Suelo decir que las películas de terror – la mayoría de ellas
por lo menos – rara vez logran en verdad asustarme o impresionarme. Lo digo sin
falsa modestia. Pocas han sido las representantes de tal género que han tenido
el privilegio de endurecerme los pelos de la nuca, hacerme saltar para atrás en
señal de espanto o arrancarme un alarido como el de quién ha descubierto que
tiene los segundos de su vida bien contados. ¿La razón? Quizás el hecho de que,
como puntualiza un muy conocido cliché, la realidad es más terrorífica que toda
ficción. El mundo en el que vivimos, sobre todo en estos momentos, constituye
en humilde opinión de quién escribe la más grande fabrica de pesadillas. Tomaré
a Donald Trump por encima de Freddy Krueger cuando ustedes quieran.
En dicho sentido, Rojo
Amanecer (1990) siempre ha sido para mí una película de terror. Y prácticamente
la única excepción a mi indiferencia. Éste drama de corte político dirigido por
Jorge Fons y escrito tanto por Xavier Robles como por Guadalupe Ortega, en
relación a una familia clase-mediera mexicana en el fuego cruzado de los violentos
sucesos del 2 de Octubre de 1968, comenzó a meterme miedo cuando cursaba yo la Escuela
Secundaria y una maestra nos lo hizo ver de principio a fin gracias a una deshilachada copia en VHS.
Aquella noche no pude dormir. No debido a su violencia
grafica, significativamente alta para lo acostumbrado por un joven de mi edad. Tampoco
por tener como trasfondo un acontecimiento histórico; rasgo que, en el mejor de
los casos, haría que se percibiese más terrorífico (y en el peor, daría una
falsa y pretenciosa aura de legitimidad). No. Lo que me mantenía despierto fue la
posibilidad de amanecer al día siguiente para recorrer el camino de sangre
dejado por los cadáveres de mi familia finada la noche anterior por agentes del
Gobierno y del Ejército; igual que cuando Ademar Arau desciende las escaleras
del edificio en Tlatelolco, como si de niveles en un infierno dantesco se
tratasen. La idea de que algo así no solo tiene que suceder en películas. La
idea de que nadie está seguro ni en su propia casa. De que, aún a kilómetros o décadas
de la Plaza de las Tres Culturas, el terror puede hacer acto de presencia en
cualquier lugar, en cualquier momento y por cualquier motivo.
Durante el curso de una plática posterior a una proyección de
la película en la Universidad Autónoma de Yucatán y que un servidor tuvo el honor
de moderar, Xavier Robles reveló que la idea de abstenerse a mostrar
gráficamente la matanza de estudiantes, aludiendo a ella con reacciones de los personajes
confinados al departamento en donde viven, además de corresponder a las precarias
condiciones del rodaje, se vio inspirada en la revelación a cámara muy esporádica
y gradual que Ridley Scott hace de su propio monstruo en Alien: El Octavo Pasajero (Alien,1979). La amenaza mortal que no vemos
pero que bien podemos escuchar y sentir. Alimentar la imaginación antes que la
adrenalina. El teatro de la mente.
No faltan quienes insisten en señalar a esta concentración
extradiegética de la masacre como un desperfecto de la película en vez de como
un acierto. “¿Cuál es el propósito de denunciar la crueldad del Ejercito si jamás
la vemos?”, preguntan. “¿A quién le importa
lo sufrido por una familia cuando la sangre derramada perteneció a la juventud
de México?”. Preguntas como las anteriores equivalen a ver unos pocos árboles y
no todo el bosque. Si Rojo Amanecer lograr
ser elocuente en plasmar una de las muchas verdades significativas abordadas
por ella en lo referente al movimiento estudiantil del 68 y su represión, más
allá de los límites de su dramaturgia, es justamente mostrando que, aquel funesto
día, a todos nos llegó el plomo de las balas. A civiles y a estudiantes. Todos
nos desangrábamos; no menos de lo que seguimos haciéndolo ahora. Y eso a mí me da
miedo. Mucho miedo.
*Publicado el 30 de septiembre de 2016 en "La Jornada Maya".
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