sábado, 31 de diciembre de 2016

INTOLERANCIA (1916): UN CENTENARIO DE AUDACIAS Y DE PRETENSIONES*


Dentro del léxico anglosajón contemporáneo, chutzpah es un término hebreo (o yiddish, para ser más precisos) que acostumbra utilizarse en el contexto de alguien manifestando una desproporcionada e incluso irresponsable confianza en su determinación por salirse con la suya en las hazañas que decida emprender; sin importar lo ridículas o imposibles que parezcan, ni las probabilidades de triunfar o sobrevivir en su contra. Es ponerse jugar ruleta rusa con la certeza de terminar siendo el único sobreviviente en la mesa. Es tirarse del último piso en el más alto rascacielos con la convicción de que, casualmente, alguien habrá colocado una red. Ícaro, por ejemplo, tuvo bastante chutzpah para atreverse a volar cerca del sol. Del mismo modo lo tuvo Alejandro Magno en su campaña militar por Asia; al igual que Harry Houdini, Evel Knievel y cualquiera con la profesión de cortejar a la muerte.

En 1916, David Wark Griffith contaba con muchos motivos para sentirse con el derecho a su propio chutzpah. El titánico éxito monetario de la hoy en día recordada y controvertida Nacimiento de una Nación (Birth of a Nation, 1915) lo convirtió tanto en pionero de la naciente industria cinematográfica como de la gramática que acabo definiendo a su medio de subsistencia. Más que sus contemporáneos, comprendió que la base de la narrativa en imágenes no consiste en las acciones que muestran, sino en los planos que las encierran y en la relación emocional establecida entre ellos por el montaje. El cine podía permitirse la pretensión de trascender los límites del tiempo y el espacio tan lejos como la imaginación lo permitiese. Y muy pocos ejemplos de tal premisa llevada a la práctica permanecen tan radicales como ese mamut titulado Intolerancia (Intolerance, 1916).

Griffith exige a los primeros espectadores del Siglo XX hacer lo impensable: sentarse por casi cuatro horas a presenciar el flujo intercalado de cuatro líneas argumentales distintas (el melodrama moderno de una joven madre trágicamente separada de su esposo e hijo, la crucifixión de Cristo, los eventos de la matanza de San Bartolomé en la Francia de 1572 y la caída del Imperio de Babilonia en 530 A.C.), separadas por varios siglos de distancia y apenas concatenadas por la idea de que la intolerancia, en cualquiera de sus variantes, constituye la raíz de los males en el mundo. No conforme con su “desfachatez”, Griffith hace de este intrincado acto de malabarismo uno de los más bombásticos espectáculos que se hayan presenciado desde entonces. Basta con observar detenidamente los planos aéreos de los orgiásticos festines de Babilonia para poder hacerse una idea respecto a los colosales derroches presupuestales procedentes del bolsillo de Griffith, épicos como la película misma, y que más adelante lo arrastraron junto al estudio hacía la bancarrota.  Si el dinero puede verse en la pantalla, el chutzpah puede prácticamente olerse.

Quizás lo más interesante de Intolerancia sea hasta que punto funciona principalmente a la manera de ejercicio en un cuarto de edición. De sus cuatro historias, únicamente el melodrama moderno proporcionaría una estructura lo suficientemente coherente consigo misma y con el tema que se promete atacar desde el titulo. Pero aunque no merece ser tachada de perfecta, merece serlo de importante al conformar un testamento a las agallas de una primera generación de creadores que decidieron que la mejor manera de saber si había o no límites para el arte cinematográfico era intentar acercarse cada vez más a los mismos. Directores y películas que, además de no saber cómo buscar el significado de la palabra “sutileza” en el diccionario, parecían regodearse en ello. Autores y obras que, en vez de modular su chutzpah, lo exhibían como la más hermosa solapa. 

