La trayectoria de
Fernando De Fuentes me parece, a falta de una mejor palabra, paradójica.
Mientras que destacó por estar al mando de producciones con inquietudes más
comerciales que estéticas, era a la vez portador de una mirada incisiva al legado
de la revolución en el México moderno; misma que quedó constatada en su famosa
trilogía conformada por El Prisionero 13 (1933),
El Compadre Mendoza (1933) y ¡Vamonos Con Pancho Villa! (1936). La
primera cuenta la historia de Julián Carrasco (Alfredo Del Diestro), soldado
cuyo alcoholismo lo convierte en hombre violento y ocasiona que su esposa
(Adela Sequeiro) lo abandone. Años después, la revolución estalla y Julián se
convierte en coronel. Sus tropas arrestan a trece subversivos y el gobernador
ordena su ejecución. Sin embargo, la familia de uno de ellos es adinerada y pide
a Carrasco su libertad por una suma de dinero. Consciente de que el gobernador
espera que sean trece los detenidos a ser ejecutados, Carrasco lo libera y
ordena arrestar a cualquiera que se le parezca para tomar su lugar. Sin
embargo, se lleva una cruel sorpresa al descubrir que el sustituto en cuestión
resulta ser su hijo (Arturo Campoamor).
Pese a tratarse
esencialmente de una parábola sobre las consecuencias creadas a partir de los
pecados de un hombre, El Prisionero 13 se
las arregla de igual forma para ilustrar con apabullante realismo el miedo y
paranoia que imperaban en las poblaciones urbanas por la violencia susceptible
de estallar bajo una guerra civil. Sin embargo, llama a mi atención la distancia
que guarda con relación a otro título de su filmografía: Allá En El Rancho Grande (1936). Mientras que a la trilogía de la
revolución le tomaría unas décadas ganar reconocimiento, este frívolo triángulo
amoroso entre un hacendado, un caporal y una campesina aparentemente no tuvo
dificultades para pasar a la historia como el primer éxito de la taquilla
nacional. Estudiosos rastrean las raíces de su éxito en la entonces novedosa manipulación
de temáticas y arquetipos en una campaña a la que el gobierno y las
instituciones se habían comprometido desde tiempo atrás para dotar a la
sociedad mexicana de una fuerte identidad nacional con una serie de códigos
propios con los cuales hacer frente a retos políticos, culturales y
tecnológicos del siglo XX.
El ejército, recordatorio
viviente de dicha identidad, era percibido como una institución exenta a
cuestionamientos de toda índole. Y fue en medio de esta asumida impunidad que
llegó a ver la luz del día un filme como este, a tan sólo cuatro años de Allá En El Rancho Grande, y que optó por
brindarle una trama girando alrededor de la milicia, mostrando
sin empacho el nivel de corrupción al que puede llegar. Recordemos que en esos
tiempos el cine nacional procuraba abstenerse de un tratamiento realista de la
temática revolucionaria para contrarrestar la
percepción de México como nación políticamente inestable. Valdría la pena preguntarse si
habrá sido ese el motivo por el cual la estructura del filme da la impresión de
ser deliberadamente truncada por su propio desenlace; mismo que reduce a la
tragedia detrás de la corrupción cultivada por Carrasco a una simplona moraleja
contra los excesos del alcohol.
Al hablar del
Fernando De Fuentes que dirigió El
Prisionero 13 y el Fernando De Fuentes responsable de Allá En el Rancho Grande, evocamos la memoria de dos especies
distintas de realizador. El primero hizo
oficio y el segundo hizo carrera. Uno vivía en la introspección, el otro en la complacencia.
Crítica y concesión. Esta marcada dualidad de ningún modo resta relevancia a
una etapa u otra, sino que revela a un artista que, comprensiblemente, no pudo
más que actuar acorde a las exigencias de la industria y la época que, para
bien o para mal, le tocaron vivir.
*Publicado el Viernes 20 de Enero en "La Jornada Maya"
*Publicado el Viernes 20 de Enero en "La Jornada Maya"
No hay comentarios:
Publicar un comentario