domingo, 31 de enero de 2016

ORO DE TONTOS*


Con el anuncio de las nominaciones a los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, se inaugura formalmente la temporada del año en que circula aquella fastidiosa e inevitable pregunta que la gente de mis círculos personales rara vez olvida hacerme: “¿Cuáles son tus predicciones?” Quienes me conocen asumen que responderla sería para mí el equivalente a preguntarle a un médico de la Edad Media cuantas sanguijuelas considera necesarias para curar una migraña. Asumen que mi rostro se encendería como árbol de Navidad, mi corazón palpitaría a mil por hora y que las palabras se amontonarían torpemente dentro de mi cerebro; en la desesperación por articular, con la auto-asumida sapiencia de una especie de Nostradamus de quiniela, mis razones para afirmar qué actor, director o actriz acabará llevándose la codiciada estatuilla. Si tan sólo mis interlocutores supieran que, bajo el talante amable y las explicaciones políticas con las que hago un esfuerzo sobrehumano para no parecer un patán, arde y burbujea el deseo de responder con tres contundentes palabras: NO ME IMPORTA.

No negaré que disfruto de vez en cuando las transmisiones televisadas de la entrega. Sin perder de vista, por supuesto, el grado de frivolidad y de retorica hipócrita que hacen de ella un espectáculo exquisito y decadente a la vez. Sin embargo, más allá de sus virtudes como deleite culpable, ¿por qué habría de concederle relevancia y legitimidad a un suceso que difícilmente ejercerá un impacto significativo en la opinión final que pueda tener respecto a quién sea o lo qué sea que acabe premiado? Hace semanas, intenté levantar discusión en torno al mito de la recaudación en la taquilla como evidencia inequívoca de una reivindicación para los gustos del espectador promedio. Hoy comienzo a procurar lo mismo alrededor de muchos otros mitos consolidados por el oro con que la Academia acostumbra cubrir a su galardón. Entre ellos el mito de que, en su proceso de decisiones, lo que mortales como nosotros pensemos o sintamos al respecto figura como un factor.

Muchos se preguntan por qué la Academia no opta por premiar a obras más cercanas a la sensibilidad de las audiencias y no de los miembros que la componen. Sin embargo, la más efectiva manera de comprobar que lo último que a Hollywood le quita el sueño es velar por los intereses de sus consumidores puede ser rastreada en su origen solipsista. Corría el año de 1926 y a Louis B. Meyer, jefe de la MGM, se le antojó un palacio vacacional en la playa de Santa Mónica. No quiso esperar demasiado para disfrutarlo, por lo que decidió usar mano de obra procedente de su propio estudio; misma que en ese entonces estaba a punto de firmar un acuerdo sindical que incluía el pago por horas extra de trabajo. A pesar de que logró salirse con la suya, la idea de que las aéreas creativas - directores, actores, escritores, etc. - llegasen también a movilizarse era un riesgo que éste magnate judío exiliado de la Unión Soviética no podía darse el lujo de asumir. Asimismo, el estilo de vida permisivo de muchas de sus estrellas era cada vez más difícil de mantener al margen de la prensa y del conocimiento público. Difícil de creer, pero la misma comunidad celebrando hoy los excesos de las Kardashians solía temerle como a una amenaza bíblica a que Charlie Chaplin embarazara y desposase a una menor de edad. Había que adormecer al fantasma de la sindicalización y convencer al mundo de que Hollywood era mucho más que una Gomorra moderna. ¿Por qué no crear una organización para paliar las tensiones laborales y a la vez fungir como vehículo de relaciones públicas? Con un nombre que inspirase clase, distinción; cierto nivel de respeto… ¿Algo como “Academia”? ¿Y qué tal si una vez al año se llevase a cabo un banquete de gala para sus miembros, representando a cada rama de producción y creando un sentido de pertenencia para ser reproducido por los medios? Más adelante, alguien sugirió la idea de entregar premios por votaciones. Y el resto, como me permito parafrasear, es historia que pocos recuerdan o conocen.

No comenzó con públicos. Ni siquiera comenzó con películas. Comenzó con una cuestión de poder. El Oscar es un premio por y para la industria.  No está diseñado para tomarnos en cuenta. ¿No sería tiempo ya de comenzar a devolverle el favor? 

*https://www.lajornadamaya.mx/2016-01-29/Oro-de-tontos

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