*Publicado el Viernes 30 de Diciembre de 2016 en "La Jornada Maya"

JFK (1991): EL FUNERAL DE LA MEMORIA*


No conozco a nadie dispuesto a incluir a JFK (1991) en su lista de selecciones cinematográficas para recibir a la época navideña o al fin del año. De hecho, tampoco conozco a muchos dispuestos a incluirla en dicha lista; independientemente de la ocasión o momento en que se encuentren. La polémica obra maestra de Oliver Stone, con sus voluminosos 189 minutos de duración (206 en el director´s cut), su estratégicamente promiscua coexistencia entre diversos formatos narrativos (color, blanco y negro, 35 mm, 16 mm, 8 mm, ficción, documental, reportaje) y su elevado pero necesario bombardeo de nombres, fechas, lugares y sucesos en relación a la Guerra Fría, no puede clasificarse precisamente como una pieza de entretenimiento ligero. Pero dentro del marco de lo que muchos consideran que ha sido un año marcado por el amanecer de la denominada “post-verdad”, una disertación audiovisual en torno a la construcción y destrucción de realidades como JFK parece más apropiada para despedir al 2016 de lo que puede suponerse.

JFK, pese a lo que el titulo puede invitarnos a asumir, no gira alrededor de la vida y carrera política del 35to. Presidente de Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy (J.F.K.). Tampoco presume, como sus apasionados detractores se desvivieron por convencer a la opinión pública, de haber resuelto el enigma de su asesinato el 22 de noviembre de 1963, o de constituir la fuente de consulta más confiable al respecto. Su director la define como un “contra-mito” para contrarrestar al otro mito perpetrado por la historia contemporánea oficial, según  la convicción de Stone y de muchos otros, de que Lee Harvey Oswald (Gary Oldman) fue el único asesino del Presidente. Dramatizando un trabajo de investigación a lo largo de tres décadas alrededor de la posibilidad de una conspiración, Stone asesina y resucita constantemente a Kennedy; o más bien, a su significado cultural como icono, desde una esquizofrénica alternancia de perspectivas gracias a la alquimia de su montaje, para encontrarse a la vez “asesinando” en un múltiple número de veces al significado institucional de su fallecimiento, re-construyéndolo con cada nueva pista que se cruza en el camino del fiscal Jim Garrison (Kevin Costner) para llevar a los verdaderos asesinos ante la justicia. Como un hipnotizador, Stone arrastra a sus compatriotas hasta la escena del crimen en donde perdieron la inocencia hace más de cincuenta años y los desintoxica de aquello que el shock del asesinato les ha hecho creer que recuerdan de aquel fatídico día, sustituyéndolo con dolorosas preguntas respecto al quién, cómo y porqué del magnicidio. “Altera” la historia con el propósito de salvar su razón de ser. Combate una mentira con otra “mentira”. El fuego con otro fuego.

 La cruzada fue peleada con dos controvertidas armas. En primer lugar, la elección de Jim Garrison como recipiente protagónico del conflicto; aun cuando no faltan los rumores de soborno, coacción y manipulación de testigos para minar su credibilidad. La otra y más importante consiste en su ya mencionado montaje subjetivo que, en contraste con el crudo naturalismo de trabajos primerizos como Salvador (1986), convierte a la película en evidencia viviente de que el arte cinematográfico puede servir no solo en calidad de ventana a una realidad secreta, sino también de hibrido entre historia y artificio en la defensa de una conciencia crítica con la cual mirar a dicha realidad.  A 25 años de su estreno, JFK no deja de gritar ferozmente a los cuatro vientos que la realidad representada por Kennedy como espíritu de una era fue acribillada junto a él en Dallas; pudiendo revivirse solo parcialmente con los fragmentos fílmicos a los que Stone convoca en su exorcismo. Ante un 2017 prometiendo la embestida de venenosos mitos como la sobre-estimación del cambio climático y de los derechos humanos, lejos de desear una Feliz Navidad, me concentraré en desear la llegada del siguiente gran “contra-mito”  con el cual  poder hacerles frente. 

