la calle. O algo así

Es verdad que la profesión de doblaje ofrece verdaderas oportunidades de trabajo a buena parte de la gente creativa. Igualmente cierto es que se trata de una alternativa positiva para analfabetas y quienes no han logrado familiarizarse con el idioma ingles; incluyendo a los niños. Pero, ¿dónde queda el grupo minoritario de cinéfilos sin problemas para leer subtítulos, y que, en menor pero significativa proporción, posee suficiente cultura bilingüe como para seguir la trama de una película sin tener que leerla?  Aunque fue formulada hace ya bastante tiempo, espero que en el futuro iniciativas como la de Herbert Pérez no nos priven a quienes pertenecemos a éste último rubro de nuestro sándwich.

*Publicado el viernes 14 de octubre de 2016 en "La Jornada Maya" 

BELA LUGOSI: LA TRAGEDIA DE UN ACTOR Y LA INMORTALIDAD DE UN VAMPIRO*


Oscar Wilde dijo una vez: “Cuando los dioses quieren castigarnos, nos dan lo que les pedimos”.  No estoy seguro si Bela Lugosi había leído a Wilde cuando, en 1929, hacía una intensa campaña como candidato a ser tomado en consideración por Universal Pictures para el papel titular en su versión cinematográfica de Dracula (1931). O si tan siquiera estaba familiarizado con aquellas proféticas palabras del autor irlandés. Sin embargo, muy consciente del giro trágico que la trayectoria de su carrera terminó adoptando, así como también de que, a partir de esta semana, el Centro Cultural Olimpo en el centro de Mérida ofrece a lo largo del mes una selección de los mejores ejemplos de la misma, no puedo evitar pensar que Lugosi hubiese apreciado la cruel ironía del dicho. Nunca fue la primera opción de Universal. De no haber sido por su persistencia, el estudio le hubiese dado el papel a Lon Chaney. Y en retrospectiva, quizás debió hacerlo. Aunque no lo sabía, con cada carta enviada al estudio para postularse, Lugosi colocaba los clavos de su propio ataúd.

Nacido en 1882 con el nombre de Bela Ferenc Dezso Blasko, adoptó el apellido “Lugosi” a partir de su ciudad natal Lugoj (Rumania); población a unos pocos kilómetros de Transilvania, en donde la leyenda del vampiro concebido por Bram Stoker ha sido cultivada por varias generaciones. Cuando llegó a Hollywood, a pesar de ser nada mal parecido, se hizo evidente que tampoco era un galán a la usanza convencional de Errol Flynn o Clark Gable. Sin embargo, poseía algo por lo cual los dos hubiesen estado dispuestos a dar su brazo derecho: una presencia exótica, magnética y misteriosa que hacía prácticamente imposible quitarle la vista de encima. Y en ningún rol que había encarnado en los escenarios de su país se encuentra esta presencia respirando con mayor poder que en el conde transilvano de Todd Browning. Igual que con Oscar Wilde, ignoro si Lugosi leyó a Stoker. Pero me sorprendería que no lo hiciese, puesto que no me explico cómo articuló con tal elocuencia el erotismo del libro en un potente matrimonio entre sexo y muerte; disparando en millones de espectadoras una erupción simultanea tanto de libidos como de repulsiones. 

Tras el éxito con el que Dracula arrasó como un brutal huracán, Universal comía ansías por ver a Lugosi bajo la piel de Frankenstein (1931). Pero el ídolo europeo de sueños y pesadillas húmedas se sintió insultado. ¿Cómo iba una estrella de su calibre a rebajarse dándole vida a una burda montaña de maquillaje que, encima de todo, no tenía diálogos? Como Edipo casándose sin saberlo con su madre, Lugosi selló su destino rechazando el papel. Su castigo, lejos de arrancarse los ojos, fue compartir crédito en nada menos que seis películas - The Black Cat (1934), The Raven (1935), The Invisible Ray (1936), Son of Frankenstein (1939), Black Friday (1940) y The Body Snatcher (1945) - con Boris Karloff, quien terminó encarnando a la creatura de Mary Shelley, convirtiéndose de la noche a la mañana en la estrella que Lugosi ya estaba dejando de ser. Debió haber sido como ver a Salieri en una gira de conciertos con Mozart. La gloria de uno era el veneno de otro.

Aunque terminó abandonado por estudios, productores, esposas y amigos, la sombra del Conde permaneció a su lado. En las buenas y en las malas. Sobre todo en las últimas. Estuvo junto a él cuando inauguraba supermercados vistiendo su traje. Cuando tocó fondo al tener que compartir pantalla con un chimpancé en una de sus últimas películas. Y por supuesto que estuvo en el día de su velorio; donde, por iniciativa de su familia, su cadáver portó por última vez su capa.

