Oscar Wilde dijo una vez: “Cuando
los dioses quieren castigarnos, nos dan lo que les pedimos”. No estoy seguro si Bela Lugosi había leído a
Wilde cuando, en 1929, hacía una intensa campaña como candidato a ser tomado en
consideración por Universal Pictures para el papel titular en su versión
cinematográfica de Dracula (1931). O si
tan siquiera estaba familiarizado con aquellas proféticas palabras del autor
irlandés. Sin embargo, muy consciente del giro trágico que la trayectoria de su
carrera terminó adoptando, así como también de que, a partir de esta semana, el
Centro Cultural Olimpo en el centro de Mérida ofrece a lo largo del mes una
selección de los mejores ejemplos de la misma, no puedo evitar pensar que
Lugosi hubiese apreciado la cruel ironía del dicho. Nunca fue la primera opción
de Universal. De no haber sido por su persistencia, el estudio le hubiese dado el
papel a Lon Chaney. Y en retrospectiva, quizás debió hacerlo. Aunque no lo
sabía, con cada carta enviada al estudio para postularse, Lugosi colocaba los
clavos de su propio ataúd.
Nacido en 1882 con el nombre de
Bela Ferenc Dezso Blasko, adoptó el apellido “Lugosi” a partir de su ciudad natal
Lugoj (Rumania); población a unos pocos kilómetros de Transilvania, en donde la
leyenda del vampiro concebido por Bram Stoker ha sido cultivada por varias
generaciones. Cuando llegó a Hollywood, a pesar de ser nada mal parecido, se hizo evidente que tampoco era un galán a la
usanza convencional de Errol Flynn o Clark Gable. Sin embargo, poseía algo por
lo cual los dos hubiesen estado dispuestos a dar su brazo derecho: una
presencia exótica, magnética y misteriosa que hacía prácticamente imposible
quitarle la vista de encima. Y en ningún rol que había encarnado en los escenarios
de su país se encuentra esta presencia respirando con mayor poder que en el conde
transilvano de Todd Browning. Igual que con Oscar Wilde, ignoro si Lugosi leyó a
Stoker. Pero me sorprendería que no lo hiciese, puesto que no me explico cómo articuló
con tal elocuencia el erotismo del libro en un potente matrimonio entre sexo y muerte;
disparando en millones de espectadoras una erupción simultanea tanto de libidos
como de repulsiones.
Tras el éxito con el que Dracula arrasó como un brutal huracán, Universal comía ansías por
ver a Lugosi bajo la piel de Frankenstein
(1931). Pero el ídolo europeo de sueños y pesadillas húmedas se sintió
insultado. ¿Cómo iba una estrella de su calibre a rebajarse dándole vida a una
burda montaña de maquillaje que, encima de todo, no tenía diálogos? Como Edipo
casándose sin saberlo con su madre, Lugosi selló su destino rechazando el papel.
Su castigo, lejos de arrancarse los ojos, fue compartir crédito en nada menos
que seis películas - The Black Cat
(1934), The Raven (1935), The Invisible Ray (1936), Son of Frankenstein (1939), Black Friday (1940) y The Body Snatcher (1945) - con Boris
Karloff, quien terminó encarnando a la creatura de Mary Shelley, convirtiéndose
de la noche a la mañana en la estrella que Lugosi ya estaba dejando de ser. Debió
haber sido como ver a Salieri en una gira de conciertos con Mozart. La gloria
de uno era el veneno de otro.
Aunque terminó abandonado por estudios,
productores, esposas y amigos, la sombra del Conde permaneció a su lado. En las
buenas y en las malas. Sobre todo en las últimas. Estuvo junto a él cuando inauguraba
supermercados vistiendo su traje. Cuando tocó fondo al tener que compartir pantalla
con un chimpancé en una de sus últimas películas. Y por supuesto que estuvo en el
día de su velorio; donde, por iniciativa de su familia, su cadáver portó por
última vez su capa.
Dicen que después de morir, Heracles fue
elevado hasta las estrellas y convertido en constelación. Analógicamente
hablando, quiero pensar que las humillaciones que Bela Lugosi aguantó en vida
para que el mito de Dracula viviese más allá de su muerte valieron la pena. El
actor fue destruido, pero el vampiro permanecerá para siempre.
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