Citando al propio Shakespeare,
“el panorama es melancólico”. Varios
kilómetros en una pradera de Italia se hallan cubiertos por cadáveres de miles
y miles de esclavos; distribuidos en abundancia como margaritas. Todos pertenecientes
a una rebelión que acaba de ser brutalmente aplastada por las huestes del
implacable Imperio Romano, ahora bajo las órdenes del tiránico Marco Licinio
Craso (Laurence Olivier). Los únicos sobrevivientes son informados de sus
opciones: el Imperio se encuentra dispuesto a perdonarles la vida,
manteniéndolos en calidad de esclavos, a condición de que identifiquen al
cabecilla del levantamiento. El esclavo de temperamento particularmente fiero y
rebelde, conocido como “Espartaco”. Sin pensarlo, cada uno se levanta y
orgullosamente se hace llamar como el susodicho; desconcertando de tal manera a
las autoridades romanas y haciendo imposible apresar al hombre que buscan. Protegido
en el anonimato proporcionado por la lealtad de sus hombres, el verdadero Espartaco
(Kirk Douglas) deja salir una lágrima. Habrán perdido la batalla, pero mientras
todos sean y mueran como uno solo, nadie podrá arrebatarles la guerra.
El 6 de octubre de 1960, en el
Teatro De Mille en Nueva York a punto de reventar, me imagino que Dalton
Trumbo, responsable de escribir las palabras e imágenes que se proyectaban en
la pantalla, observaba esta escena con la conciencia de que, a diferencia del esclavo,
había tenido que librar su propia batalla sin gozar prácticamente ni de una
decima parte de la solidaridad ofrecida a éste.
Hasta ese momento, nadie en Hollywood
recordaba la carrera de Dalton Trumbo. O siendo más preciso, nadie quería
recordarla. Trumbo, después de todo, formaba parte del llamado grupo de “Los
Diez de Hollywood”; profesionales de la industria cinematográfica que, a finales
de los años cuarenta, durante el auge de las investigaciones llevadas a cabo
por el Comité de Actividades Anti-Americanas (HUAC, en ingles) para erradicar
la influencia de simpatizantes del comunismo en la producción fílmica, se
negaron a cooperar con sus interrogatorios. Convencidos de que implicaba un atropello
a sus derechos protegidos por la Primera Enmienda, optaron por contestar a sus
inquisidores sin responder realmente a sus preguntas. Todos fueron condenados a
por lo menos un año de cárcel. Pero el verdadero castigo, la indiferencia, aún
estaba por venir. Ese era el poder y el
terror de la lista negra: no apuñalarte por la espalda, sino hacer que todos te
dieran la suya.
Afortunadamente para Trumbo, Kirk
Douglas decidió dar la cara en vez de la espalda. El legendario histrión, bastante
próximo a su centenario, tenía muy pocos motivos para arriesgar su pellejo por
un apestado. A cargo tanto del papel protagónico como de la producción
propiamente dicha, se había visto en la desagradable necesidad de despedir a su
director por diferencias creativas. El remplazo elegido, un joven
perfeccionista llamado Stanley Kubrick, tampoco le estaba facilitando las cosas.
Y encima de todo, diversas organizaciones de extrema derecha, al saber que
Douglas estaba considerando darle públicamente su más que merecido crédito como
escritor del filme, lo colocaron a él y a su estudio en el ojo de de sus
amenazas. En palabras parafraseadas del infame Joseph McCarthy, inclusive un
solo comunista en Hollywood ya era demasiado.
No obstante, algo en Douglas se
encendió con suficiente fuerza para hacerlo caer en la cuenta de que, en
tiempos de intolerancia e hipocresía, los hombres que pueden perderlo todo
siempre tienen la opción de extender la mano a quienes ya lo han perdido. A
riesgo de sonar cursí, veo y recuerdo a “Espartaco”
(Spartacus, 1960) no como otro drama épico en la fase terminal del Studio System, o como la “oveja negra”
en el catalogo de Kubrick, sino como la prueba, dentro y fuera de la pantalla,
de que tal milagro de hermandad puede darse. De que, si los personas y
circunstancias correctas coinciden, la guerra puede ser ganada por los
esclavos.
*Publicado el Viernes 02 de Diciembre en "La Jornada Maya"
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