*Publicado el Viernes 16 de Diciembre de 2016 en "La Jornada Maya"

domingo, 4 de diciembre de 2016

YO SOY TRUMBO: KIRK DOUGLAS, "ESPARTACO" Y LA MUERTE DE LA LISTA NEGRA*


Citando al propio Shakespeare, “el panorama es melancólico”.  Varios kilómetros en una pradera de Italia se hallan cubiertos por cadáveres de miles y miles de esclavos; distribuidos en abundancia como margaritas. Todos pertenecientes a una rebelión que acaba de ser brutalmente aplastada por las huestes del implacable Imperio Romano, ahora bajo las órdenes del tiránico Marco Licinio Craso (Laurence Olivier). Los únicos sobrevivientes son informados de sus opciones: el Imperio se encuentra dispuesto a perdonarles la vida, manteniéndolos en calidad de esclavos, a condición de que identifiquen al cabecilla del levantamiento. El esclavo de temperamento particularmente fiero y rebelde, conocido como “Espartaco”. Sin pensarlo, cada uno se levanta y orgullosamente se hace llamar como el susodicho; desconcertando de tal manera a las autoridades romanas y haciendo imposible apresar al hombre que buscan. Protegido en el anonimato proporcionado por la lealtad de sus hombres, el verdadero Espartaco (Kirk Douglas) deja salir una lágrima. Habrán perdido la batalla, pero mientras todos sean y mueran como uno solo, nadie podrá arrebatarles la guerra.

El 6 de octubre de 1960, en el Teatro De Mille en Nueva York a punto de reventar, me imagino que Dalton Trumbo, responsable de escribir las palabras e imágenes que se proyectaban en la pantalla, observaba esta escena con la conciencia de que, a diferencia del esclavo, había tenido que librar su propia batalla sin gozar prácticamente ni de una decima parte de la solidaridad ofrecida a éste.

Hasta ese momento, nadie en Hollywood recordaba la carrera de Dalton Trumbo. O siendo más preciso, nadie quería recordarla. Trumbo, después de todo, formaba parte del llamado grupo de “Los Diez de Hollywood”; profesionales de la industria cinematográfica que, a finales de los años cuarenta, durante el auge de las investigaciones llevadas a cabo por el Comité de Actividades Anti-Americanas (HUAC, en ingles) para erradicar la influencia de simpatizantes del comunismo en la producción fílmica, se negaron a cooperar con sus interrogatorios. Convencidos de que implicaba un atropello a sus derechos protegidos por la Primera Enmienda, optaron por contestar a sus inquisidores sin responder realmente a sus preguntas. Todos fueron condenados a por lo menos un año de cárcel. Pero el verdadero castigo, la indiferencia, aún estaba  por venir. Ese era el poder y el terror de la lista negra: no apuñalarte por la espalda, sino hacer que todos te dieran la suya.

Afortunadamente para Trumbo, Kirk Douglas decidió dar la cara en vez de la espalda. El legendario histrión, bastante próximo a su centenario, tenía muy pocos motivos para arriesgar su pellejo por un apestado. A cargo tanto del papel protagónico como de la producción propiamente dicha, se había visto en la desagradable necesidad de despedir a su director por diferencias creativas. El remplazo elegido, un joven perfeccionista llamado Stanley Kubrick, tampoco le estaba facilitando las cosas. Y encima de todo, diversas organizaciones de extrema derecha, al saber que Douglas estaba considerando darle públicamente su más que merecido crédito como escritor del filme, lo colocaron a él y a su estudio en el ojo de de sus amenazas. En palabras parafraseadas del infame Joseph McCarthy, inclusive un solo comunista en Hollywood ya era demasiado.

No obstante, algo en Douglas se encendió con suficiente fuerza para hacerlo caer en la cuenta de que, en tiempos de intolerancia e hipocresía, los hombres que pueden perderlo todo siempre tienen la opción de extender la mano a quienes ya lo han perdido. A riesgo de sonar cursí, veo y recuerdo a “Espartaco” (Spartacus, 1960) no como otro drama épico en la fase terminal del Studio System, o como la “oveja negra” en el catalogo de Kubrick, sino como la prueba, dentro y fuera de la pantalla, de que tal milagro de hermandad puede darse. De que, si los personas y circunstancias correctas coinciden, la guerra puede ser ganada por los esclavos. 

