Dentro del léxico anglosajón contemporáneo, chutzpah es un término hebreo (o
yiddish, para ser más precisos) que acostumbra utilizarse en el contexto de
alguien manifestando una desproporcionada e incluso irresponsable confianza en
su determinación por salirse con la suya en las hazañas que decida emprender;
sin importar lo ridículas o imposibles que parezcan, ni las probabilidades de
triunfar o sobrevivir en su contra. Es ponerse jugar ruleta rusa con la certeza
de terminar siendo el único sobreviviente en la mesa. Es tirarse del último
piso en el más alto rascacielos con la convicción de que, casualmente, alguien
habrá colocado una red. Ícaro, por ejemplo, tuvo bastante chutzpah para atreverse a volar cerca del sol. Del mismo modo lo
tuvo Alejandro Magno en su campaña militar por Asia; al igual que Harry
Houdini, Evel Knievel y cualquiera con la profesión de cortejar a la muerte.
En 1916, David Wark Griffith contaba con muchos motivos para
sentirse con el derecho a su propio chutzpah.
El titánico éxito monetario de la hoy en día recordada y controvertida Nacimiento de una Nación (Birth of a Nation,
1915) lo convirtió tanto en pionero de la naciente industria cinematográfica
como de la gramática que acabo definiendo a su medio de subsistencia. Más que
sus contemporáneos, comprendió que la base de la narrativa en imágenes no
consiste en las acciones que muestran, sino en los planos que las encierran y
en la relación emocional establecida entre ellos por el montaje. El cine podía
permitirse la pretensión de trascender los límites del tiempo y el espacio tan
lejos como la imaginación lo permitiese. Y muy pocos ejemplos de tal premisa
llevada a la práctica permanecen tan radicales como ese mamut titulado Intolerancia (Intolerance, 1916).
Griffith exige a los primeros espectadores del Siglo XX hacer
lo impensable: sentarse por casi cuatro horas a presenciar el flujo intercalado
de cuatro líneas argumentales distintas (el melodrama moderno de una joven
madre trágicamente separada de su esposo e hijo, la crucifixión de Cristo, los
eventos de la matanza de San Bartolomé en la Francia de 1572 y la caída del
Imperio de Babilonia en 530 A.C.), separadas por varios siglos de distancia y
apenas concatenadas por la idea de que la intolerancia, en cualquiera de sus
variantes, constituye la raíz de los males en el mundo. No conforme con su
“desfachatez”, Griffith hace de este intrincado acto de malabarismo uno de los
más bombásticos espectáculos que se hayan presenciado desde entonces. Basta con
observar detenidamente los planos aéreos de los orgiásticos festines de Babilonia
para poder hacerse una idea respecto a los colosales derroches presupuestales procedentes
del bolsillo de Griffith, épicos como la película misma, y que más adelante lo
arrastraron junto al estudio hacía la bancarrota. Si el dinero puede verse en la pantalla, el chutzpah puede prácticamente olerse.
Quizás lo más interesante
de Intolerancia sea hasta que punto
funciona principalmente a la manera de ejercicio en un cuarto de edición. De
sus cuatro historias, únicamente el melodrama moderno proporcionaría una
estructura lo suficientemente coherente consigo misma y con el tema que se promete
atacar desde el titulo. Pero aunque no merece ser tachada de perfecta, merece
serlo de importante al conformar un testamento a las agallas de una primera
generación de creadores que decidieron que la mejor manera de saber si había o
no límites para el arte cinematográfico era intentar acercarse cada vez más a
los mismos. Directores y películas que, además de no saber cómo buscar el
significado de la palabra “sutileza” en el diccionario, parecían regodearse en
ello. Autores y obras que, en vez de modular su chutzpah, lo exhibían como la más hermosa solapa.
*Publicado el Viernes 30 de Diciembre de 2016 en "La Jornada Maya"