“En 1973 estaba pasando por una racha particularmente mala; viviendo
casi siempre dentro de mi auto en Los Ángeles. Manejando de noche, bebiendo en
exceso, asistiendo a cines porno (…) Finalmente, acabé en una sala de
emergencia por una ulcera. Mientras estaba en el hospital, me di cuenta de que
no había hablado con nadie en dos o tres semanas. Entonces me vino a la mente
la imagen del taxista moviéndose por la ciudad en su taxi; dentro de su ataúd
de metal en medio de mucha gente y a la vez absolutamente solo”
Con estas palabras de la
biografía “Martin Scorsese – A Journey”
por Mary Pat Kelly, el veterano escritor Paul Schrader rememora el proceso de
parto para crear el guión de “Taxi
Driver” (1976); pieza clave en el cine norteamericano de la década de los
setenta, y a partir de la cual el mundo memorizaría los nombres tanto de
Scorsese como de un joven Robert DeNiro. Cuando afirmo que para Schrader supuso
un parto no es a la ligera. Travis Bickle (DeNiro) y la Nueva York degenerada que
lo inspira a convertirse en su ángel vengador provienen de sus entrañas. De su
fracaso y desolación; su rabia inarticulada, su amargura en cautiverio…de todo lo
asqueroso que pasamos la vida transportando en el interior pero que carecemos
de los suficientes testículos (u ovarios) para reconocer que es una parte de
nosotros. Mucho menos cuando esa podredumbre define no sólo al individuo que lidia
con ella, sino también a la sociedad con quién éste la comparte.
Al hablar sobre la película, muchos
centran su atención en DeNiro, en la fotogenia de una puberta Jodie Foster
fingiendo ser prostituta, en la fotografía de Michael Chapman que hace ver a la
Gran Manzana más como el escenario de una película de horror que como una
metrópoli; o en el angustiante último score
compuesto por Bernard Herrmann (“Psicosis”,
“Ciudadano Kane”) que bien podría tener una vida propia fuera del filme. Sin
embargo, veo lo que hace especial a “Taxi Driver” en el crudo sentido de
urgencia con que fue concebida. Puedo imaginar a Schrader en esos días oscuros,
atacando las teclas con la furia que sus circunstancias le permitían aún
conservar; luchando por no olvidar cada herida psicológica que le pudiese ser
útil en la búsqueda por traer a la vida algo doloroso pero sincero. Sincero de una forma no apreciada en
una actualidad donde se exhorta a neutralizar el veneno interno en lugar de
aprender de él.
No me sorprendería que tres de
cada cinco menores de 25 años en esta ciudad no conozcan “Taxi Driver”. Pero si alguno de ellos aprovecha la oportunidad de
verla por primera vez y terminan conscientes de la introspección que sólo la
miseria propia es capaz de brindarle a un ser humano, sería justo pensar que,
en alguna parte de la imaginación de Schrader, Travis Bickle estará sonriendo.
*Publicado el 19 de febrero de 2016 en "La Jornada Maya"
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