sábado, 31 de diciembre de 2016

INTOLERANCIA (1916): UN CENTENARIO DE AUDACIAS Y DE PRETENSIONES*


Dentro del léxico anglosajón contemporáneo, chutzpah es un término hebreo (o yiddish, para ser más precisos) que acostumbra utilizarse en el contexto de alguien manifestando una desproporcionada e incluso irresponsable confianza en su determinación por salirse con la suya en las hazañas que decida emprender; sin importar lo ridículas o imposibles que parezcan, ni las probabilidades de triunfar o sobrevivir en su contra. Es ponerse jugar ruleta rusa con la certeza de terminar siendo el único sobreviviente en la mesa. Es tirarse del último piso en el más alto rascacielos con la convicción de que, casualmente, alguien habrá colocado una red. Ícaro, por ejemplo, tuvo bastante chutzpah para atreverse a volar cerca del sol. Del mismo modo lo tuvo Alejandro Magno en su campaña militar por Asia; al igual que Harry Houdini, Evel Knievel y cualquiera con la profesión de cortejar a la muerte.

En 1916, David Wark Griffith contaba con muchos motivos para sentirse con el derecho a su propio chutzpah. El titánico éxito monetario de la hoy en día recordada y controvertida Nacimiento de una Nación (Birth of a Nation, 1915) lo convirtió tanto en pionero de la naciente industria cinematográfica como de la gramática que acabo definiendo a su medio de subsistencia. Más que sus contemporáneos, comprendió que la base de la narrativa en imágenes no consiste en las acciones que muestran, sino en los planos que las encierran y en la relación emocional establecida entre ellos por el montaje. El cine podía permitirse la pretensión de trascender los límites del tiempo y el espacio tan lejos como la imaginación lo permitiese. Y muy pocos ejemplos de tal premisa llevada a la práctica permanecen tan radicales como ese mamut titulado Intolerancia (Intolerance, 1916).

Griffith exige a los primeros espectadores del Siglo XX hacer lo impensable: sentarse por casi cuatro horas a presenciar el flujo intercalado de cuatro líneas argumentales distintas (el melodrama moderno de una joven madre trágicamente separada de su esposo e hijo, la crucifixión de Cristo, los eventos de la matanza de San Bartolomé en la Francia de 1572 y la caída del Imperio de Babilonia en 530 A.C.), separadas por varios siglos de distancia y apenas concatenadas por la idea de que la intolerancia, en cualquiera de sus variantes, constituye la raíz de los males en el mundo. No conforme con su “desfachatez”, Griffith hace de este intrincado acto de malabarismo uno de los más bombásticos espectáculos que se hayan presenciado desde entonces. Basta con observar detenidamente los planos aéreos de los orgiásticos festines de Babilonia para poder hacerse una idea respecto a los colosales derroches presupuestales procedentes del bolsillo de Griffith, épicos como la película misma, y que más adelante lo arrastraron junto al estudio hacía la bancarrota.  Si el dinero puede verse en la pantalla, el chutzpah puede prácticamente olerse.

Quizás lo más interesante de Intolerancia sea hasta que punto funciona principalmente a la manera de ejercicio en un cuarto de edición. De sus cuatro historias, únicamente el melodrama moderno proporcionaría una estructura lo suficientemente coherente consigo misma y con el tema que se promete atacar desde el titulo. Pero aunque no merece ser tachada de perfecta, merece serlo de importante al conformar un testamento a las agallas de una primera generación de creadores que decidieron que la mejor manera de saber si había o no límites para el arte cinematográfico era intentar acercarse cada vez más a los mismos. Directores y películas que, además de no saber cómo buscar el significado de la palabra “sutileza” en el diccionario, parecían regodearse en ello. Autores y obras que, en vez de modular su chutzpah, lo exhibían como la más hermosa solapa. 

*Publicado el Viernes 30 de Diciembre de 2016 en "La Jornada Maya"

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