En 1890, Rudyard Kipling publicó un poema que comienza con
las siguientes líneas:
Cuando los rayos del
sol recién nacido cayeron por primera vez sobre el verde y el dorado, nuestro
padre Adán se sentó bajo un árbol y talló el molde con un bastón. Y el primer
tosco esbozo que el mundo vio alegró su gran corazón, hasta que el Demonio
susurró detrás de las hojas: “Es bonito… ¿Pero es arte”?
Más adelante en el
poema, la interrogante vuelve a ser formulada a través de los siglos; desde Noé
dentro de su arca y los hombres de las cavernas hasta escritores modernos en un
club de Londres; todos con la misma inquietud. Concluye con la idea de que,
millones de años después, ningún descendiente de Adán sabe más de lo que él
sabía al respecto.
¿Qué es el arte? ¿Cómo se define? ¿Quién lo define? ¿Con qué
criterios se establece que algo lo sea o no? Si en el Siglo XXI apenas logramos
ponernos de acuerdo en las respuestas a estas interrogantes, no quiero ni pensar
qué nos hace suponer que sabemos bien a qué nos referimos exactamente cuando
hablamos de “cine de arte”. Desde hace tiempo, el término se ha visto a sí
mismo asimilado por el discurso público con la ligereza de un bebé examinando la
pistola Magnum 44 que acaba de encontrar en el cajón de su padre. Muy pocos comprenden
que, semánticamente hablando, jugar con algo así puede ser mortal.
La gente que conozco llama “cine de arte” a todas aquellas
películas que, en la maravillosa diversidad de su vocabulario, les parecen “difíciles”
o “un poco extrañas”. Cuando utilizan palabras tan simplistas, caigo en la
cuenta de que no ven tanto cine como deberían. Pero cuando, además de todo, incluyen
en la misma categoría a cualquier drama mínimamente realista cuya única diferencia
real con los blockbusters veraniegos radica
en estrenarse durante los últimos meses del año (periodo para contendientes
durante la temporada de premiaciones), también caigo en la cuenta de que no
tienen idea de lo que están diciendo.
Para entender mejor la dimensión del despropósito, es preciso
reconocer que el concepto entendido como
“cine de arte”, al menos teóricamente, sí existe. Críticos y académicos no
tienen empacho en definirlo como una clase de cine “con cualidades que lo separan
del mainstream hollywoodense”; mismas
que pueden incluir un énfasis en el estilo autoral del director o en ciertos pensamientos,
sueños y motivaciones de los personajes. Algunos de estos mismos académicos,
como David Bordwell, van todavía más lejos al considerarlo “un género con sus
propias convenciones”. Otros, sabia y prácticamente, se limitan a referirse a
ello como la clase de producción fílmica pensada para un nicho reducido de
mercado, y por consiguiente, con objetivos más artísticos o estéticos que
comerciales en mente.
Por sí mismas, las definiciones anteriores gozan de mi
bendición. Mi rechazo se encuentra
dirigido más bien hacía la necesidad de bautizarlas con el vocablo de “arte”. En
el contexto pobremente intelectual que hoy nos envuelve, “Arte” es lo que
muchos snobs utilizan para poder marcar
insufribles divisiones de sensibilidad entre las clases sociales. Es todo lo que
el espectador casual necesita para dar por hecho que la película en cuestión lo
hará sentirse como un idiota, y en consecuencia, querer huir de ella. Todavía
peor: es la palabra mágica para que conglomerados como Cinepolis se sientan con el derecho de abandonar a títulos que no
comprenden ni valoran en horarios de mala muerte.
Llamar “de arte” a cualquier clase de cine debería estar muy
lejos de ser un cumplido. Es una degradación. Es un desprestigio. Un estigma.
Una letra escarlata. Y como la consabida
letra en la homónima novela de Hawthorne, más que de la vergüenza de su
portador, es un recordatorio de aquella que merece vivir en el corazón de quién
la impone.
*Publicado el viernes 18 de Noviembre en "La Jornada Maya"
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