*Publicado el Viernes 02 de Diciembre en "La Jornada Maya"

KEN RUSSELL (1927-2011): A CINCO AÑOS SIN SU EXCELENTE MAL GUSTO*


El 27 de noviembre de 2011, Henry Kenneth Alfred Russell dio su último suspiro. Fuera de Gran Bretaña y ciertos círculos profesionales y académicos, la noticia pasó prácticamente desapercibida. Desde luego que tampoco es como si a él le hubiese importado mucho. La última de todas las razones que Ken Russell hubiese podido tener para convertirse en uno de los más notorios cineastas ingleses de la posguerra habría sido querer ser extrañado. Sin embargo, a mí me importa. Me importa mucho. Porque lo mejor de su cine fue creado para aplaudirse o abuchearse. Pero jamás para desconocerse.

Tachado de vulgar, infantil, bravucón, ególatra, obsceno y auto-indulgente, pero al mismo tiempo ensalzado por su imaginación, intelecto, instinto musical y sentido de la belleza, no llegó al mundo para seguir las reglas u opiniones de otros. Durante sus días en calidad de realizador de documentales para la BBC, cometió uno de sus primeros pecados cardinales contra el decoro, la imparcialidad y la verosimilitud en biografías de personajes históricos (en este caso, de compositores clásicos) al querer ilustrar los vínculos de Richard Strauss con el partido Nazi poniéndolo a musicalizar en vivo la tortura de un judío indefenso por parte de oficiales de la SS en Dance of The Seven Veils (1970). Pero si bien lo anterior hizo que ejecutivos y programadores se jalaran los cabellos, ni siquiera imagino a qué clase de coma habrán sucumbido cuando años después, libre de las correas editoriales impuestas por la pantalla chica, llevó su proclividad por la blasfemia histórica hacía nuevos niveles en el celuloide. Si alguien tiene dificultades para mantenerse despierto, que no se preocupe: Franz Liszt (Roger Daltrey) presumiendo un pene gigante de plástico en Lisztomania (1975) será garantía suficiente para no volver a pegar los parpados durante un buen rato.

Los compositores no eran las únicas vacas sagradas que gozaba llevar al matadero. La explotación audiovisual del Catolicismo es la mejor evidencia de su voluble relación con el mismo al paso de los años. A fines de los cincuenta no es extraño que cortometrajes como Amelia and The Angel (1958) den testimonio de una certera devoción; puesto que Russell recién acaba de convertirse a la fe. Sin embargo, con Los Demonios (The Devils, 1971), la devoción cede el paso no solo al escepticismo, sino también a la profanación de iconos en pos de una lectura crítica de los dogmas escudados detrás de ellos. A casi diez décadas, la secuencia de una manada de monjas enloquecidas atacando sexualmente a un crucifijo de tamaño natural es lo único que se interpone entre la película y su distribución para DVD y Blu Ray en ambos lados del Atlántico. Finalmente, delirios como La Guarida del Gusano Blanco (The Lair of The White Worm, 1988) recurren al imaginario católico mucho más a la manera de una provocadora pieza de utilería que de un instrumento ideológico. A estas alturas, para bien o para mal, Russell se había convertido ya en “el Fellini Inglés”.

Pasar sus últimos días realizando películas caseras en su jardín pareciera un desenlace más que lógico para sus detractores. Después de todo, seguro han de pensar, era cuestión de tiempo para que sus extravagancias le pasasen factura. Pero frente a esta narrativa, me atrevo a formular otra completamente diferente: que el hombre responsable de poner en entredicho los límites de la censura británica por medio del combate cuerpo a cuerpo y como Dios los trajo al mundo entre Oliver Reed y Alan Bates en Women In Love (1969), así como de sentar los cimientos para la revolución del video-clip musical en Tommy (1975), siguió produciendo hasta el final por la misma y exacta razón que lo llevó a hacerlo desde el principio: porque le dio su pinche gana. Con, sin, o muy a pesar de un público. Esto no es cosa de derrotados. Es de invencibles. Por no decir que de gigantes. 

