viernes, 6 de noviembre de 2015

DEJA VU CINEMA


Si un ser humano hubiese sido puesto en congelamiento criogénico hace treinta años y acabase de salir de su hibernación, seguramente quedaría confundido respecto a en qué década se encuentra al revisar la clase de oferta cinematográfica que actualmente suele abastecer a las carteleras. “Tortugas Ninja”. “Mad Max”. “Robocop”. “Poltergeist”.  Quién lea dichos títulos y coincida con un servidor en haber nacido durante los ochentas, reconocerá entre ellos a más de un ingrediente de la cultura pop que fue decisivo para su educación emocional. Con suerte, quizás comparta sentimientos conflictivos ante la idea de que su infancia sea la principal gallina de los huevos de oro en Hollywood.

Siendo justos, reciclar argumentos de ningún modo es algo nuevo. Iconos como “Drácula” o “Hamlet” han sufrido tantas re-encarnaciones como para despertar celos en un budista. Pero la práctica especifica del remake (volver a usar el argumento de un largometraje previamente producido) solía ser vista no sólo con escepticismo, sino como un disparate de mal gusto. Sin embargo, a principios del Siglo XXI, lo único necesario para que dicha actitud diese un giro de 180 grados fue una cuestión de semántica: en vez de remake, el término paso a ser re-imagine (“re-imaginar”) para desembocar en el famoso y recurrido re-boot (“re-inicio”). Bajo esta lógica, lejos de clonar a un filme de antaño, lo que se busca es dotar a lo viejo de algo nuevo y emocionante. Algunos de sus partidarios llegarán tan lejos como para afirmar que contribuyen a que algo muy bueno sea todavía mejor.

Quisiera creer que lo último es verdad. Quisiera poder darle a cada re-make el beneficio de la duda y asumir que logrará mejorar al original; o que al menos su intención haya sido sincera. Unos cuantos antecedentes inspiran cierta esperanza. El “Scarface” de Brian de Palma, por ejemplo, demostró que un clásico de los años treinta puede ser modernizado sin sacrificar su alma. Pero fuera de esta clase noble de excepciones, la experiencia con la mayoría de estas “mejoras” me han llevado a formar la opinión de que Hollywood no se encuentra tanto resucitando al pasado como llevando a cabo un saqueo indiscriminado de tumbas en el cementerio de los recuerdos; desenterrando todos los cadáveres que pueda encontrar y apresurándose a devolverlos a la vida antes de que pierdan los pocos rasgos reconocibles que les queden. Que la necrofilia mercenaria haya llegado a su apogeo en los últimos cinco años difícilmente constituye una coincidencia. Como el actor y comediante británico Simon Pegg declaró hace poco en su blog: “los niños de los setentas y ochentas fueron la primera generación para la que no era imperativo madurar inmediatamente después de dejar la escuela”. Esto ayuda también a explicar el hecho de que la industria esté dispuesta a rescatar prácticamente a cualquier figura del baúl de los recuerdos, sin importar que inspire o no un mínimo grado de familiaridad. Los niños quizás no los ubiquen, pero sus padres en treintena y cuarentena no tardarán en disparar lagrimas ante la mera mención de sus nombres. Y lo más importante es que cuentan con las billeteras para probarlo. Sólo mediante esta apelación a un permanente estado de adolescencia se podría explicar que estemos esperando una segunda secuela de “Los Pitufos” cuando no hay señales de una fan base significativa para justificar su existencia.

Para los griegos, el significado literal de la palabra “nostalgia” solía ser “el dolor de una vieja herida”. Mientras nuestro consentimiento a que Hollywood siga hurgando su dedo en aquella herida se mantenga firme, más lejos nos hallaremos de ser conscientes de la verdadera cara oculta en casi todo re-make: una licencia para consolidar un sentido de autocomplacencia irreversible en quienes hacen las películas y en quienes las consumen. 

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