 Dicen que después de morir, Heracles fue elevado hasta las estrellas y convertido en constelación. Analógicamente hablando, quiero pensar que las humillaciones que Bela Lugosi aguantó en vida para que el mito de Dracula viviese más allá de su muerte valieron la pena. El actor fue destruido, pero el vampiro permanecerá para siempre.

*Publicado el 07 de Octubre de 2016 en "La Jornada Maya".

EL TERROR INVISIBLE PERO JAMÁS AUSENTE*



Suelo decir que las películas de terror – la mayoría de ellas por lo menos – rara vez logran en verdad asustarme o impresionarme. Lo digo sin falsa modestia. Pocas han sido las representantes de tal género que han tenido el privilegio de endurecerme los pelos de la nuca, hacerme saltar para atrás en señal de espanto o arrancarme un alarido como el de quién ha descubierto que tiene los segundos de su vida bien contados. ¿La razón? Quizás el hecho de que, como puntualiza un muy conocido cliché, la realidad es más terrorífica que toda ficción. El mundo en el que vivimos, sobre todo en estos momentos, constituye en humilde opinión de quién escribe la más grande fabrica de pesadillas. Tomaré a Donald Trump por encima de Freddy Krueger cuando ustedes quieran.

En dicho sentido, Rojo Amanecer (1990) siempre ha sido para mí una película de terror. Y prácticamente la única excepción a mi indiferencia. Éste drama de corte político dirigido por Jorge Fons y escrito tanto por Xavier Robles como por Guadalupe Ortega, en relación a una familia clase-mediera mexicana en el fuego cruzado de los violentos sucesos del 2 de Octubre de 1968, comenzó a meterme miedo cuando cursaba yo la Escuela Secundaria y una maestra nos lo hizo ver de principio a fin gracias a una deshilachada copia en VHS.

Aquella noche no pude dormir. No debido a su violencia grafica, significativamente alta para lo acostumbrado por un joven de mi edad. Tampoco por tener como trasfondo un acontecimiento histórico; rasgo que, en el mejor de los casos, haría que se percibiese más terrorífico (y en el peor, daría una falsa y pretenciosa aura de legitimidad). No. Lo que me mantenía despierto fue la posibilidad de amanecer al día siguiente para recorrer el camino de sangre dejado por los cadáveres de mi familia finada la noche anterior por agentes del Gobierno y del Ejército; igual que cuando Ademar Arau desciende las escaleras del edificio en Tlatelolco, como si de niveles en un infierno dantesco se tratasen. La idea de que algo así no solo tiene que suceder en películas. La idea de que nadie está seguro ni en su propia casa. De que, aún a kilómetros o décadas de la Plaza de las Tres Culturas, el terror puede hacer acto de presencia en cualquier lugar, en cualquier momento y por cualquier motivo.

Durante el curso de una plática posterior a una proyección de la película en la Universidad Autónoma de Yucatán y que un servidor tuvo el honor de moderar, Xavier Robles reveló que la idea de abstenerse a mostrar gráficamente la matanza de estudiantes, aludiendo a ella con reacciones de los personajes confinados al departamento en donde viven, además de corresponder a las precarias condiciones del rodaje, se vio inspirada en la revelación a cámara muy esporádica y gradual que Ridley Scott hace de su propio monstruo en Alien: El Octavo Pasajero (Alien,1979). La amenaza mortal que no vemos pero que bien podemos escuchar y sentir. Alimentar la imaginación antes que la adrenalina. El teatro de la mente.

No faltan quienes insisten en señalar a esta concentración extradiegética de la masacre como un desperfecto de la película en vez de como un acierto. “¿Cuál es el propósito de denunciar la crueldad del Ejercito si jamás la vemos?”, preguntan.  “¿A quién le importa lo sufrido por una familia cuando la sangre derramada perteneció a la juventud de México?”. Preguntas como las anteriores equivalen a ver unos pocos árboles y no todo el bosque. Si Rojo Amanecer lograr ser elocuente en plasmar una de las muchas verdades significativas abordadas por ella en lo referente al movimiento estudiantil del 68 y su represión, más allá de los límites de su dramaturgia, es justamente mostrando que, aquel funesto día, a todos nos llegó el plomo de las balas. A civiles y a estudiantes. Todos nos desangrábamos; no menos de lo que seguimos haciéndolo ahora. Y eso a mí me da miedo. Mucho miedo. 