*Publicado el Viernes 25 de Noviembre en "La Jornada Maya"

LA MALDICIÓN DE LA PALABRA CON "A"*


En 1890, Rudyard Kipling publicó un poema que comienza con las siguientes líneas:

Cuando los rayos del sol recién nacido cayeron por primera vez sobre el verde y el dorado, nuestro padre Adán se sentó bajo un árbol y talló el molde con un bastón. Y el primer tosco esbozo que el mundo vio alegró su gran corazón, hasta que el Demonio susurró detrás de las hojas: “Es bonito… ¿Pero es arte”?

 Más adelante en el poema, la interrogante vuelve a ser formulada a través de los siglos; desde Noé dentro de su arca y los hombres de las cavernas hasta escritores modernos en un club de Londres; todos con la misma inquietud. Concluye con la idea de que, millones de años después, ningún descendiente de Adán sabe más de lo que él sabía al respecto.

¿Qué es el arte? ¿Cómo se define? ¿Quién lo define? ¿Con qué criterios se establece que algo lo sea o no? Si en el Siglo XXI apenas logramos ponernos de acuerdo en las respuestas a estas interrogantes, no quiero ni pensar qué nos hace suponer que sabemos bien a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de “cine de arte”. Desde hace tiempo, el término se ha visto a sí mismo asimilado por el discurso público con la ligereza de un bebé examinando la pistola Magnum 44 que acaba de encontrar en el cajón de su padre. Muy pocos comprenden que, semánticamente hablando, jugar con algo así puede ser mortal.

La gente que conozco llama “cine de arte” a todas aquellas películas que, en la maravillosa diversidad de su vocabulario, les parecen “difíciles” o “un poco extrañas”. Cuando utilizan palabras tan simplistas, caigo en la cuenta de que no ven tanto cine como deberían. Pero cuando, además de todo, incluyen en la misma categoría a cualquier drama mínimamente realista cuya única diferencia real con los blockbusters veraniegos radica en estrenarse durante los últimos meses del año (periodo para contendientes durante la temporada de premiaciones), también caigo en la cuenta de que no tienen idea de lo que están diciendo.

Para entender mejor la dimensión del despropósito, es preciso reconocer que el concepto  entendido como “cine de arte”, al menos teóricamente, sí existe. Críticos y académicos no tienen empacho en definirlo como una clase de cine “con cualidades que lo separan del mainstream hollywoodense”; mismas que pueden incluir un énfasis en el estilo autoral del director o en ciertos pensamientos, sueños y motivaciones de los personajes. Algunos de estos mismos académicos, como David Bordwell, van todavía más lejos al considerarlo “un género con sus propias convenciones”. Otros, sabia y prácticamente, se limitan a referirse a ello como la clase de producción fílmica pensada para un nicho reducido de mercado, y por consiguiente, con objetivos más artísticos o estéticos que comerciales en mente.

Por sí mismas, las definiciones anteriores gozan de mi bendición. Mi rechazo  se encuentra dirigido más bien hacía la necesidad de bautizarlas con el vocablo de “arte”. En el contexto pobremente intelectual que hoy nos envuelve, “Arte” es lo que muchos snobs utilizan para poder marcar insufribles divisiones de sensibilidad entre las clases sociales. Es todo lo que el espectador casual necesita para dar por hecho que la película en cuestión lo hará sentirse como un idiota, y en consecuencia, querer huir de ella. Todavía peor: es la palabra mágica para que conglomerados como Cinepolis se sientan con el derecho de abandonar a títulos que no comprenden ni valoran en horarios de mala muerte.  

Llamar “de arte” a cualquier clase de cine debería estar muy lejos de ser un cumplido. Es una degradación. Es un desprestigio. Un estigma. Una letra escarlata. Y como  la consabida letra en la homónima novela de Hawthorne, más que de la vergüenza de su portador, es un recordatorio de aquella que merece vivir en el corazón de quién la impone. 

