“La sociedad solo tolera un cambio a la vez”. Rodeado por el
aire frío de las montañas de Colorado, en lo alto de un patio contiguo a su
laboratorio, Nikola Tesla (David Bowie), el inventor e ingeniero responsable
del sistema moderno de energía eléctrica por corriente alterna, expresa dichas
palabras por cortesía de El Gran Truco
(The Prestige, 2006), thriller a
cargo de Christopher Nolan. En el rostro o la voz de otro actor, el dialogo podría
pasar relativamente desapercibido. Más aún cuando recordamos que la película no
gira en torno a Tesla y que su existencia histórica apenas es aprovechada como
catalizador de la mala sangre entre sus dos protagonistas. Sin embargo, el
hombre a quién vemos caracterizado, al igual que el verdadero Tesla, no es un
humano común. De hecho, tanto intérprete como personaje están compartiendo
mucho más que una simple escena. Comparten una misma dimensión de leyenda y de
misterio. El ser pararrayos para la imaginación de millones a lo largo del
globo. El ser considerados más grandes que la vida misma. En pocas palabras,
comparten lo que, quizás pretenciosamente, se me ha ocurrido llamar el “Efecto
Bowie”.
Las estrellas de rock incursionando en la actuación
cinematográfica han ido y venido prácticamente desde la incorporación del
sonido. Sin embargo, pocos logran construir una nueva mitología alrededor de
ellos en el arte audiovisual que a la vez ayude a perpetuar la otra ya
existente en grabaciones y presentaciones en vivo. A setenta años de nacer y
uno de morir, el mal llamado “camaleón” británico permanece en dicha elite. Haya
sido a nivel subconsciente o intuitivo, contaba con suficiente perspicacia para
entender que, cuando el público lo viese frente a una cámara, no estaría
precisamente esperando a un “actor”, sino a la manifestación de una
personalidad exótica, notoria y enigmática que, aunque no replicase su
construcción de realidades simbólicas en los escenarios, al menos la igualara.
No por nada se convirtió en el alienígena alcohólico y auto-destructivo de El Hombre que Cayó a la Tierra (The Man
Who Fell To Earth, 1976) tras haber hechizado al mundo con su alter-ego
interplanetario Ziggy Stardust. Tampoco es coincidencia que Julian Schnabel lo
colocara bajo la peluca de Andy Warhol en Basquiat
(1996) cuando era sabido no solo que Bowie llegó a conocerlo y a dedicarle una
canción, sino que también se han propuesto paralelismos filosóficos entre los
dos. En la misma lógica, ¿cómo no elegir para encarnar al tiránico Rey de los
Duendes en Laberinto (Labirynth,
1986) a un músico cuyos primeros sencillos incluyen “The Laughing Gnome” (El
Gnomo que Ríe, 1967)? ¿Cómo no tener a alguien con un consumo de intereses
culturales a nivel vampírico dando vida a un vampiro literal en un filme como El Ansía (The Hunger, 1983)? ¿O a un
visionario que cambió para siempre el mundo de su propio tiempo canalizando a
otro que hizo lo mismo, tal como el ya mencionado Tesla? ¿Cómo no tener a una
fuerza de la naturaleza emulando a otra? ¿A un mito fingiendo ser otro mito?
De ningún modo voy fingir que dentro del catalogo fílmico de
Bowie no pude haber lugar para lo dramáticamente formal (Merry Christmas, Mr. Lawrence, 1983), lo intrascendente (The Linguini Incident, 1991), o incluso
lo a todas luces vergonzoso (Just a Gigolo,
1978). Pero si una invaluable lección hemos de rescatar y aprender a partir del
“Efecto Bowie” es que las estrellas brillan con mayor fuerza en lo oscuro de
una sala de cine gracias a una narrativa popular particular que traen
arrastrando junto con su imagen musical y que las impulsa hasta los límites del
universo. De aquellas remotamente similares a David Bowie nada menos puede
esperarse. Y por lo mismo, tienden a no dejar de brillar.
*Publicado el Viernes 13 de Enero de 2017 en "La Jornada Maya"
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