Stanley Kubrick era más consciente que nadie acerca de
nuestra capacidad innata para la autodestrucción. Muchos personajes en sus películas
terminan como los arquitectos de sus fatídicos destinos. No es una coincidencia
que Humbert Humbert ya esté condenado cuando come con los ojos por primera vez
a Lolita (1962). Tampoco que su misma
sed de sangre conduzca a Jack Torrance en El
Resplandor (The Shining, 1980) a morir congelado. Ni mucho menos que Dr. Insólito O Cómo Aprendí a Dejar de
Preocuparme y Comencé a Amar la Bomba (Dr. Strangelove or How I Learned To
Stop Worrying and Love The Bomb, 1964) haga posible atestiguar el espectáculo
de un mundo hecho añicos por cortesía de un holocausto nuclear. Especialmente uno
iniciado por la demencia, bravuconería, paranoia e intolerancia de un hombre. Un
hombre como el General Jack D. Ripper (Sterling Hayden). O como el recién Presidente
electo de los Estados Unidos, Donald J. Trump.
En caso de que sean muy jóvenes para saber o muy viejos para
recordar, me tomaré la molestia de recapitular la trama de éste filme. En plena
Guerra Fría, víctima de un ataque psicótico y convencido de que los rusos
invadirán para quedarse con sus “preciosos fluidos corporales”, el citado Ripper
ordena a su brigada nuclear de combate aéreo atacar a la Unión Soviética con la
esperanza de que el Presidente Merkin Muffley (Peter Sellers) no tenga otra opción
más que declarar una guerra contra el país comunista. Sin embargo, los rusos
cuentan con una “maquina del fin del mundo”; misma que se activará de manera
automática ante cualquier agresión y destruirá toda la vida en la tierra por
contaminación radioactiva. Para colmo de males, el Presidente y el Dr. Insólito
del título (Peter Sellers también) descubren que la única forma de cancelar el
ataque es con una contraseña que Ripper conoce y que éste, habiendo tomado el
control de la base militar en donde trabaja y a uno de sus subalternos (Sellers,
una vez más) como rehén, no está dispuesto a revelar. El mundo pende de un hilo
debido a que, parafraseando al Presidente Muffley en uno de los más deliciosos
eufemismos, un militar fanático “se puso un poco raro en la cabeza”.
Creo firmemente que, durante la producción de Dr. Insolito, Stanley Kubrick no estaba
haciendo en realidad una sátira política. No estaba haciendo comedia. No estaba
haciendo ficción. Hombre, ni estoy
seguro de que estuviese haciendo una película (o por lo menos únicamente eso). No.
Lo que él hacía en esos momentos, sin imaginarlo, era una profecía. Profecía
que, juzgando los antecedentes previos a los resultados electorales de hace
días, dan pie a suponer que podría estar a pasos de cumplirse. Hablamos de una espeluznante
radiografía poniendo a la luz el trastorno político, psicológico y cultural
adolecido por una superpotencia preparándose a construir un muro fronterizo que
lo proteja de aquellos a quien se le ha enseñado en los últimos meses cómo
odiar.
Hablamos de la reivindicación para aquella fuerza que impulsó
la decisión de Ripper, así como también la de muchos estadounidenses en el
pasado martes: el miedo. Miedo a la mera idea de formar parte no de un único
país, sino de muchos diferentes dentro uno mismo; cada uno con sus propias
voces y visiones. Miedo a no contar con alguien a quien achacarle los orígenes
de lo que ellos perciben como sus debilidades. Y sobre todo, miedo a encarar la
responsabilidad de su decisión en aras de la “grandeza” que histéricamente claman a los cuatro vientos
haber perdido. De ahí que se hayan atrevido a consentir que el acceso a su armamento
nuclear descanse sobre los hombros de un líder mil veces menos inteligente y
emocionalmente estable que ellos mismos.
Cuando mañana despertemos y abramos nuestra ventana para que
lo último que veamos sea una enorme nube verde en forma de hongo, la reacción
de Kubrick desde su tumba estará dividida.
Sonreirá de orgullo y llorará de pena al percatarse de que tenía razón.
*Publicado el Viernes 11 de Noviembre en "La Jornada Maya"
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