*Publicado el viernes 18 de Noviembre en "La Jornada Maya"


PROFETA DEL MIEDO, PROFETA DEL FIN


Stanley Kubrick era más consciente que nadie acerca de nuestra capacidad innata para la autodestrucción. Muchos personajes en sus películas terminan como los arquitectos de sus fatídicos destinos. No es una coincidencia que Humbert Humbert ya esté condenado cuando come con los ojos por primera vez a Lolita (1962). Tampoco que su misma sed de sangre conduzca a Jack Torrance en El Resplandor (The Shining, 1980) a morir congelado. Ni mucho menos que Dr. Insólito O Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Comencé a Amar la Bomba (Dr. Strangelove or How I Learned To Stop Worrying and Love The Bomb, 1964) haga posible atestiguar el espectáculo de un mundo hecho añicos por cortesía de un holocausto nuclear. Especialmente uno iniciado por la demencia, bravuconería, paranoia e intolerancia de un hombre. Un hombre como el General Jack D. Ripper (Sterling Hayden). O como el recién Presidente electo de los Estados Unidos, Donald J. Trump.

En caso de que sean muy jóvenes para saber o muy viejos para recordar, me tomaré la molestia de recapitular la trama de éste filme. En plena Guerra Fría, víctima de un ataque psicótico y convencido de que los rusos invadirán para quedarse con sus “preciosos fluidos corporales”, el citado Ripper ordena a su brigada nuclear de combate aéreo atacar a la Unión Soviética con la esperanza de que el Presidente Merkin Muffley (Peter Sellers) no tenga otra opción más que declarar una guerra contra el país comunista. Sin embargo, los rusos cuentan con una “maquina del fin del mundo”; misma que se activará de manera automática ante cualquier agresión y destruirá toda la vida en la tierra por contaminación radioactiva. Para colmo de males, el Presidente y el Dr. Insólito del título (Peter Sellers también) descubren que la única forma de cancelar el ataque es con una contraseña que Ripper conoce y que éste, habiendo tomado el control de la base militar en donde trabaja y a uno de sus subalternos (Sellers, una vez más) como rehén, no está dispuesto a revelar. El mundo pende de un hilo debido a que, parafraseando al Presidente Muffley en uno de los más deliciosos eufemismos, un militar fanático “se puso un poco raro en la cabeza”.

Creo firmemente que, durante la producción de Dr. Insolito, Stanley Kubrick no estaba haciendo en realidad una sátira política. No estaba haciendo comedia. No estaba haciendo  ficción. Hombre, ni estoy seguro de que estuviese haciendo una película (o por lo menos únicamente eso). No. Lo que él hacía en esos momentos, sin imaginarlo, era una profecía. Profecía que, juzgando los antecedentes previos a los resultados electorales de hace días, dan pie a suponer que podría estar a pasos de cumplirse. Hablamos de una espeluznante radiografía poniendo a la luz el trastorno político, psicológico y cultural adolecido por una superpotencia preparándose a construir un muro fronterizo que lo proteja de aquellos a quien se le ha enseñado en los últimos meses cómo odiar.

Hablamos de la reivindicación para aquella fuerza que impulsó la decisión de Ripper, así como también la de muchos estadounidenses en el pasado martes: el miedo. Miedo a la mera idea de formar parte no de un único país, sino de muchos diferentes dentro uno mismo; cada uno con sus propias voces y visiones. Miedo a no contar con alguien a quien achacarle los orígenes de lo que ellos perciben como sus debilidades. Y sobre todo, miedo a encarar la responsabilidad de su decisión en aras de la “grandeza” que histéricamente claman a los cuatro vientos haber perdido. De ahí que se hayan atrevido a consentir que el acceso a su armamento nuclear descanse sobre los hombros de un líder mil veces menos inteligente y emocionalmente estable que ellos mismos.

Cuando mañana despertemos y abramos nuestra ventana para que lo último que veamos sea una enorme nube verde en forma de hongo, la reacción de Kubrick desde su tumba estará dividida.  Sonreirá de orgullo y llorará de pena al percatarse de que tenía razón.