*Publicado el 30 de septiembre de 2016 en "La Jornada Maya". 

EL RITMO AL QUE POCOS QUIEREN BAILAR*



Por alguna razón, existe gente que detesta a las películas musicales. Lo anterior no es una conjetura ni una exageración. Me he topado con espectadores cuya reacción definitiva resulta ser invariablemente de absoluto rechazo. Mientras otros géneros cinematográficos se las arreglan para inspirar en el peor de los casos una muy comprensible indiferencia, los detractores de éste en particular parecen vivir en necesidad perpetua, incluso patológica, de dejar ampliamente en claro cuanto lo desaprueban, desprecian y aborrecen. Encuentro lo anterior particularmente misterioso considerando el notable éxito comercial que ciertos ejemplos han gozado en los últimos años; sobre todo con las alabanzas y los galardones que La La Land (2016), tercera incursión profesional de Damien Chazelle (Whiplash, 2014) en la silla del director, cosecha desde hace semanas en prácticamente cada festival donde hace acto de presencia. Entonces… ¿a qué se deberá tal repudio hacía los musicales? ¿Qué habrá en ellos que los hace catalizadores de semejantes niveles de emoción negativa?

Quizás valga la pena comenzar buscando el origen de la animadversión en los orígenes del género mismo. Podría decirse que comenzó cuando Jack Warner vio al estudio que llevaba su apellido acercarse a la bancarrota. Necesitando desesperadamente un éxito, almacenó sus esperanzas en un concepto que la industria tachó de absurdo: el primer largometraje con música y sonido sincronizado. La recompensa vino con El Cantante de Jazz (The Jazz Singer, 1927); misma que marcó el silbatazo de arranque tanto para el cine sonoro como para un estilo de producción tan norteamericano en su ADN como el cine de gánsters. No era para menos; ambos alcanzaron la apoteosis de su popularidad en el lamentable pero efectivo contexto de la Gran Depresión. No extraña que los prospectos aspiracionales más socorridos para soñar una vida fuera de la pobreza hayan sido convertirse en criminal o en una estrella de Broadway. Y no estoy implicando al verbo “soñar” gratuitamente. Debido a sus raíces cimentadas en el medio teatral, mismo que se regodea en abstracción, artificio y realidad magnificada, pocos tipos de cine han contribuido tanto a que Hollywood ganase el título de “fábrica de sueños”. Se trata, justamente, de introducirse en un sueño. De una versión emocionalmente conveniente de la realidad, con la solución a los problemas en unas cuantas notas y pasos de baile. ¿Será ésta la causa de tanta aversión? ¿El percibirlo como “falso” y “engañoso”? Por otro lado, el cargo de falsedad acostumbra venir también en una variación: el argumento de que “en la vida real nadie canta ni baila de manera espontanea”. Supongo entonces que en la vida real sí es bastante común convertirse en un vampiro, estudiar en una escuela para magos o adquirir súper-poderes. Quien exige al musical respetar las funciones exclusivamente naturalistas del medio cinematográfico de igual forma podría reclamarle a Charles Darwin el hecho de que su Teoría de la Evolución no logra explicar por qué no vemos a monos convirtiéndose en personas todos los días.

¿Cuáles serían otros motivos? ¿Que son poco varoniles? No recuerdo a nadie quejándose de eso en El Show del Horror de Rocky (The Rocky Horror Picture Show, 1975). ¿Que la inserción de las canciones se siente forzada? Tres palabras: All That Jazz (1979). ¿Qué son frívolos e incapaces de abordar temas socialmente pertinentes? Vean South Park: Bigger, Longer & Uncut (1999) y luego hablamos. ¿Que su frivolidad es evidencia de la decadencia anglosajona y que ningún otro país debería dejarse influir por ella? Imagino que la palabra “Bollywood” no significa nada para quien afirma esto último.

Mientras sigo balanceando estos argumentos, me pregunto si el verdadero enigma, lejos del por qué hay personas que odian al cine musical, no sería más bien el por qué no hay más gente viendo, conociendo y entendiendo lo suficiente del mismo. 

