La La Land, el tercer largometraje bajo la
batuta de Damien Chazelle posterior a su multi-premiado drama independiente Whiplash (2014), llega a la cartelera
local arrastrando una magnánima reputación que cualquiera fácilmente señalaría
como potencial cola para ser pisada. Ante el impresionante número de galardones
y alabanzas cosechadas a varios meses previos de su estreno, se pensaría que la
película tiene unos zapatos bastante grandes que llenar. Y juzgando muchas
reacciones cercanas, parece que ha cumplido. Sin embargo, me temo que esta será
una de esas ocasiones en que me toca ser moro entre los cristianos.
¿Por qué no disfruté La
La Land? Elementos no le faltaban para ser apetitosa a mi perfil de
espectador. En primera instancia, es un musical, género que me encuentro
siempre listo a defender. Es, al mismo tiempo, una historia de amor en Los
Ángeles pero abocada a las tribulaciones de sobrevivir en la despiadada Meca
del entretenimiento; temática por la que confieso particular debilidad. Por si
fuera poco, pretende la hazaña de usar el musical clásico como punto de
convergencia entre el cinismo posmoderno de dicha meca en la actualidad con
aquella extinta clase de glamour tradicional e inocencia ensoñadora de la cual
la misma hizo gala hasta la década de los 50´s. No por nada sus primeros minutos
presumen haberse realizado en Cinemascope y nos deleitan con una elaborada toma
en movimiento continuo, donde decenas de angelinos varados por el tráfico de
una autopista salen de sus vehículos para participar en una coreografía por la
que Stanley Donen hubiese vendido su alma.
Entonces… ¿por qué la indiferencia? Creo tener una manera de
sintetizar mi decepción. De hecho, solo necesito una palabra: pose. La La
Land, más que un verdadero drama o comedia romántica, incluso más que un
musical, es una pose de todos y cada uno de los anteriores. La mera simulación de
los mismos. Lo tiene todo para aparentar convincentemente lo que pretende ser
sin estar a su altura. Una muy bonita mimesis, pero mimesis, al fin y al cabo.
No pienso limitar mis motivos para resentir su artificio a uno
solo, pero sí destacar lo más sintomático del problema. Me refiero al grado en
que lo francamente unidimensional de los personajes principales termina
operando en contra de la película; aun formando parte de su diseño. Puedo
entender que, por ser ésta una carta de amor a los clichés de la mitología hollywoodense
que hemos aprendido a amar, sus puntos de partida sean justamente dos de ellos:
la aspirante a estrella soportando un empleo de medio tiempo para sostener una
vida de eternas audiciones (Emma Stone) y el músico muerto de hambre
obsesionado con mostrar al mundo lo idiosincrático que es como “artista” (Ryan
Gossling). Asimismo, puedo entender que parte de sus funciones como personajes
incluya ser portavoces del director para lamentarse por un Los Ángeles que
ahora únicamente existe en los recuerdos y en los títulos de películas clásicas
que ellos mencionan como sus favoritas.
Pero lo que no entiendo es por qué Chazelle no exprime todo
el jugo a estos estereotipos. ¿Por qué en vez de llevarlos a un lugar donde
valga la pena ir, o regodearse en ellos de una manera más explícita e
indulgentemente provocadora, se limita a registrar mecánicamente su existencia,
confiado en que la mera belleza de la fotografía, la música y la edición basten
para no advertir lo vacíos que son por dentro? Si Chazelle quería hacer cool el pasado de Hollywood a través de
su presente milenial, ¿por qué el
pasado se siente tan…corriente?
Como sus protagonistas, La
La Land anhela convertirse en algo más. Pero invierte más tiempo
presumiendo estar a la par con otras grandes películas que yendo activamente en
pos de dicho sueño. Es como ir a un concierto de tributo a Queen con un
imitador de Freddie Mercury más interesado en convencerte de que es el original
que en interpretar bien las canciones. Tarde o temprano, comenzarás a exigir
menos pose y más evidencias.
*Publicado el Viernes 27 de Enero en "La Jornada Maya"
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