Hablar de política no es algo a lo que me preste con
naturalidad. Normalmente, prefiero dejárselo a gente con mayores referencias,
perspectivas y conocimientos que un servidor. Además, considerando que los
temas tratados en este espacio suelen ser de naturaleza cinematográfica, no es
extraño que en los últimos meses me haya abstenido de hacer una mínima
referencia a las próximas elecciones presidenciales estadounidenses. Por supuesto
que, al igual que muchos, he procurado informarme del desarrollo de los
acontecimientos en ambos bandos; reservando opiniones para mí mismo y ciertas
amistades muy cercanas. Sin embargo, en días pasados ocurrió algo que me hizo
modificar significativamente esta costumbre. Decidí ver las transmisiones en
vivo de la Convención Nacional Republicana de la misma manera en que un niño de
ocho años aprovecha que su mamá no está en la casa para fumar uno de sus cigarros,
una recién casada se deja convencer por su cónyuge para probar el sexo anal, o a
un fan incondicional de Daniel Day
Lewis le entran las ganas de ver “Nine” (2009)
por primera vez: con una inocente curiosidad aventurera que a los pocos minutos
se vio sustituida por una combinación simultanea de desilusión, shock y horror más allá de lo
humanamente posible de describir con palabras. Tan dramática reacción se debió
a que caí en la irreparable cuenta de que Donald Trump es, hasta este momento y
para efectos prácticos, invencible. Y una buena parte de la razón por la cual
lo considero invencible es que, por más que lo intente, no logro encontrar una
manera de reírme de él.
¿Qué quiero decir con lo anterior? No hace mucho, después de
un periodo considerable de tiempo sin haber pensado en ella, volví a ver “El Gran Dictador” (The Great Dictator,
1940); escrita, producida, dirigida y protagonizada por Charlie Chaplin en el
doble papel de su característico vagabundo ahora convertido en un barbero judío
y de Adenoyd Hynkel, el sanguinario y autoritario gobernante de la nación de
Tomania. Decir que lo que Chaplin buscaba con esta película era hacer burla de
Adolf Hitler y de la Alemania Nazi sería como decir que “Dark Side of The Moon” de Pink Floyd es un excelente álbum de
rock. Algo que cualquiera medianamente familiarizado podría deducir por su
cuenta y que a duras penas constituye el verdadero punto a discutir. Si deseamos
profundizar, habríamos de concluir que, mucho más allá de la mera mofa, a lo
que Chaplin esperaba someter al Fhurer
era un autentico asesinato de imagen. Desmantelar parte por parte la imagen de hierro
que fue construida alrededor de él, con golpes tanto certeros como brutales de ridículo,
ironía e irreverencia. Simplificar a este ubbermensch
y todo lo que representaba hasta el nivel de un simple y grotesco payaso.
Mostrar al mundo que este enano teutónico con ínfulas de divinidad no solamente
era igual a todo hombre sangrante, sino además merecedor de lastima en lugar de
respeto. Después de todo, ¿qué acaso no es esa la finalidad primordial de la
sátira; y sobre todo, de aquella con un corte genuinamente político?
Dicha clase de sátira, en el mejor de los casos, no se
contenta con arrancar carcajadas a su audiencia. Su objetivo último va, en
dichas circunstancias, en pos de una modificación de conciencia en torno a
determinadas realidades sociales y figuras públicas a partir de cuyas
características básicas obtiene su materia prima. Y con dicha modificación de
conciencia, aunque suene romántico, obtener un cierto nivel de inferencia en el
proceso de cambio social que implícitamente busca promover. De ahí que Aristófanes,
pilar del teatro clásico griego, haya recurrido al humor como un arma en contra
de la credibilidad intelectual de Sócrates en “Las Nubes”. Del mismo modo, ¿cómo olvidar la podredumbre moral que
príncipes de la Iglesia Católica en la Francia del Siglo XVI reconocieron
dentro de ellos mismos al verlos representados en “Tartufo” de Molière; propiciando a catalogarla de obscena? Avanzando
a pasos agigantados en la línea de tiempo, así como aprovechando para aterrizar
el tema en terreno fílmico, ¿debería sorprendernos que, sin tratarse de una
sátira formal, Michael Moore (“Fahrenheit
9/11”, 2004) haya decidido enfatizar los rasgos cuestionables y bobalicones
de George W. Bush a niveles de lo burlesco, esperando con ello contribuir a la
interrupción de la estancia del Partido Republicano en la Casa Blanca? Teniendo
a Hitler justo en la mira de su genio cómico, Chaplin de seguro debió intuir
que, mientras más grande quiera proyectarse un tirano, más gracioso será cuando
remuevan el tapete debajo de él. En la
destrucción de su orgullo reside su emasculación.
¿Cómo demonios, entonces, puede la más afilada sátira
destruir a Donald Trump? ¿Cómo burlarse de alguien que, salvo el dinero, no
toma en serio a nada ni nadie; incluyéndose a sí mismo? ¿Cómo lastimar al ogro
anaranjado inmune a los dardos de las más brutales y vitriólicas verdades, inclusive
aquellas bajo su admisión, como si fueran simples pétalos que apenas rozan su
piel? ¿Para qué bombardear con el poder del absurdo a quién parece estar
haciendo todo de su parte para convertirse en el Emperador del Absurdo; no sólo
nutriéndose con éste, sino también a su propio electorado? Ante monstruos como
Trump, Chaplin quedaría perplejo e impotente. Al igual que todos quienes
luchamos por sostener nuestro aliento de aquí a Noviembre, re-confirmaría con horror
que la realidad siempre demostrará ser muchísimo más cruel que cualquier
ficción. Y cuando eso ocurra ninguna risa será suficiente, por más fuerte que
sea.
*Publicado el 8 de agosto de 2016 en "La Jornada Maya"
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