No conozco a nadie dispuesto a incluir
a JFK (1991) en su lista de selecciones
cinematográficas para recibir a la época navideña o al fin del año. De hecho,
tampoco conozco a muchos dispuestos a incluirla en dicha lista; independientemente
de la ocasión o momento en que se encuentren. La polémica obra maestra de
Oliver Stone, con sus voluminosos 189 minutos de duración (206 en el director´s cut), su estratégicamente
promiscua coexistencia entre diversos formatos narrativos (color, blanco y
negro, 35 mm, 16 mm, 8 mm, ficción, documental, reportaje) y su elevado pero necesario
bombardeo de nombres, fechas, lugares y sucesos en relación a la Guerra Fría,
no puede clasificarse precisamente como una pieza de entretenimiento ligero. Pero
dentro del marco de lo que muchos consideran que ha sido un año marcado por el amanecer
de la denominada “post-verdad”, una disertación audiovisual en torno a la construcción
y destrucción de realidades como JFK parece
más apropiada para despedir al 2016 de lo que puede suponerse.
JFK, pese a lo que el titulo puede invitarnos a asumir, no gira alrededor
de la vida y carrera política del 35to. Presidente de Estados Unidos, John
Fitzgerald Kennedy (J.F.K.). Tampoco presume, como sus apasionados detractores
se desvivieron por convencer a la opinión pública, de haber resuelto el enigma
de su asesinato el 22 de noviembre de 1963, o de constituir la fuente de consulta
más confiable al respecto. Su director la define como un “contra-mito” para
contrarrestar al otro mito perpetrado por la historia contemporánea oficial,
según la convicción de Stone y de muchos
otros, de que Lee Harvey Oswald (Gary Oldman) fue el único asesino del
Presidente. Dramatizando un trabajo de investigación a lo largo de tres décadas
alrededor de la posibilidad de una conspiración, Stone asesina y resucita
constantemente a Kennedy; o más bien, a su significado cultural como icono,
desde una esquizofrénica alternancia de perspectivas gracias a la alquimia de
su montaje, para encontrarse a la vez “asesinando” en un múltiple número de
veces al significado institucional de su fallecimiento, re-construyéndolo con
cada nueva pista que se cruza en el camino del fiscal Jim Garrison (Kevin
Costner) para llevar a los verdaderos asesinos ante la justicia. Como un hipnotizador,
Stone arrastra a sus compatriotas hasta la escena del crimen en donde perdieron
la inocencia hace más de cincuenta años y los desintoxica de aquello que el shock del asesinato les ha hecho creer
que recuerdan de aquel fatídico día, sustituyéndolo con dolorosas preguntas
respecto al quién, cómo y porqué del magnicidio. “Altera” la historia con el
propósito de salvar su razón de ser. Combate una mentira con otra “mentira”. El
fuego con otro fuego.
La cruzada fue peleada con dos controvertidas armas.
En primer lugar, la elección de Jim Garrison como recipiente protagónico del
conflicto; aun cuando no faltan los rumores de soborno, coacción y manipulación
de testigos para minar su credibilidad. La otra y más importante consiste en su
ya mencionado montaje subjetivo que, en contraste con el crudo naturalismo de
trabajos primerizos como Salvador (1986),
convierte a la película en evidencia viviente de que el arte cinematográfico
puede servir no solo en calidad de ventana a una realidad secreta, sino también
de hibrido entre historia y artificio en la defensa de una conciencia crítica
con la cual mirar a dicha realidad. A 25 años de su estreno, JFK no deja de gritar ferozmente a los
cuatro vientos que la realidad representada por Kennedy como espíritu de una
era fue acribillada junto a él en Dallas; pudiendo revivirse solo parcialmente
con los fragmentos fílmicos a los que Stone convoca en su exorcismo. Ante un
2017 prometiendo la embestida de venenosos mitos como la sobre-estimación del
cambio climático y de los derechos humanos, lejos de desear una Feliz Navidad, me
concentraré en desear la llegada del siguiente gran “contra-mito” con el cual
poder hacerles frente.
*Publicado el Viernes 16 de Diciembre de 2016 en "La Jornada Maya"
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