En un año que la cultura pop insistió en clasificar como
marcado por su cantidad y calidad de fallecimientos celebres, es notable que al
menos a un actor se le haya permitido volver a la vida. Me refiero, por
supuesto, a la “participación” de Sir Peter Cushing en Rogue One (2016), la más reciente gota de leche exprimida a esa
vaca sagrada de la taquilla llamada Star
Wars. Cushing, conocido como icono del horror en los días de la productora
Hammer Films a lado de su colega Christopher Lee, al igual que como el Gobernador
Tarkin en la primera entrega de la saga creada por George Lucas (Episodio IV: Una Nueva Esperanza, 1977),
falleció de cáncer en 1994. Sin embargo, ni siquiera la muerte misma detuvo a
los magos de la empresa de efectos especiales ILM (Industrial Light Magic) para
respetar la continuidad cronológica entre el Episodio III (2005) y el ya mencionado Episodio IV. Aun cuando eso significara recurrir a imágenes
guardadas en archivo con los rasgos faciales de Cushing y alterarlos
digitalmente para superponerlos a la cara de otro actor; dando así la ilusión
de que Tarkin, en cierta manera, sigue siendo parte de la galaxia y de la franquicia.
Admito que no he visto todavía Rogue One. Pero de lo que
no me cabe la menor duda es que nuestro shock
ante esta hazaña, así como la notoriedad de la cual las redes sociales y la
monstruosa maquinaria publicitaria detrás de la película la han dotado, hacen a
todos potencialmente propensos a caer en la trampa de creer que es la primera
vez en que esta caja de Pandora ha sido abierta para liberar a una docena de
interrogantes éticas. Y peor aún; estas interrogantes puestas sobre la mesa
podrían no ser precisamente aquellas en las que más convendría estarnos
concentrando.
La primera de ellas quizás sea también de las más obvias:
¿Puede patentarse la fisonomía de un actor o actriz y explotar con impunidad
sus beneficios después de su muerte? Si se le pregunta a Crispin Glover, probablemente
su respuesta sea que incluso puede hacerse (o intentarse, al menos) mientras el
susodicho aún respira. Tras su icónica caracterización como el padre de Marty
McFly en Volver al Futuro (Back To
The Future, 1985) y negarse a formar parte del elenco en la secuela, Glover
demandó a la producción de la misma al descubrir que habían aplicado una
prótesis de su rostro a un doble para dar a entender falsamente que era él quien
aparecía en el filme. ¿Existirán algunas ocasiones específicas para justificar
el uso de dicho poder; quizás al demostrar lo efectivo que puede llegar a ser
para hacerle frente a ciertos trágicos imprevistos; como, por ejemplo, la
muerte repentina de un protagonista? Los muy sonados casos de Peter Sellers en Tras la Pista de la Pantera Rosa (Trail
of The Pink Panther, 1982), Brandon Lee en El
Cuervo (The Crow, 1994), Oliver Reed en Gladiador
(Gladiator, 2000) y Paul Walker en Rápido
y Furioso 7 (Furious 7, 2015) me tientan en tal sentido a jugar al abogado
del diablo.
Pero son preguntas de otro calibre las que carburan mis
líneas y mi tren de pensamiento. Muchas determinadas por el sentido ontológico
que acostumbro dar a todas las películas en cuanto artefactos culturales del
tiempo y las circunstancias en que estas se producen. ¿Invocar artificialmente a estrellas muertas es lo mismo que
devolverles su luz? ¿Estamos permitiendo que el pasado cobre una nueva vida
ante nuestros ojos o que se re-escriba? Y si se re-escribe… ¿A beneficio de quién?
¿Convocar a un nuevo casting es un tributo menos significativo que la
reanimación renderizada de un cadáver? ¿Para qué queremos de vuelta a los
fantasmas? ¿Qué queremos que digan? ¿Qué queremos que hagan? Cuando de
saquear tumbas se trata, más que pura tecnología, se requiere de filosofía pura.
*Publicado el Viernes 06 de Enero de 2017 en "La Jornada Maya"
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