*Publicado el 23 de septiembre de 2016 en "La Jornada Maya"

¿Y DONDE ESTÁ EL QUITA - POLVOS?*


Durante las últimas semanas, he leído y escuchado bastante el siguiente termino: “familia tradicional”. Se ha vuelto de uso tan corriente que la esencia de su significado, si alguna vez la tuvo, me elude con desconcierto. Sin embargo, el “Frente Nacional por la Familia”, o como quien escribe prefiere llamarle, “El Club de los Descendientes Psicóticos de Tomás de Torquemada y Joseph McCarthy”, parece convencido de saber lo que significa. Según esto, significa el modelo de familia “correcta”. El que “debe de ser”. El que va “conforme al orden natural de las cosas”. Aquel de cuya protección a cualquier precio depende el futuro de los valores y las buenas costumbres. Pero estos inquisidores bienintencionados de ningún modo son los primeros en aferrarse tan absurdamente a este ideal de familia. Mucho menos en sentirse aún más absurdamente amenazados por la evolución de dicho concepto. En la segunda mitad de la década de los años cuarenta, la sociedad mexicana se vio inmersa en un nuevo paradigma de modernidad; mismo que estuvo marcado por la gran cercanía con el vecino del norte y un estilo de vida definido de acuerdo a los hábitos del consumo hogareño. Alejandro Galindo fue uno de los realizadores que mejor supo hallar la forma de capturar la fuerte resistencia a estos aires de cambio en el cine nacional de la “Época de Oro”. Una Familia de Tantas (1948) constituye el ejemplo en cuestión.

La trama nos sumerge en la residencia de la familia Castaño.  Galindo no escatima en dejar clara la atmósfera apabullante que se vive en ella gracias a la mano dura ejercida por el padre de familia, Rodrigo Castaño (Fernando Soler), un adinerado contador. La mañana en la que todos se levantan para alistarse a las actividades correspondientes a su rol social y género es el vehículo por medio del cual se constata que los hijos y la esposa siempre se doblegan a la voluntad del padre. Y es en medio de este régimen que viene a introducirse un elemento subversivo bajo la forma del vendedor de aspiradoras Roberto Del Hierro (David Silva), quien captura la atención y simpatía de Maru (Martha Roth), la hija menor.  Al principio, Don Rodrigo objeta indignado tanto la presencia del aparato como el hecho de que Del Hierro haya entrado a la casa siendo Maru la única mujer presente (¡Dios nos libre!). No obstante, gracias a sus habilidades verbales, el vendedor logra aplacar la ira del señor; incluso llegando a convencerlo de comprar la aspiradora. Esto desencadena una serie de diversos acontecimientos que ocasionan que Maru pueda ganar gradualmente la seguridad suficiente para hacerle frente a su padre y alcanzar la emancipación. 

El esquematismo en la construcción de los personajes, tan necesario para la consumación de la película en calidad de melodrama, genera que se manifiesten arquetipos tan precisos como inmutables. Aunque lejos del fanatismo de Claudio Brook en El Castillo de la Pureza (1972), Fernando Soler jamás le dirige la palabra a sus vástagos sino para reprenderlos, darles órdenes o dictar sus destinos. Es un hombre para quien el tiempo jamás transcurre en lo concerniente a la moralidad de su generación. En contraste, Del Hierro denota su papel revolucionario desde que le demuestra las ventajas de la aspiradora a Don Rodrigo quitando el polvo en uno de sus retratos. Ha venido a limpiar el polvo de su prepotencia, y como veremos, a rescatar a Maru de la vida infeliz que le espera si no abandona esa casa.

A pesar de un desenlace discursivo y otras debilidades narrativas, Una Familia de Tantas merece mención en cuanto a su efectiva elección de simbolismos tanto para honrar a la tradición del melodrama familiar mexicano como para brindar cierto contexto análogo en un país (y un mundo) donde proliferan los tiranosaurios patriarcales dando desesperadas patadas de ahogado y escasean los valientes vendedores de aspiradoras atreviéndose a quitarnos de encima el polvo de la intolerancia. 

*Publicado el Viernes 09 de Septiembre de 2016 en "La Jornada Maya"

lunes, 5 de septiembre de 2016

GENE WILDER (1933-2016): EL ARTE DE INFLUIR Y COMPARTIR*


Háganse a ustedes mismos un enorme favor. Dejen de hacer lo que están haciendo en este mismo instante. Cualquier cosa que los tenga ocupados, por importante que sea – trabajar, fornicar, escalar una montaña o construir una máquina del tiempo para impedir la muerte de Juan Gabriel – deténganla de una vez y conéctense lo más pronto posible a You Tube. Una vez ahí, introduzcan en el buscador los conceptos “gene wilder” y “putting on the ritz”. No es broma. Lo digo en serio. Ni pregunten por qué; simplemente háganlo.

