En el documental “Easy
Riders, Raging Bulls”, basado en el controvertido libro homónimo de Peter Biskind,
la realizadora, escritora y actriz Joan Tewkesbury es la última de muchas
“cabezas parlantes” desfilando frente a la cámara. En los minutos finales del
documental, lamenta el momento en que, de acuerdo a su opinión, comenzó la
muerte del cine como arte: la primera transmisión televisiva de resultados de
recaudación en taquilla, como si se tratasen de puntuaciones en una final de
futbol. En ese instante, afirma haber dicho para sus adentros: “Estamos
acabados”. No pienso discutir que, efectivamente, fue el final de una era. Los
años dorados del director auteur en
Hollywood abrían paso al blockbuster
veraniego. Tampoco ahondaré en qué tan valido o no sería afirmar que significó la
muerte creativa del medio. No obstante, la razón por la cual hoy decidí
comenzar con esta “señal del apocalipsis” se debe a que vino a mi mente hace unos
días, al percatarme de la notoria cantidad de personas en redes sociales presumiendo
los millones de dólares que “Star Wars:
El Despertar de la Fuerza” recaudó desde su estreno, aferrándose a estos datos
como evidencia inequívoca de sus meritos artísticos.
Aún no he visto la película. Tal vez sea tan extraordinaria
como dicen. O tal vez no. Por otro lado, no considero nada realista desestimar
todo análisis o discusión seria respecto al dinero entrando y saliendo de las
arcas hollywoodenses. Más aún, reconozco que, bajo circunstancias adecuadas, el
número de boletos vendidos y la excelencia tanto narrativa como estética pueden
llegar a coexistir. Sin embargo, en términos reales, el desempeño económico
difícilmente me demuestra otra cosa más que tres puntos específicos. Primero, que
muchas personas pagaron por ver la película. Segundo, que otras con características
similares seguirán produciéndose en un futuro cercano. Y tercero, que quienes
son ricos gracias a ella lo serán todavía más. En ese sentido, me atrevería a
opinar que hablamos de menesteres que, idealmente, tendrían que concernir a los
involucrados en la producción; puesto que una recaudación satisfactoria significa
vivir para luchar otro día en el sistema. Quizás hasta para realizar acciones “anómalas”
dentro de él. Suponiendo que lo planteado fuese cierto… ¿Qué hacemos nosotros,
los espectadores, ondeando a diestra y siniestra una bandera que no nos
pertenece? ¿Por qué insistimos en jactarnos de un aspecto del fenómeno
cinematográfico que, en teoría, no nos afecta de manera directa y puede (por no
decir que debe) mantenerse divorciado de nuestra capacidad para apreciar la
película misma? Anticipo que alguien leyendo esto exclamará: “!Claro que nos
afecta! Del éxito comercial depende que siga habiendo más de lo que queremos.
El público gana”. Pero, ¿qué “público” sería ese? ¿El llamado “público general”,
tan vago como amorfo? ¿O el compuesto por la abrumadora mayoría cuyo único
marco de referencia existente es la superproducción que vive y muere bajo la
sombra de su primer fin de semana?
A medida que me adentro en estas interrogantes, más ilógico
encuentro el hecho de que las cifras publicadas en revistas como “Variety” equivalgan para tantos
presuntos cinéfilos a una insignia que merece ser exhibida con orgullo. ¿Será acaso
posible que, en medio de su enajenación, asuman que este status del que tanto alarde hacen en las películas que disfrutan
pueda transferirse a ellos mismos? ¿O simplemente vivimos en un mundo donde
nadie recuerda que sólo porque a un millón de moscas les guste comer excremento
no significa que tengan la razón? Con el
debido respeto a los fans de “Star Wars” y a quienes mantienen su fe
ciega en las estadísticas, que la falacia de la taquilla como indicador de
calidad aún forme parte del imaginario colectivo me sorprende a la vez que me alarma.
Me hace pensar en unirme al lamento de Joan Tewkesbury. “Estamos acabados”.
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