*Publicado el Viernes 11 de Noviembre en "La Jornada Maya"

EL OLVIDADO ARTE DE VOLAR HASTA LO ALTO*


La semana pasada recibí una noticia que me hizo sentir emocionado por un gran número de razones. Me enteré que el tráiler del filme Rules Don´t Apply (2016), próximo a tener su estreno mundial dentro del Festival del American Film Institute (AFI) este 8 de noviembre, se encuentra disponible en la red. Hasta donde sé y comprendo, esta comedia romántica de época dramatiza un triangulo amoroso ficticio entre el millonario, aviador y productor hollywoodense Howard Hughes, un chofer trabajando bajo su nomina y una de las muchas jóvenes starlets que Hughes famosamente mantenía retenidas en bungalows a lo largo de Los Ángeles para su disposición personal (si entienden a qué me refiero con ello).

Quienes me conocen bien entenderán por qué tan solo esto último ya es para un servidor motivo de celebración. Adoro las historias inspiradas en personajes históricos. Adoro más aquellas en el Hollywood del Studio System (1920´s – 1960´s). Y de manera muy particular, junto a Richard M. Nixon y J. Edgar Hoover, uno de los personajes norteamericanos de los que más disfruto ponerme a leer, pensar y hablar es, precisamente, Howard Hughes. Pero mí razón más importante para celebrar no es ninguna de las anteriores. Es Warren Beatty. O siendo más preciso, el retorno formal de Beatty a la pantalla; escribiendo, produciendo, dirigiendo, y en este caso, interpretando al magnate de la aviación.

Dentro del ecosistema cinematográfico que nos rige hoy en día, Beatty es como un tigre blanco de Siberia. Seductor, carismático, implacable y uno de los últimos de su especie. Sobreviviente y representante de un Hollywood en el que hacer películas no era cuestión de segmentos de mercado o de cifras en un primer fin de semana, sino de imaginación a lo grande y de apuestas de alto riesgo. Como Hughes, Beatty aborda cada proyecto al estilo de alguien que pretende invertir el curso de una cascada. A menos que se trate de un gran desafío, de ningún modo sentirá que vale la pena. Por si esto fuera poco, le gusta hacer las cosas a su manera y tomarse el tiempo que crea necesario; lo cual explica los prolongados intervalos entre cada filme que dirige y/o produce (Rules Don´t Apply es su primero en veinte años). Otro aspecto que lo vincula con Hughes de manera profunda es la latente y oblicua sombra de su legado. ¿Cuántos recordarán que fue su fama de Casanova (otro atributo en común con Hughes) la que inspiró el argumento para What´s New, Pussycat? (1965); la comedia que le dio al mundo el debut cinematográfico de Woody Allen? ¿O que, en una década sin precedentes existentes de un actor convertido en productor, estableció el primero con Bonnie & Clyde (1967)? ¿O que está, quizás la más icónica de sus películas, fue responsable no oficial de haber inaugurado la era del “Nuevo Hollywood” y de haber puesto el último clavo en el ataúd del infame Código de Censura que hasta ese momento había tenido que ser tolerado por la industria?

Finalmente, al igual que Hughes, se ha caracterizado por saber colocar su dinero donde se encuentra su boca cuando de una visión personal se trata. Cuando Warner Bros. se negó a brindarle distribución suficiente a Bonnie & Clyde en sus primeras semanas de cartelera, Beatty amenazó con demandar al estudio. En plena Guerra Fría produjo Reds (1981), drama sobre un escritor comunista. No le importó deducir de su salario los excedentes presupuestales en Dick Tracy (1990) con tal de crear lo más cercano a un comic de carne y hueso. Y ahora, a más de cuarenta años batallando por realizar un proyecto sobre Hughes desde que quedó fascinado con la personalidad del millonario, mientras prácticamente todos huyen despavoridos de cualquier cosa que no incluya sables de luz o personajes con capa, Warren Beatty buscará salirse una vez más con la suya y bajo sus propios términos. Eso es tener estilo. Eso es tener cojones. Es atreverse a volar sin miedo y a lo alto.

*Publicado el Viernes 04 de Noviembre en "La Jornada Maya"