viernes, 3 de marzo de 2017

ENTRE EL RANCHO Y EL PAREDÓN: FERNANDO DE FUENTES Y "EL PRISIONERO 13"*


La trayectoria de Fernando De Fuentes me parece, a falta de una mejor palabra, paradójica. Mientras que destacó por estar al mando de producciones con inquietudes más comerciales que estéticas, era a la vez portador de una mirada incisiva al legado de la revolución en el México moderno; misma que quedó constatada en su famosa trilogía conformada por El Prisionero 13 (1933), El Compadre Mendoza (1933) y ¡Vamonos Con Pancho Villa! (1936). La primera cuenta la historia de Julián Carrasco (Alfredo Del Diestro), soldado cuyo alcoholismo lo convierte en hombre violento y ocasiona que su esposa (Adela Sequeiro) lo abandone. Años después, la revolución estalla y Julián se convierte en coronel. Sus tropas arrestan a trece subversivos y el gobernador ordena su ejecución. Sin embargo, la familia de uno de ellos es adinerada y pide a Carrasco su libertad por una suma de dinero. Consciente de que el gobernador espera que sean trece los detenidos a ser ejecutados, Carrasco lo libera y ordena arrestar a cualquiera que se le parezca para tomar su lugar. Sin embargo, se lleva una cruel sorpresa al descubrir que el sustituto en cuestión resulta ser su hijo (Arturo Campoamor).

Pese a tratarse esencialmente de una parábola sobre las consecuencias creadas a partir de los pecados de un hombre, El Prisionero 13 se las arregla de igual forma para ilustrar con apabullante realismo el miedo y paranoia que imperaban en las poblaciones urbanas por la violencia susceptible de estallar bajo una guerra civil. Sin embargo, llama a mi atención la distancia que guarda con relación a otro título de su filmografía: Allá En El Rancho Grande (1936). Mientras que a la trilogía de la revolución le tomaría unas décadas ganar reconocimiento, este frívolo triángulo amoroso entre un hacendado, un caporal y una campesina aparentemente no tuvo dificultades para pasar a la historia como el primer éxito de la taquilla nacional. Estudiosos rastrean las raíces de su éxito en la entonces novedosa manipulación de temáticas y arquetipos en una campaña a la que el gobierno y las instituciones se habían comprometido desde tiempo atrás para dotar a la sociedad mexicana de una fuerte identidad nacional con una serie de códigos propios con los cuales hacer frente a retos políticos, culturales y tecnológicos del siglo XX. 

El ejército, recordatorio viviente de dicha identidad, era percibido como una institución exenta a cuestionamientos de toda índole. Y fue en medio de esta asumida impunidad que llegó a ver la luz del día un filme como este, a tan sólo cuatro años de Allá En El Rancho Grande, y que optó por brindarle una trama girando alrededor de la milicia, mostrando sin empacho el nivel de corrupción al que puede llegar. Recordemos que en esos tiempos el cine nacional procuraba abstenerse de un tratamiento realista de la temática revolucionaria para contrarrestar la percepción de México como nación políticamente inestable. Valdría la pena preguntarse si habrá sido ese el motivo por el cual la estructura del filme da la impresión de ser deliberadamente truncada por su propio desenlace; mismo que reduce a la tragedia detrás de la corrupción cultivada por Carrasco a una simplona moraleja contra los excesos del alcohol. 

Al hablar del Fernando De Fuentes que dirigió El Prisionero 13 y el Fernando De Fuentes responsable de Allá En el Rancho Grande, evocamos la memoria de dos especies distintas de realizador.  El primero hizo oficio y el segundo hizo carrera. Uno vivía en la introspección, el otro en la complacencia. Crítica y concesión. Esta marcada dualidad de ningún modo resta relevancia a una etapa u otra, sino que revela a un artista que, comprensiblemente, no pudo más que actuar acorde a las exigencias de la industria y la época que, para bien o para mal, le tocaron vivir.

*Publicado el Viernes 20 de Enero en "La Jornada Maya"

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