¿Ya? Bien. A quienes no les quede claro qué acaban de ver, permítanme brindar un poco de contexto. Se trata de uno de los más entrañables momentos en El Joven Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), el legendario tributo humorístico a la novela gótica de Mary Shelley realizado por Mel Brooks y protagonizado por Gene Wilder; fallecido el pasado lunes. En la escena a la que acabo de conducirlos, el Dr. Frederick Frankenstein (Wilder), nieto del científico original, realiza una demostración pública de sus esfuerzos por educar al monstruo (Peter Boyle) e integrarlo a la sociedad humana. Tal demostración no resulta ser más que una puesta en escena de Putting On The Ritz, canción escrita por Irving Berlín en 1929. Ahora permítanme explicar la razón por la cual quería que la vieran. Esta fue la tercera de tres mancuernas colaborativas de Wilder con Brooks. En este caso particular, Wilder también fue responsable del argumento e idea original; compartiendo incluso con Brooks la autoría del guión. Como recipiente del papel protagónico, gozaba con el derecho a que su nombre fuese el primero en aparecer mencionado en la lista de reparto. Dentro de la escena en cuestión, consume prácticamente toda la energía física. Él es el que canta. El que baila. El que sonríe mientras se desvive haciendo caras y gestos. Y aún así, no se lleva las risas más fuertes. Dicho honor cae más bien en Boyle, gozando de la oportunidad para convertirse en un punchline humano al destrozar el silencio en el cual se mantiene alternadamente relegado gracias a la enunciación onomatopéyica e ininteligible del coro central de la canción. En pocas e icónicas palabras: “PUDDDIN ONNA REEEETZZ!”. Wilder lo tiene todo para poder robarse descaradamente la totalidad del momento, como si se tratase de un banco. Sin embargo, sabe bien que la comedia es como un tango: necesita de dos. No es acerca de quedarte tú solo con la pelota, sino de compartirla en momentos cruciales y estratégicos para llegar mejor a la portería del equipo contrario. Al mismo tiempo, ésta muestra de generosidad actoral no necesariamente tiene que interpretarse como una maniobra desinteresada. También sabe muy bien que sus acciones producirán mayores frutos si juega un poco con la anticipación del espectador; negándole el privilegio de entrever de una manera demasiado obvia en donde o en quién ha de caer la risa. Boyle es su señuelo. Su carnada. Lo utiliza tanto en beneficio suyo como de sí mismo.

Algo que no se conoce mucho, y que resulta bastante difícil de imaginar hoy en día, es el hecho de que quizás Mel Brooks jamás habría filmado El Joven Frankenstein si Wilder no hubiese acudido a él con la propuesta. Más sorprendente aún es aquella poco conocida anécdota de rodaje, según la cual, Brooks estuvo a punto de eliminar el número entero de Putting On The Ritz por considerarlo pretencioso. Si es posible escribir la columna de hoy es gracias a los argumentos de Wilder para convencerlo de lo contrario. Al percatarse de que todo el equipo de producción se había colocado esparadrapos en la boca para no reír durante la escena, Brooks llegó a la conclusión de que quizás ese hombrecillo de cabello alborotado nacido en Wisconsin no estaba tan equivocado como él creía. Una vez más, a manera de un benigno Rasputín, Wilder ejerció una contundente pero positiva influencia en un colaborador; misma a la que ambos acabarían debiendo una nominación al Oscar.

Su influencia sobre las películas en que participaba más allá de su función como intérprete cuenta con otros ejemplos. ¿Qué habría sido de Willy Wonka y la Fabrica de Chocolate (1971) si no hubiese interpretado al homónimo dulcero del título con la única condición de aparecer hasta el último tercio del filme, hacerlo con un bastón y una cojera para verse más viejo de lo que se esperaba, e inmediatamente aniquilar tal primera impresión con una voltereta triunfal? ¿Quién necesita el bagaje pseudo-freudiano de aquel mamarracho concebido por Johnny Depp cuando existe una jugosa ambigüedad para paladear en esta versión anterior del mismo personaje; gracias a la cual, en palabras de Wilder mismo: “A partir de ese momento nadie podrá estar seguro de si estoy diciendo la verdad o no”?

Mucho más que un gran o excelente actor, recuerdo a Gene Wilder en calidad de uno tan astuto como caritativo. Sacando siempre lo mejor de quienes lo rodeaban de manera que le permitiese ser no únicamente una parte de la historia, sino también parte de quién la escribe. Maquiavélico e incluyente por igual.  El titiritero con el corazón de oro.

*Publicado el 2 de Septiembre de 2016 en "La Jornada Maya" y en "Soma: Arte y Cultura".